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—Que hemos escuchado mil veces —dijo otro hombre, dando un codazo a su vecino.

Otler hizo un gesto obsceno hacia él.

—¿Sabes, Bartan? La nave de Prad se encalló en la de Toller Maraquine. Chakkell, que entonces era príncipe, y Daseene y sus tres hijos, iban con Toller, y él salvó sus vidas separando las dos naves con una maniobra. Se hubiera necesitado la fuerza de diez hombres, pero él lo hizo con una sola mano, y la nave de Prad cayó. Yo la vi pasar, y nunca olvidaré la manera en que Prad estaba apoyado en la baranda. Alto y erguido como era, sin miedo, y con su ojo ciego brillante como una estrella.

»Su muerte significó que el príncipe Leddravohr se convirtiera en rey; y tres días más tarde, después del aterrizaje, Leddravohr y Toller lucharon en un duelo que duró seis horas. Terminó cuando Toller arrancó ¡de un solo golpe! la cabeza a Leddravohr.

—Debe de haber sido todo un hombre —dijo Bartan secamente, tratando de separar la realidad de la ficción.

—¡Con la fuerza de diez! ¿Y qué quieres decir con eso de debe haber sido todo un hombre? Ninguno de los jovenzuelos de allá arriba ha podido igualarlo hasta el momento. ¿Sabes que el primer día de la batalla con los landeses, después de haber gastado todas sus flechas de fuego, empezó a cortar los globos con su espada blanca? La misma espada con la que venció a Karkarand. ¡A Karkarand, fíjate!, de una sola estocada. Te lo aseguro, Bartan, a ese hombre se lo debemos todo. Si yo fuera veinte años más joven, y no tuviera mal esta rodilla, me iría allá arriba ahora mismo.

El alcalde Karrodall soltó una risotada en su jarra de cerveza.

—Creí que habías dicho que en el Punto Medio no necesitaban charlatanes.

—Muy chistoso —murmuró Otler—. Muy chistoso, sí.

Las horas siguientes pasaron rápida y placenteramente para Bartan y, con cierta sorpresa, advirtió que los rojizos y oblicuos rayos de sol dibujaban un ángulo de sombra.

—Caballeros —dijo, poniéndose en pie—, he estado más tiempo del que pensaba. Y ahora tengo que irme.

—Tómate una más —dijo Karrodall.

—Lo siento, pero tengo que marcharme. Unos amigos están cuidando de mi granja, y sería una descortesía para ellos que llegase tarde.

Karrodall se levantó y cogió la mano de Bartan.

—He oído hablar de la desgracia de tu esposa —susurró—. ¿Has pensado en sacarla de ese lugar envenenado?

—Ese lugar es sólo un lugar —dijo Bartan en tono intranscendente, decidido a no ofenderse en el último momento— y no me rendiré a él. Adiós, Majin.

—¡Buena suerte, hijo!

Bartan saludó al resto del grupo y se dirigió hacia donde estaba amarrado su cuernazul. El calor del alcohol en su estómago y el estímulo optimista en su cerebro —aliados importantes para la batalla diaria con la vida— estaban en su punto. Se sintió satisfecho de vivir, un sentimiento bello que en el pasado había llenado su existencia, pero que últimamente sólo recuperaba al ver el fondo de una garrafa de vino. Se montó en la silla del cuernazul y azuzó al animal para que partiese, delegando a la inteligente criatura la tarea de conducirlo a casa.

A medida que el cielo se iba oscureciendo, las estrellas diurnas empezaron a destacar más, y las espirales y galones de luz brumosa emergieron. Había cometas más grandes de lo que era habitual. Bartan contó ocho, con sus colas desplegándose en la cúpula de los cielos, creando bandas plateadas y azules hacia las que los meteoros se lanzaban como luciérnagas. En su estado ebrio-especulativo, se preguntó si los hombres aclararían alguna vez el misterio de las principales peculiaridades del cielo. Se creía que las estrellas eran soles distantes, se sabía que el punto verde brillante era el tercer planeta, Farland, y se conocía la naturaleza de los meteoros porque a veces chocaban contra la tierra, produciendo cráteres de distintos tamaños. ¿Pero qué era el enorme remolino resplandeciente que llenaba el cielo nocturno durante parte del año? ¿Por qué el cielo estaba poblado por tantas espirales más pequeñas, a veces superpuestas, que cambiaban de forma desde el círculo a la elipse, para convertirse en brillantes husos que escondían su estructura hasta ser examinados por el telescopio?

La sucesión de pensamientos hizo que Bartan prestara mayor atención de la normal a los arcos luminosos del cielo, y así advirtió un nuevo fenómeno que de otra forma le habría pasado desapercibido. Hacia el este, más o menos en la dirección donde se encontraba la granja, vio una pequeña mancha de luz de forma extraña, a poca distancia del horizonte. Parecía una estrella de cuatro puntas curvadas —una figura geométrica hecha a partir de cuatro círculos que se tocaban—, y cada punta parecía emitir una débil pulsación luminosa. El objeto era demasiado pequeño para poder apreciar más detalles sin catalejo, pero su centro parecía lleno de brillantes motas multicolores. Intrigado, Bartan contempló la misteriosa y bella aparición deslizarse fugazmente hacia abajo y desaparecer detrás de la cima de una colina oval.

Sacudiendo la cabeza maravillado, Bartan hostigó a su cuernazul hacia un terreno elevado, para extender ampliamente su campo de visión, pero el objeto ya no se divisaba. ¿Qué habría sido? Los meteoros que caían a tierra adquirían a veces vivos colores, pero iban acompañados de fuertes truenos, mientras que el fenómeno que acababa de presenciar se caracterizaba por el silencio y la suavidad de su movimiento. Llegó a la conclusión —aunque persistían las dudas— de que el objeto era mucho mayor de lo que supuso al verlo reducido por la distancia, y que se había desplazado misteriosamente hasta más allá de la atmósfera de Overland.

Con su mente preparada para posteriores meditaciones sobre el universo, Bartan continuó su camino. Casi una hora más tarde empezó a distinguir las luces amarillas de su granja y sintió una nueva punzada de culpa por haber obligado a permanecer allí hasta después de oscurecer al matrimonio Phoratere. El hecho de que sólo dispusiera de una cama hacía difícil invitarlos a quedarse a pasar la noche, a menos que Harro y él durmieran en el suelo. Parecía una triste recompensa por su amabilidad con él, especialmente cuando los actos amistosos entre vecinos se habían convertido en algo muy raro en la Cesta. Preguntándose cómo iba a disculparse, aumentó la velocidad del cuernazul hasta el trote, confiando en mantener un paso seguro en el suelo iluminado por las estrellas.

Estaba aún a un kilómetro de la casa, cuando los terrenos que le rodeaban fueron bañados de repente por una luz multicolor tan intensa que sus ojos se cerraron instintivamente. El cuernazul retrocedió y aulló aterrado, y Bartan se aferró a él, temblando, a la espera de la explosión catastrófica que su instinto le dijo tenía que acompañar a semejante destello de luz.

Pero no hubo explosión, sólo un silencio reverberante durante el cual sintió que sus ropas se agitaban y aleteaban, aunque no se había producido ninguna ráfaga de viento. Abrió los ojos cuando el cuernazul se encabritó, y descubrió que estaba prácticamente cegado por la persistencia de imágenes de árboles y arbustos, siluetas naranjas y verdes que parecían haber quedado impresas en sus retinas.

—Tranquilo, viejo, tranquilo —susurró, dando unos golpecitos en el cuello del animal.

Parpadeó varias veces, se frotó los ojos con los nudillos y miró a su alrededor en busca de claves que le explicasen el origen del pasmoso, aterrador y extraño suceso. El oscuro paisaje recobró su tranquilidad habitual. El mundo durmiente intentaba asegurarle que las cosas estaban igual que siempre, pero Bartan, preso de temores crecientes, sabía que no era así.