Capítulo 10
No había nada extraño en el hecho de que el enemigo estuviese surgiendo del sol, pero lo que sorprendió a Toller fue la magnitud de la ola de ataque. Contenía al menos sesenta naves desplegadas en forma de cuadrícula.
La esperanza de que el castigo inflingido a la primera flota invasora hubiera sido suficiente para terminar con la guerra resultó injustificada, pero los ataques subsiguientes fueron a menor escala. Muchos de ellos tenían la apariencia de misiones suicidas, cuyo propósito era comprobar las defensas de Overland mediante diferentes sistemas. La segunda fuerza trató de atravesar la zona de ingravidez de noche, pero fue traicionada por los ruidos de sus tubos de escape y obligada a retirarse tras numerosas bajas. Otras llegaron equipadas con diferentes tipos de cañones superpotentes, cuyo retroceso desestabilizó y destruyó sus propias naves. Y en dos ocasiones, los landeses usaron vehículos de combate que lanzaron desde los laterales de las barquillas. Al principio, los pilotos enemigos intentaron destruir las máquinas de los tres escuadrones overlandeses mediante un ataque directo, pero resultaron torpes novatos en comparación con los diestros pilotos de Toller, y fueron masacrados. En un segundo experimento, probaron embestidas a gran velocidad contra el Grupo de Defensa Interior —con la evidente intención de destrozar las estaciones—, pero de nuevo fueron ahuyentados y destruidos.
Con el paso del tiempo, se hizo evidente para Toller que la instalación de una base permanente en la zona de ingravidez había otorgado a los defensores una ventaja decisiva. Era sorprendente que el rey Rassmarden no hubiera llegado a la misma conclusión y abandonado una lucha tan desigual. La única explicación que podía encontrar se hallaba en el informe del coronel Gartasian sobre su encuentro con el grupo explorador de Land. Gartasian había afirmado que eran abrumadoramente arrogantes, orgullosos y poco dados a razonar. Quizá los nuevos hombres de Land, incluido su soberano, eran víctimas tardías de la pterthacosis en una forma que ni siquiera ellos comprendían, y estaban destinados a ahogarse en su propio veneno irracional.
El único paso apreciable que dieron los landeses fue que empezaron a usar paracaídas, para así sobrevivir a la destrucción de sus naves. Era imposible saber si habían inventado el paracaídas ellos mismos o si lo habían copiado después de encontrar el cuerpo de Dinnitler, el piloto cuyo aparato realizó la vertiginosa zambullida hacia Land. También existía la teoría de que habían diseñado sus vehículos de combate a partir de los restos del propulsor de Dinnitler.
Pero la mente de Toller estaba ocupada en problemas más inmediatos. ¿La aparición de una gran flota en esta etapa de la guerra indicaba un desahogo masivo de la pasión autodestructiva de los landeses? ¿O era un signo de confianza en un nuevo tipo de arma?
Toller meditó sobre estas preguntas mientras se dirigía hacia la luz del sol que brillaba en el vértice de la formación del Escuadrón Rojo. La mampara de vidrio inclinada —una reciente modificación en el diseño de los vehículos de combate— le protegía en gran parte de la corriente de aire frío. A unos doscientos metros a cada lado podía ver a los Azules y a los Verdes trazando sus propias estelas blancas en un cielo de lentejuelas, y la antigua excitación teñida de culpa empezó a apoderarse de él.
A lo lejos, destacando sobre la gran curvatura de Land, algunas unidades de la flota enemiga estaban dando la vuelta. Los landeses ya no se desplazaban a ciegas hacia una emboscada: habían desarrollado un método de observar el cielo desde abajo —probablemente usando vigías atados a largas cuerdas—, y a la primera señal de las estelas de condensación de los vehículos de combate, desplegaban sus naves a diferentes alturas para defenderse mutuamente. Por esta razón los tres escuadrones iban a entrar en acción por separado, y el estilo de combate se basaba ahora en el individualismo y la oportunidad. Como resultado, se habían conseguido espectaculares victorias personales… y muertes igualmente espectaculares. Y las leyendas proliferaron.
¿Qué irá a ocurrir esta vez?, pensó Toller, con el pulso tembloroso. ¿Habrá allá abajo algún soldado cuyo destino sea acabar con mi vida?
Cuando divisaron la formación de naves espaciales, los vehículos de combate abandonaron sus ordenadas líneas y empezaron a tejer un cesto de estelas de vapor alrededor de su presa. Toller se dio cuenta de que Berise Narrinder se alejaba hacia su izquierda. Se produjo una ráfaga de disparos de rifles de largo alcance, pero pareció algo sin importancia en comparación con las feroces descargas habituales. Y el presentimiento de Toller acerca de un arma completamente nueva regresó con más fuerza. Apagó su motor y esperó que el aparato se detuviese para observar mejor las naves espaciales. Varios de los vehículos estaban ya lanzándose a través de la cuadrícula en embestidas a toda velocidad, y pudo ver las luces anaranjadas de sus flechas, aunque aún no se había incendiado ningún globo.
Toller se estiró para coger sus prismáticos; los guantes y el arco atado a su muñeca izquierda le dificultaron el movimiento, pero aún sin su ayuda logró ver que algunas de las barquillas estaban rodeadas por unas manchas marrones, como si los tripulantes arrojaran docenas de proyectiles hacia los pilotos que les atacaban. De pronto, las manchas estaban aleteando, y empezaron a moverse por voluntad propia.
¡Pájaros!
Todavía desenredando la cinta de los prismáticos, dejó correr la mente ante la pregunta de qué tipo de pájaro habrían elegido los landeses para enviarlo contra sus oponentes humanos. La respuesta llegó de inmediato: el águila de Rettser. Procedente de las montañas de Rettser al norte de Kolkorron, el águila tenía una envergadura de casi dos metros con las alas desplegadas, desarrollando una velocidad que desafiaba cualquier medición precisa, y con capacidad de destrozar un ciervo o un hombre en un abrir y cerrar de ojos. En el pasado no habían sido entrenadas para cazar ni para la guerra a causa de su imprevisibilidad, pero los hombres nuevos habían demostrado poca preocupación por sus propias vidas cuando se trataba de destruir al enemigo.
La primera mirada a través de los gemelos confirmó los temores de Toller, y un escalofrío recorrió su columna vertebral mientras esperaba para ver los daños que podían inflingir los enormes pájaros —maestros naturales del elemento aéreo— a sus hombres. Cuando los pilotos más cercanos a las naves espaciales advirtieron la nueva amenaza y emprendieron una acción evasiva, el dibujo formado por las estelas de vapor cambió bruscamente. Los segundos transcurrían con lentitud, y Toller se dio cuenta de que la batalla permanecía extrañamente estática. Había esperado que las águilas, con sus reflejos increíblemente rápidos, iniciaran sus ataques en el mismo instante en que divisaran a los humanos voladores, pero permanecían en la proximidad de sus naves de procedencia.
La imagen amplificada por los prismáticos reveló un espectáculo curioso.
Las águilas batían enérgicamente sus alas, pero en vez de ser impulsadas hacia delante por esa acción, giraban alocadamente en círculos cerrados, avanzando muy poco o nada a través del aire. Era como si estuviesen sujetas por algún agente invisible. Cuanto más enérgicamente agitaban las alas, más deprisa giraban en el lugar.
Toller estaba tan absorto en el fenómeno que tardó en comprender que, bajo la ingravidez, las águilas nunca lograrían volar. En ausencia de gravedad, los métodos del vuelo con alas no eran válidos. La fuerza principal que actuaba sobre los pájaros era el empuje hacia arriba de sus alas, y sin peso para equilibrarlo eran impulsadas a un continuo giro hacia atrás. Una criatura inteligente podría haber respondido cambiando el movimiento de sus alas hacia algo parecido a la brazada de un nadador, pero las águilas, prisioneras del reflejo, sólo podían seguir y seguir con su inútil gasto de energía.