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Capítulo 12

Se había empleado mucho esfuerzo e ingenio para dar la impresión de que el jardín existía desde hacía siglos. Algunas de las estatuas fueron deliberadamente descantilladas al objeto de que adquiriesen un viso de antigüedad, y los muros y bancos de piedra habían sido envejecidos artificialmente por medio fluídos corrosivos. Las flores y los setos provenían de semillas de Land, o eran variedades nativas con gran parecido a las del Viejo Mundo.

En cierto modo, Toller Maraquine simpatizaba con el proyecto, considerando que el jardín podía contrarrestar el doloroso vacío de la hora del crepúsculo, pero se sorprendía por los elementos psicológicos implicados. El rey Chakkell tenía garantizado un puesto en la historia gracias a sus logros personales desde la llegada a Overland, pero en cierto modo eso no le satisfacía por completo. Obviamente, anhelaba poseer las mismas cosas de que sus predecesores habían disfrutado; no sólo el poder, sino también los adornos y símbolos que lleva consigo el poder. Una motivación idéntica había conducido a la muerte al rey de los hombres nuevos, reforzando la creencia de Toller de que nunca sería capaz de comprender la mentalidad de quienes necesitaban mandar sobre otros.

—Estoy muy satisfecho con el resultado —dijo el rey Chakkell, pasando la mano sobre su panza al caminar, como si saliera de un banquete—. Los gastos han significado un gran drenaje para nuestros recursos, pero ahora, con Rassamarden muerto, me puedo deshacer de todas esas fortalezas flotantes. Las dejaremos caer sobre Land y, con suerte, matarán a unos cuantos más de esos advenedizos apestados.

—No creo que sea una buena idea —dijo Toller, impulsivamente.

—¿Qué tiene de malo? En algún lugar tienen que caer, y es mejor que sea sobre ellos que sobre nosotros.

—Me refiero a que las defensas deberían mantenerse.

Toller sabía que le correspondía presentar argumentos lógicos apropiados para un mariscal, pero le resultaba difícil concentrar sus pensamientos en problemas objetivos tales como las estrategias de guerra. Berise y él habían aterrizado en su nave espacial hacía pocas horas, y ahora necesitaba hablar con su esposa Gesalla.

Chakkell extendió los brazos deteniendo el paseo por el jardín.

—¿Qué opinas tú, Zavotle?

Ilven Zavotle, que tenía una mano apretada contra su estómago, pareció sorprenderse.

—Le ruego me perdone, majestad. ¿Cuál era la pregunta?

Chakkell le dirigió una mirada ceñuda.

—¿Qué te pasa estos días? Pareces más preocupado por tus tripas que por cualquier cosa que yo diga. ¿Estás enfermo?

—Es sólo una leve indigestión, majestad —respondió Zavotle—. Puede que la comida de la cocina real sea demasiado nutritiva para mí.

—En ese caso, tu estómago tiene razones para estarme agradecido. Propongo desmantelar la barrera de defensa aérea y dejar caer las fortalezas sobre Land. ¿Qué opinas de eso?

—Eso advertiría al enemigo de nuestra carencia de defensas.

—¿Y qué importa si no tienen medios ni propósitos de atacar?

—El sucesor de Rassamarden pudiera ser tan ambicioso como él —intervino Toller—. Los landeses podrían enviar otra flota.

—¿Después de la destrucción total de la última?

Toller se dio cuenta de que el rey empezaba a impacientarse, pero no quería ceder.

—En mi opinión deberíamos conservar todos los vehículos de combate, y suficientes estaciones para mantener a éstos y a sus pilotos.

Para su sorpresa, el rey emitió una sonora carcajada.

—¡Ya comprendo! —dijo Chakkell jovialmente, dando a Toller una palmada en el hombro—. Todavía no has crecido, Maraquine. Siempre necesitas tener un juguete nuevo. Los vehículos son tus juguetes y la zona de ingravidez tu patio de juegos, y quieres que yo siga pagando los gastos, ¿verdad?

—Por supuesto que no, majestad.

Toller no hizo ningún esfuerzo por disimular el hecho de que estaba ofendido. Gesalla le había hablado con frecuencia de forma similar y… «¡Gesalla! He sido infiel a nuestro amor, y ahora debo confesártelo. Si pudiera lograr que me perdonases, te juraría que nunca más…»

—Claro que comprendo en parte tu punto de vista —siguió Chakkell—, ahora que conozco a tu pequeña compañera.

—Majestad, si se refiere a la capitana del espacio Narrinder…

—¡Vamos, Maraquine! No intentes convencerme de que no te has acostado con esa preciosidad —Chakkell se divertía, reanudando su juego particular ahora que había descubierto un punto vulnerable en su oponente—. Es evidente, hombre. ¡Se ve en tu cara! ¿Qué dices, Zavotle?

Concentrado en masajear su estómago, Zavotle dijo:

—Creo que si quemamos las estaciones de mando y las fortalezas, las cenizas caerán en cualquier parte, sin hacernos daño ni revelar información al enemigo.

—Una idea excelente, Zavotle, y te la agradezco; pero no has contestado a mi pregunta.

—No me atrevo, majestad —dijo Zavotle con ironía—. Para ello tendría que contradecir a un rey, o insultar a un noble que tiene fama de reaccionar violentamente en tales casos.

Toller le dedicó un ademán afectuoso.

—Lo que estás diciendo es que la vida privada de un hombre le pertenece a él.

—¿Vida privada? —Chakkell sacudió divertido la cabeza—. Toller Maraquine, mi viejo adversario, mi viejo amigo, mi viejo bufón de la corte…, no puedes remar contra la corriente y a favor de ella al mismo tiempo. Los mensajeros, en sus bolsas de caída, precedieron tu llegada a Prad hace días, y las noticias de tu luna de miel con la deliciosa capitana del espacio Narrinder se han extendido a lo largo y a lo ancho del planeta. Ella se ha convertido en una heroína…, y tú en un héroe nacional. En las tabernas, vuestra unión ha sido bendecida con un millón de tragos de cerveza. Mis súbditos, muchos de los cuales parecen ser románticos bobalicones, os ven como una pareja unida por el destino; pero ninguno de ellos tiene la nada envidiable obligación de explicarle eso a lady Gesalla. Y en cuanto a mí, casi creo que preferiría enfrentarme a Karkarand.

Toller dirigió al rey una reverencia formal, disponiéndose a marcharse.

—Como antes dije, majestad, la vida privada de un hombre debe pertenecerle a él.

Cabalgando hacia el sur por el camino que conecta Prad con la ciudad de Heevern, Toller llegó a una cima y, por primera vez en casi un año, vio su casa.

Aún faltaban varios kilómetros hacia el suroeste, y la casa de piedra gris parecía blanca bajo el sol del posdía, resaltando claramente entre las franjas verdes del paisaje. Toller trató de invocar sentimientos de alegría y de cariño hacia aquel lugar y, al no lograr materializarlos, el sentimiento de culpa se hizo aún más intenso.

«Soy un hombre afortunado», se dijo, decidido a imponer la voluntad sobre el sentimiento. «Mi bella esposa se encuentra dentro de esa casa, y si me perdona el pecado que he cometido contra ella, tendré el privilegio de ser su amado compañero durante el resto de nuestros días. Incluso si no lo hace en seguida, lograré ganármelo siendo lo que ella desea que yo sea, el Toller Maraquine que comprendo que debo ser, y el que realmente anhelo ser; y disfrutaremos juntos los años del crepúsculo. ¡Eso es lo que quiero!».

Desde el elevado lugar en que se hallaba, podía ver tramos intermitentes del camino que conducía hacia la carretera norte-sur, y su atención fue atraída por una mancha blanca y borrosa: un jinete dirigiéndose hacia la carretera principal. El pequeño catalejo que llevaba desde niño le reveló un cuernazul con las patas delanteras color crema, y supo en seguida que el jinete era su hijo.

Esta vez no fue necesario provocar la alegría. Había echado mucho de menos a Cassyll, principalmente por los lazos de sangre, pero también por la satisfacción que había encontrado al trabajar antes con él. En las anormales circunstancias de la guerra aérea casi había olvidado los proyectos que habían concebido juntos, pero a ambos les quedaba mucho que hacer, lo bastante para ocupar todos los días de la vida de cualquier hombre. Era absolutamente prioritario detener la tala de árboles y lograr que jamás se reanudara; de lo contrario, los pterthas volverían a convertirse en enemigos invencibles. La clave del futuro se encontraba en el desarrollo de los metales. El rechazo del rey Chakkell a enfrentarse con el problema impelía aún más a Toller a reunirse con su hijo para reanudar el trabajo.