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Berise, habiéndose propulsado en una trayectoria que difería poco de la de su vehículo, desapareció en una densa humareda, quedando oculta a la vista de Toller. Con una mezcla de frío y temor, con los nervios a punto de estallar, Toller cargó su motor y voló en semicírculo alrededor del caos que giraba lentamente, llegando hasta la serenidad azul oscuro del otro lado. Al principio no encontró rastros de Berise; después, vio una mota blanca y centelleante que cambiaba de posición en un fondo de estrellas y espirales plateadas. Sus prismáticos le revelaron que era ella —quizás a más de un kilómetro de distancia—, y alejándose aún, impulsada por la energía que le había proporcionado la velocidad de su vehículo.

Fue tras la mujer, temiendo la posibilidad de encontrar un cuerpo mutilado, y regulando la velocidad y la dirección a medida que se acercaba. El vehículo empezó a girar sobre sí mismo al llegar junto a ella, y Toller tuvo que incorporarse sobre el estribo para poder agarrarla por el brazo y atraerla hacia sí. Supo de inmediato que estaba viva y consciente, porque ella asumió expertamente la dirección del movimiento de ambos, conduciéndose de tal forma que terminó a horcajadas sobre él, cara a cara, con los brazos alrededor de su cuello.

Toller vio el éxtasis maníaco en el rostro de la mujer, sintió la tensión vibrante en su cuerpo a pesar del grueso traje espacial, y en ese momento no pudo hacer otra cosa que besarla. Los labios de Berise estaban fríos, pero Toller, el hombre que había renunciado a las pasiones sexuales para siempre, no pudo evitarlo. Ella se apretó contra él mientras duró el beso; después usó ambas manos para separar sus caras.

—¿Resultó bien, Toller? —preguntó, respirando agitadamente—. ¿No es lo mejor que has visto en tu vida?

—Sí, sí, pero tienes suerte de estar viva.

—¡Lo sé, lo sé!

Rió y volvió a besarlo, y los dos siguieron a la deriva durante un largo rato, perdidos entre las estrellas y los remolinos luminosos de su universo particular.

La mayor parte del tiempo hubo tranquilidad a bordo de la nave espacial. Toller había llevado a cabo la maniobra de inversión a unos trescientos kilómetros por debajo de la zona de ingravidez, y ahora caía suavemente hacia Overland. Durante los siguientes días se requeriría poco más que inyecciones periódicas de gas caliente para dar al enorme globo la suficiente presión interna que evitase que cayera sobre sí mismo. La frialdad del ambiente aéreo estaba mitigada hasta cierto punto por el quemador alimentado por cristales, y por el hecho de que ahora era una práctica corriente cubrir las barquillas con una vitela a fin de evitar la entrada de aire frío a través de las rendijas de las paredes y la plataforma.

Sin embargo, a pesar de todo, aún hacía mucho frío dentro del espacio reducido de la barquilla; y cuando Berise se quitó la blusa, Toller —que ya estaba bajo el edredón— le tendió la mano, pero ella se retrasó un momento. Estaba arrodillada a su lado, sujetando una de las cuerdas transversales que eran vitales para moverse en ausencia de gravedad.

—¿Estás seguro de esto? —le dijo—. No has sido discreto en absoluto.

Se refería al hecho de que Toller había anunciado su intención de presentársela al rey y, en vez de volver a Overland en bolsa de caída, utilizó una nave espacial exclusivamente para los dos.

—¿Estás tratando de darme la oportunidad para cambiar de opinión? ¿O es precisamente para evitar que cambie de opinión?

Berise inclinó un poco la cabeza.

—Estoy pensando en lady Gesalla. Estoy segura de que alguien se lo dirá, y no me gustaría que después tú me mirases con ojos helados.

—Lady Gesalla y yo vivimos hoy en mundos diferentes —dijo Toller—. Los dos hacemos lo que nos place.

—En ese caso…

Berise deslizó su helado cuerpo bajo el edredón, haciendo que él diera un salto al contacto de sus dedos fríos.

En los días y noches que siguieron, mientras los meteoros centelleaban por todas partes, Toller redescubrió los aspectos vitales de su propio ser, comprendiendo hasta qué punto su vida se había vuelto árida y deficiente en los años anteriores. La experiencia fue increíblemente dulce, e insoportablemente amarga al mismo tiempo: una voz interior le decía que de alguna forma se estaba asesinando a sí mismo. Que estaba cometiendo un suicidio espiritual, mientras los meteoros centelleaban por todas partes.

PARTE III — Invasiones silenciosas

Capítulo 11

Durante los ochenta días transcurridos desde la desaparición de Sondeweere, Bartan Drumme había desarrollado una nueva forma de vida.

Cada mañana salía y realizaba algún esfuerzo para cultivar las zonas más cercanas de su granja, puesto que aquello era un deber que debía cumplir, pero su auténtica preocupación estaba relacionada con la provisión de garrafas de vidrio y cerámica, la fuente de su mantenimiento y consuelo. La producción y consumo de vino ocupaba la mayor parte de sus horas de vigilia. Había aprendido a emplear refinamientos tales como usar levadura fresca o esperar que el vino se clarificara, siendo esto último una operación de pura estética que no tenía ningún efecto sobre el contenido en alcohol de la bebida.

En cuanto una vasija de vino se acababa, sacaba los posos con un sifón y vertía en su interior una nueva cantidad de zumo de frutas o de bayas, comenzando de nuevo la fermentación con el sedimento de la levadura vieja. La levadura se contaminaba fácilmente de otras especies salvajes, produciendo vinos defectuosos por la acidez y la falta de sabor, pero el método tenía la ventaja de ser rápido.

La eficacia de la producción era lo único que le importaba a Bartan. Enfermaba con frecuencia o se veía aquejado con diarreas producidas por beber sus defectuosas pociones, pero eso le parecía un precio bajo por tener la posibilidad de escapar a su culpa y dormir durante toda la noche. El asunto funcionaba por el hecho de que tenía poca necesidad de alimento sólido, y los vasos burbujeantes le proporcionaban casi toda la nutrición que requería para dejar que los días pasaran.

Ahora que la familia Phoratere se había marchado del Cesto, no contaba con la compañía de ningún campesino. Sin embargo, había dejado de ir a Nueva Minnett para pasar un rato en la taberna. El viaje empezó a hacerse tedioso y falto de sentido cuando vio que podía beber todo lo que quisiera sin salir de su casa, y además había detectado que a veces le recibían con cierta frialdad. El alcalde Karrodall le aconsejó en una ocasión sobre su hábito de beber y su aspecto personal, y se había convertido en una persona mucho menos agradable con quien pasar las horas de ocio.

Volviendo de los campos un día, justo después de la puesta del sol, advirtió que algo se movía entre el polvo del camino delante de él. Una inspección más atenta le descubrió que era una de aquellas orugas, la primera que veía desde hacía mucho tiempo. La brillante criatura marrón avanzaba trabajosamente por el camino en dirección a la casa, mostrando algunos destellos ocasionales del gris claro de su vientre cuando trepaba por los guijarros.

Bartan la contempló durante un momento, torciendo la boca en un gesto de asco, y después buscó una piedra grande. Encontró una que tuvo que levantar con las dos manos, y la arrojó sobre la oruga. Desviando la mirada para no ver el nausebundo resultado de su obra, pasó por encima de la piedra y continuó su camino.

En el suelo de Overland existían muchas y diversas formas de vida —la mayoría repugnantes a la vista—, pero él solía dejarlas en paz. La única excepción eran esas orugas, a las que destruía sistemáticamente.