—Mala suerte, landeses —murmuró Toller, alimentando su motor—. ¡Y ahora tendréis que pagar caro vuestro error!
En los minutos siguientes vio como se incendiaba un globo tras otro, sin aparentes pérdidas entre sus hombres. Ahora que los landeses permanecían en posiciones estacionarias, sus globos ardían con menos rapidez —a falta de aire que avivase las llamas—, y a veces el fuego se extinguía por sí mismo después de que se hubiera consumido toda la envoltura, aunque sin variar por ello el último destino de la nave.
En esta ocasión, la batalla adquirió un toque grotesco con la presencia de las águilas giratorias. Sus gritos aterrados formaban un fondo continuo para el rugido de los vehículos de combate, el golpeteo de los rifles y las descargas ocasionales de cañón. La mayoría de ellas siguieron dando vueltas, derrochando irracionalmente su fuerza, pero Toller advirtió que algunas se habían detenido y flotaban con la cabeza escondida bajo el ala, como si durmieran. Varias estaban inertes, con las alas sólo parcialmente plegadas, dando la sensación de estar muertas o quizá paralizadas por el pánico.
Inmensamente satisfecho por el giro de los acontecimientos, Toller se alejó del tumulto velado de humo en busca de un blanco adecuado, y vio que un piloto de su escuadrón se acercaba a él. Era Berise Narrinder y abría y cerraba la mano derecha, como indicando que deseaba hablar.
Extrañado, cerró el paso de combustible y dejó que el vehículo se deslizara hasta detenerse. Berise lo imitó y las dos naves derivaron juntas, inclinándose suavemente cuando sus superficies de control se volvieron más ineficaces.
—¿Qué ocurre? —preguntó Toller—. ¿Quieres cazar uno de esos pájaros para la cena?
Berise movió la cabeza con gesto impaciente y se bajó la bufanda hasta la barbilla.
—Hay una nave allí, debajo de la zona de batalla. Me gustaría que le echase usted un vistazo.
Miró en la dirección que ella le indicaba, pero fue incapaz de divisar la nave.
—Debe de ser un observador —dijo Toller—. El piloto tendrá órdenes de permanecer alejado del conflicto y volver a la base con un informe.
—Mis anteojos me indican que no es una nave corriente —contestó Berise—. Mire bien, milord. Allí, donde la línea de nubes cruza el golfo de Tronom.
Toller siguió las instrucciones, y esta vez pudo distinguir la diminuta silueta de una nave espacial. Estaba situada lateralmente respecto a él, reforzando la posibilidad de que su función era observar el resultado de la batalla. Se preguntó si los que estaban a bordo ya sabían lo mal que andaba todo para sus compañeros.
—No veo nada fuera de lo normal —dijo—. ¿Por qué te interesa tanto?
—Mire las marcas en la barquilla. ¿Puede ver unas franjas azules y grises?
Después de pasar un rato más observando la diminuta figura, Toller bajó sus prismáticos.
—Desde luego, tus ojos jóvenes ven más que los míos…—se interrumpió, sintiendo frío en la nuca cuando las palabras de Berise adquirieron sentido para él—. El azul y el gris fueron siempre los colores de las naves reales, pero… ¿los habrá conservado Rassamarden?
—¿Por qué no? Puede que signifiquen algo para él.
Toller asintió pensativamente.
—A pesar de sus declaraciones desdeñosas, parece codiciar todo lo que los antiguos reyes poseían. Pero ¿puede estar tan loco como para aventurarse a permanecer tan cerca de la batalla?
—He oído decir que Leddravohr lideraba sus tropas, y no era un hombre nuevo —declaró Berise a través de los vapores flotantes—. Y ¿qué me dice de las águilas? Si hubieran hecho lo que se requería de ellas, las cosas hubieran ido bastante mal para nosotros. Rassamarden quizás esperaba presenciar una gran victoria.
Toller le dedicó una sonrisa de aprobación.
—Tu mente es tan aguda como tus ojos, capitana.
—Los cumplidos están muy bien, milord; pero se me ocurre un premio más adecuado.
—Suponiendo que sea una nave real, ¿solicitas el honor de destruirla?
Berise lo miró a los ojos, juntando las cejas.
—Creo que tengo ese derecho. He sido yo quien la ha descubierto.
—Tus sentimientos son lógicos y los comprendo, pero debes tener en cuenta mi posición. Si Rassamarden se halla a bordo de esa nave, todo lo demás estará subordinado a la tarea de acabar con él, puesto que conduciría al fin de esta guerra. Sin duda, es mi deber atacar a esa nave con todo lo que esté a mi alcance.
—Pero usted no sabe si Rassamarden se encuentra allí —puntualizó Berise, cambiando de argumento a una velocidad que le recordó a Toller la habilidad de su esposa—. Creo que sería un error que apartase sus fuerzas de la batalla para perseguir a una sola nave, en especial cuando ésta carece de posibilidades de escapar.
Toller suspiró exageradamente.
—¿Puedo al menos acompañarte, y presenciar la hazaña?
—Gracias, milord —dijo Berise con amabilidad y, por una vez, sin el tono desafiante que siempre acompañaba a sus respuestas. Inmediatamente asió la palanca de la válvula del paso de gas de su máquina de rayas rojas.
—¡No tan deprisa! —protestó Toller, deteniéndose mientras el escape de su propulsor imposibilitaba durante unos momentos la conversación—. Primero quiero que busques a Umol y a Daas y los hagas venir, para que les expliques lo que vamos a hacer. Deben mantenerse atentos a nuestro avance. Si no volvemos, deberán atacar la nave en masa. Bajo ningún concepto puede permitirse que la nave se retire con cualquiera de sus tripulantes o pasajeros vivos.
Berise inclinó la cabeza y frunció el ceño; su rostro parecía una bella máscara iluminada por el sol.
—Somos dos vehículos de combate contra una nave espacial. ¿Cómo puede dudar de nuestro éxito?
—Por los paracaídas —dijo Toller—. Cuando una nave espacial lleva soldados corrientes, basta con destruir el globo; no nos preocupa que sobrevivan a la caída y vuelvan a la carga al día siguiente. Pero en este caso, es la nave la que carece de importancia. Será inútil incendiar el globo si permitimos que Rassamarden vuelva sano y salvo a su pestilente reino. En este caso, el globo no es nuestro blanco; ni siquiera la barquilla: tenemos que matar al propio Rassamarden, y no creo preciso decirte que es un asunto mucho más complicado que pinchar un globo desde lejos. ¿Sigues reclamando el honor?
La expresión de Berise no cambió.
—Sigo siendo quien vio la nave.
Unos minutos después, Toller se dirigía hacia allá, con Berise siguiendo un recorrido paralelo, y fue entonces cuando empezó a tener dudas sobre si debía permitir que lo acompañara. Los pilotos de los vehículos de combate compartían una relación especial, un espíritu de camaradería que superaba a cualquiera que hubiera conocido antes en el servicio militar, y ella había recurrido con habilidad a eso para influir en su decisión. Aquella misión tan peligrosa quizás era adecuada para él, que estaba medio enamorado de la muerte, pero ¿cuáles eran sus responsabilidades hacia aquellos a quienes lideraba?
El dilema se agudizaba por el hecho de que si enviaba a Berise de vuelta hacia una relativa seguridad, ella sacaría la conclusión de que actuaba por motivos egoístas: querer para sí la gloria de matar a Rassamarden. Entonces, casi todos los pilotos se pondrían del lado de ella, puesto que sus naturalezas impulsivas no les dejarían otras opciones, y temía la posibilidad de perder su estima. ¿Podía ser ése el nudo de un problema puerilmente simple? ¿Estaba dispuesto a derrochar la vida de ella para no verse privado del afecto de algunos jovenzuelos?
La única respuesta razonable y honorable tenía que ser: ¡no!
Toller miró a Berise, dispuesto a someterse a una penosa experiencia, pero entonces se sintió embargado por una oleada de emoción inesperada. Era una mezcla de cariño y respeto, producida por la vista de su pequeña figura montada sobre el fusiforme vehículo a propulsión, dibujada sobre remolinos plateados en un azul infinito. Pensó que era valiente y talentosa, que le había precedido con acierto en cada una de sus deliberaciones meditadas, y que estaba perfectamente capacitada para elegir su propio destino. Como si hubiera advertido su atención, Berise se volvió hacia Toller con una mirada interrogante, con sus facciones casi del todo ocultas por la bufanda y las gafas protectoras.