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La carreta de los Phoratere se detuvo afuera entre los resoplidos de un viejo cuernazul, que sudaba después del viaje bajo el sol del mediodía. Harro y Ennda agitaron las manos y gritaron un saludo a Bartan. Desde que ocurrió el siniestro incidente en su granja le habían ofrecido fervorosamente su amistad y, por insistencia de Ennda, accedió a tomarse un descanso y marcharse a Nueva Minnett para relajarse. La ayudó a bajar de la carreta mientras Harro conducía al cuernazul al abrevadero.

—¡Qué guapo y elegante te has puesto hoy! —dijo con una sonrisa que borró el cansancio de su cara.

—He logrado conservar una camisa y unos pantalones en buen estado, pero parece que se han encogido.

—Tú te has ensanchado —se detuvo para dedicarle una mirada escrutadora—. Cuesta reconocer al mocoso que intentaba deslumbrarnos con su aguda charla de hombre de la ciudad.

—No hablo mucho últimamente —dijo Bartan apesadumbrado—. No tendría mucho sentido.

Ennda le dio un apretón cariñoso en el brazo.

—¿No ha mejorado nada Sondy? ¿Cuánto tiempo lleva así, unos doscientos días?

—¡Doscientos! He perdido la cuenta, pero debe andar por ahí. Ella sigue igual, pero aún no he perdido las esperanzas.

—¡Eso está bien! Bueno, ¿continúa aún en el dormitorio?

Bartan asintió; condujo a Ennda al interior de la casa y la guió al dormitorio. Empujó la puerta y apareció Sondeweere sentada al borde de la cama con un camisón blanco largo hasta los pies. Tenía la vista fija en la pared de enfrente y siguió así, sin reaccionar de forma alguna ante sus visitas. Su cabello rubio estaba bien cepillado, pero peinado sin gracia; eso indicaba que había sido Bartan quien lo había hecho.

Ennda entró en la habitación, se arrodilló delante de Sondeweere y le cogió una mano que no opuso ninguna resistencia.

—Hola, Sondy —dijo con voz suave y cariñosa—. ¿Cómo te encuentras hoy?

Sondeweere no respondió. Su bello rostro estaba inexpresivo, su mirada vaga. Ennda la besó en la frente, se levantó y volvió junto a Bartan.

—¡Muy bien, joven! Puedes irte a la ciudad y divertirte durante unas horas, que yo me encargaré de todo. Sólo dime qué hay que hacer respecto a la comida de Sondy y las… uh… consecuencias.

—¿Consecuencias? —Bartan contempló a Ennda sin comprender, hasta que una mirada de exasperación le aclaró el significado de la palabra—. ¡Ah! No tienes que hacer nada. Se cuida ella sola, atiende a todas sus necesidades básicas y come todo lo que se le prepara. Lo que ocurre es que no existe nadie para ella. Nunca habla. Se sienta ahí, sobre la cama, durante todo el día, mirando a la pared. Quizá merezco que me ignore. Quizás es mi castigo por haberla traído a un sitio como éste.

—No digas esas tonterías…, al menos delante de mí.

Ennda lo rodeó con sus brazos y él se apoyó en ella, confortado por su aura de calor, femineidad y comprensión.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Harro Phoratere jovialmente, entrando en la sombría cocina desde el exterior luminoso—. ¿No tienes bastante con una mujer, Bartan?

—¡Harro! —Ennda se volvió hacia su marido—. ¡Qué cosas dices!

—Lo siento, muchacho. No recordaba que Sondy… —Harro titubeó; la cicatriz redonda del viejo mordisco destacaba en su mejilla—. Lo siento.

—No tienes que disculparte —dijo Bartan—. Te agradezco mucho que hayas venido. Es muy generoso de tu parte.

—¡Nada de eso! Es un buen descanso para mí. Tengo la intención de pasarme todo el posdía holgazaneando. Y te lo aviso: pienso consumir gran cantidad de este vino tuyo… —miró con preocupación a un grupo de garrafas vacías en un rincón—. Espero que te quede algo.

—Encontrarás abundantes provisiones en el sótano, Harro. Es el único consuelo que me queda, y procuro que nunca se me acabe.

—Supongo que no beberás demasiado —intervino Ennda, mostrando preocupación.

Bartan le sonrió.

—Sólo lo suficiente para dormir por la noche. Aquí hay mucha tranquilidad, demasiada tranquilidad.

Ennda asintió.

—Siento que tengas que soportar la carga tú solo, Bartan, pero es todo lo que podemos hacer si queremos sacar adelante nuestra parcela, ahora que tantas familias han abandonado y se han marchado al norte. ¿Sabes que los Wilver y los Obrigail se han ido también?

—¡Después de tanto trabajo! ¿Cuántas familias quedan todavía?

—Cinco, además de nosotros.

Bartan sacudió la cabeza con expresión defraudada.

—Si sólo tuvieran un poco de resistencia…

—Si te demoras mucho tiempo, oscurecerá antes de que llegues a la taberna —le interrumpió Ennda, empujando a Bartan hacia la entrada principal—. Vete y diviértete un rato. ¡Vamos, fuera!

Dirigiendo una última mirada a su esposa, sumergida en su mundo inaccesible, Bartan salió y llamó a su cuernoazul con un silbido. En pocos minutos lo tuvo ensillado y se encontró cabalgando en dirección oeste, hacia Nueva Minnett.

Aunque no podía librarse de la sensación de que estaba haciendo algo vergonzoso al acceder a pasar medio día libre de su aplastante carga de trabajo y responsabilidad, su deseo acuciante de pasar un rato en amable compañía le dijo que la excursión sería beneficiosa.

Cabalgar por el bucólico paisaje ya resultó refrescante, y al llegar a la ciudad se sorprendió ante su reacción al ver gente desconocida, grupos de edificios de distintos tamaños y estilos, y los llamativos aparejos de los barcos anclados en el río. Cuando vio Nueva Minnett por primera vez, era un punto de civilización diminuto y apartado; ahora, después de su largo aislamiento en la granja, le pareció una verdadera metrópoli.

Se dirigió directamente al edificio abierto destinado a taberna y se alegró de encontrar a muchos de los personajes locales que lo recibieron a su llegada en la aeronave, la primera vez que los visitó. Al pensar en la terrible degradación de la vida en la Cesta, le pareció que la población de la ciudad había quedado suspendida en el tiempo, reservada, dispuesta a volver a vivir cuando él lo ordenara. Se hallaba presente el alcalde, Majin Karrodal, con su espada corta en el cinto, y también el rollizo Otler —aún afirmando que estaba sobrio—, y una docena más de individuos a quienes recordaba y cuya evidente satisfacción por sus suertes demostraba que, en términos generales, valía la pena vivir.

Bartan bebió con ellos la fuerte cerveza negra, satisfecho, tomando una jarra tras otra sin cansarse del sabor.

Apreció la forma en que los hombres —incluido Otler, que no destacaba mucho por su tacto— evitaron hacer referencias a la huída continua de su gente de La Guarida. Como si comprendieran las razones de su visita, evitaron referirse a temas personales, limitándose casi exclusivamente a comentar las últimas noticias de la extraña guerra que se libraba en el cielo sobre el otro lado del planeta. La idea de una nueva clase de guerreros que cabalgaban por el espacio montados detrás de unos motores a propulsión, sin el soporte de los globos, parecía haber disparado la imaginación de todos. Bartan estaba impresionado en particular por la cantidad de veces que se mencionaba el nombre de lord Toller Maraquine.

—¿Es cierto que Maraquine se cargó a dos reyes en la época de la Migración? —dijo.

—¡Claro que es verdad! —Otler apoyó ruidosamente su jarra de cerveza sobre la alargada mesa—. ¿Por qué crees que le llaman el Regicida? ¡Yo estaba allí, amigo mío! ¡Lo vi con mis propios ojos!

—¡Deliras! —gritó Karrodall entre las voces de mofa generales.

—Bueno, quizá no presencié exactamente lo que ocurrió —admitió Otler—, pero sí vi a la nave del rey Prad caer como una piedra… —dio la espalda a los otros y dirigió sus palabras a Bartan—. Yo era un joven soldado entonces, del Cuarto Regimiento de Sorka, y estaba en una de las primeras naves que salieron de Ro-Atabri. Nunca creí que lográramos finalizar el viaje… pero eso es otra historia.