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Apartando de sí aquellos pensamientos, aceleró su máquina en una curva descendente que le llevó a una zambullida vertiginosa, paralela al conflicto vertical. En los minutos siguientes el cielo se convirtió en una jungla fantástica, llena de matorrales, helechos y enredaderas de condensación blanca, suspendida junto a los frutos bulbosos de las naves espaciales recubiertas de humo negro. La matanza continuó con un frenesí incomprensible para cualquiera que nunca hubiesa conocido las amargas pasiones de la batalla y, tal como Toller había previsto, los soldados de Land empezaron también a derramar sangre.

Vio a Perobane, en el Rojo Uno, realizar un descenso precipitado sobre dos naves y lanzarse con tanta fuerza que las superficies de control le fueron arrancadas. El vehículo realizó un vuelco repentino, arrojando fuera de él a Perobane en un recorrido que lo llevó a unos veinte metros de una barquilla. Los soldados de a bordo le dispararon con sus rifles. Las sacudidas de su cuerpo revelaron que muchos disparos encontraron su objetivo, pero los soldados, quizá conscientes de que su globo estaba incendiado y morirían sin remedio, siguieron disparando a Perobane en una revancha inútil hasta que su traje espacial fue una masa de andrajos encarnados.

Poco después, el piloto de Verde Cuatro, Chela Dinnitler, cometió el error de pasar lentamente junto a un soldado que flotaba en el aire a cierta distancia de una barquilla, envuelto en el material llameante de la cubierta de globo. El soldado, que en apariencia estaba inconsciente, se avivó de pronto, apuntó con su rifle y le disparó a Dinnitler por la espalda. Éste se derrumbó sobre sus mandos, y el tubo de escape del vehículo de combate expulsó vapor a borbotones. La máquina, con el piloto sujeto a su asiento, comenzó un descenso en espiral que le hizo atravesar los límites inferiores de la batalla. Se fue reduciendo en su caída hacia Land, pasando a través de unas extrañas nubes blancas circulares, que parecían bolas de lana esponjosa.

El soldado que había matado a Dinnitler estaba cargando su rifle con una nueva esfera de presión, e increíblemente se reía ante la proximidad de su muerte. Toller abrió la válvula de admisión de combustible, y se dirigió hacia el hombre con la pretensión de embestirle; luego se le ocurrió que incluso un contacto fugaz podría ser suficiente para que lo infectara de pterthacosis. Entonces apretó el gatillo de uno de sus cañones, haciendo estallar en la recámara los receptáculos de cristales de energía, y mantuvo un curso constante hasta que la detonación se produjo. El arma no estaba diseñada para una puntería precisa, pero la suerte estuvo a su favor y la bola de cinco centímetros golpeó al soldado directamente en la cabeza, haciéndole dar una voltereta acompañada de espirales de sangre.

Toller esquivó el cadáver y estaba a punto de volver a entrar en la batalla, cuando, tardíamente, la imagen de las extrañas nubes circulares empezó a preocuparle. Se apartó de la columna de confusión y examinó el cielo que estaba bajo ésta. Las nubes se encontraban aún allí, y había más que antes. Toller tardó varios segundos en darse cuenta de que estaba viendo los vapores de los tubos de escape de las naves espaciales de Land, desde «abajo» de sus barquillas. Los pilotos de los niveles inferiores habían invertido sus naves y huían del escenario de destrucción. Era algo que a ningún comandante le gustaría hacer, porque cuando el empuje del motor fuese aumentado por la gravedad, la nave podría exceder rápidamente la velocidad para la que estaba diseñada y destrozarse. Pero para los landeses el riesgo era aceptable en tales circunstancias.

El primer impulso de Toller fue cambiar su plan original de batalla e ir a perseguir a las naves enemigas más distantes, pero una voz interior le avisó. En el calor del combate había perdido la conciencia del tiempo, y los vehículos mientras tanto habían estado quemando cristales a una velocidad prodigiosa. Accionó el reservorio neumático del alimentador de combustible y supo por el número de golpes que fueron necesarios, que el material sólido del sistema había disminuido considerablemente. Mirando hacia arriba, al lugar donde la batalla había comenzado, vio que los primeros rastros de condensación se habían desvanecido. La base del escuadrón era totalmente invisible, oculta en las inmensidades sin referencias del espacio interplanetario, y encontrarla iba a obligarlo a un largo recorrido que requeriría amplias reservas de energía.

Prendió una de las flechas y la agitó lentamente por encima de su cabeza. Pocos minutos después, los otros pilotos, reconociendo la señal, se apartaron del humo y las nubes para unirse a él. La mayoría estaban sobreexcitados y comentaban en voz alta incidentes audaces y gloriosos. Toller supo que habían nacido leyendas, y empezaban a adquirir los adornos que se incrementarían después en las tabernas de Prad. Berise Narrinder fue la última en llegar, y hubo un alborozo cuando se vio que había logrado atar una cuerda al averiado aparato de Perobane y lo remolcaba.

Cuando fue evidente que el combate se había interrumpido, Toller contó los vehículos y se alarmó al descubrir que sólo había veinticinco, incluyendo el salvado por Berise. Ordenó que se revisara cada escuadrón, y se produjo un silencio entre el alboroto de la conversación al comprobarse que el Verde Tres, el pilotado por Wans Mokerat, había desaparecido. En algún momento del violento tumulto de la batalla, Mokerat se había encontrado con su destino, sin ser visto por ninguno de sus compañeros, y desaparecido totalmente, quizá absorbido por alguna nave en llamas.

Pero el efecto producido por el doloroso descubrimiento fue tan breve como Toller esperaba, y pronto volvieron a sus conversaciones anteriores. Sabía que los jóvenes no eran por naturaleza crueles; su reacción se debía simplemente a que, aunque estaban físicamente ilesos, también se habían convertido en víctimas de la batalla. «Lo mismo debió de ocurrirme a mí hace tiempo», pensó, «pero no me di cuenta. Y hace poco rato que he entrevisto cómo soy realmente: un autómata de carne y hueso, incapaz de conservar el afecto o la felicidad».

Justo delante de él, pero a una distancia considerable, estaba la barquilla de un globo destrozado. Sus ocupantes habían logrado desprenderse de todos los restos del globo en llamas, que ahora flotaban en el aire encima y alrededor de ellos como grandes pavesas de ceniza gris. La barquilla y los escuadrones de combate permanecían en posiciones relativamente fijas, porque todos caían a la misma velocidad.

De nuevo Toller se preguntó si los soldados de Land comprenderían que su velocidad de descenso, aunque inapreciable en aquella fase, adquiriría un gran incremento que los llevaría a una muerte segura. Algunos de ellos seguían disparando sus rifles a pesar de que los vehículos estaban fuera de su alcance y, por una de esas casualidades que se presentan con relativa frecuencia como un desafío a cualquier cálculo de probabilidades, una bala se acercó lentamente a Toller y se detuvo al alcance de su brazo. La recogió del aire y vio que era un cilindro macizo de madera de brakka. La guardó en una bolsa, sintiendo una extraña afinidad con el tirador desconocido. De un hombre muerto a otro hombre muerto, pensó.

—Ya hemos hecho suficiente por hoy —gritó, levantando una mano enguantada—. ¡Busquemos ahora el camino de vuelta!

Capítulo 9

Al oír el ruido de una carreta que se aproximaba, Bartan Drumme se levantó y fue hasta el espejo colgado en la pared de la cocina. Le pareció extraño no estar vestido con las ropas de trabajo, e incluso la cara que le observaba desde el cristal le pareció desconocida. Los rasgos juveniles y simpáticos que en un principio le depararon la desconfianza de los campesinos habían desaparecido, y en su lugar estaban las facciones duras y bronceadas de un hombre para quien ya no eran extraños la soledad, el dolor y la fatiga. Se alisó el cabello negro, se arregló el cuello de la camisa y fue hasta la puerta de la casa.