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Se apresuró hacia el cruce de los caminos, anticipando el momento en que Cassyll tendría que verlo. Era el mismo cruce en que empezó el desgraciado incidente con Oaslit Spennel, pero apartó los recuerdos de su mente a medida que Cassyll y él se acercaban por sus senderos convergentes. Cuando estuvieron a menos de doscientos metros y nada sucedió, Toller empezó a sospechar que su hijo cabalgaba con los ojos cerrados, con la confianza de que el cuernazul encontraría el camino hacia la fundición.

—¡Despierta, dormilón! —gritó—. ¿Qué manera de recibirme es ésa?

Cassyll lo miró sin dar muestra de sorpresa, volvió la cabeza hacia otro lado y continuó cabalgando a la misma velocidad. Llegó el primero al cruce de carreteras y, para asombro de Toller, giró hacia el sur. Toller lo llamó por su nombre, gritando, y galopó tras él. Alcanzó al cuernazul de su hijo y lo detuvo cogiéndolo de las riendas.

—¿Qué te ocurre, hijo? —dijo—. ¿Estabas dormido?

Los ojos grises de Cassyll eran fríos.

—Estaba totalmente despierto, padre.

—¿Entonces qué…? —Toller estudió el rostro ovalado, recordando el próximo encuentro con Gesalla, y toda su alegría se desvaneció—. Así que ésas tenemos.

—¿Tenemos qué?

—No te escudes con palabras, Cassyll. Lo que sea que pienses de mí, al menos habla francamente, como yo hago contigo. Bueno, ¿cuál es el problema? ¿Está relacionado con una mujer?

—Yo… —Cassyll apretó los nudillos de uno de sus puños contra sus labios—. ¿Dónde está, por cierto? ¿Tal vez ha transferido sus atenciones al rey?

Toller reprimió un arranque de ira.

—No sé lo que habrás oído, pero Narrinder es una excelente persona.

—Como ramera, probablemente sí —dijo Cassyll con desprecio.

Toller alzó la mano para abofetearlo, pero al tomar consciencia de la situación, consternado controló el movimiento, bajó la vista y contempló su mano como si fuese un tercero que hubiese intentado inmiscuirse en una discusión privada. Su cuernazul se acercó al de Cassyll, olisqueándolo ruidosamente.

—Lo siento —dijo Toller—. Mi carácter es… ¿Ibas hacia las obras?

—Sí. Voy allí a menudo.

—Me reuniré contigo después; primero tengo que hablar con tu madre.

—Como quieras —el rostro de Cassyll permaneció inexpresivo—. ¿Puedo irme ahora?

—No te detendré más, muchacho —dijo Toller, tratando de controlar su desesperación.

Observó cómo su hijo se alejaba hacia el sur y después reanudó su marcha. No había tenido en cuenta los sentimientos de su hijo, y ahora tenía miedo de que su relación hubiese quedado dañada sin remedio. Quizás el muchacho se aplacaría con el tiempo, pero de momento la principal esperanza de Toller era Gesalla. Si lograba obtener su perdón con rapidez, su hijo quedaría influenciado favorablemente.

La luz solar se estaba extendiendo sobre el gran disco de Land, suspendido arriba, recordando a Toller que el posdía ya estaba muy avanzado. Aceleró el paso de su cuernazul; aquí y allá, en los campos circundantes, los campesinos que trabajaban se detenían para saludarlo cuando pasaba junto a ellos. Los agricultores arrendatarios lo apreciaban, sobre todo porque les cobraba rentas que eran poco más que simbólicas, y deseó que todas las relaciones humanas pudiesen ser reguladas con igual facilidad. El rey había bromeado respecto a su próximo encuentro con Gesalla, y Toller podía recordar ocasiones en que había estado menos inquieto al inicio de una batalla de lo que estaba en aquel momento en que se preparaba para recibir los reproches, el desprecio y la furia de su esposa. Los amantes tenían armamentos intangibles: palabras, silencios, expresiones y gestos que podían infligir heridas más profundas que las espadas o las lanzas.

Al llegar al recinto amurallado de la casa tenía la boca seca, y pocos recursos contra la posibilidad de ponerse a temblar. El cuernazul pertenecía a los establos reales, y por tanto Toller tuvo que desmontar y abrir la puerta con sus manos. Dejó al animal dentro y, mientras éste se acercaba lentamente al abrevadero de piedra para beber, él examinó el familiar recinto, con sus setos ornamentales y sus parterres de flores bien cuidados. A Gesalla le gustaba ocuparse de eso personalmente, y su toque experto era evidente en cualquier lugar donde mirase; ésto le recordó que estaría con ella en cuestión de segundos.

Oyó que la puerta principal se abría y se volvió, para ver que su esposa estaba de pie en el umbral. Llevaba un vestido de color azul oscuro, largo hasta los tobillos, y el pelo recogido sobre la cabeza de forma tal que su mechón plateado parecía una corona. Su belleza era tan completa e intimidante como siempre le había parecido a Toller, y cuando apreció que le sonreía, el peso de la culpa se hizo insoportable. Sólo pudo devolverle una mueca crispada que quería ser una sonrisa, sin moverse del lugar en que se encontraba. Ella se acercó y lo besó en los labios, breve pero cariñosamente; después retrocedió un paso y lo examinó de la cabeza a los pies.

—No estás herido —dijo—. He temido tanto por ti, Toller… parecía tan increíblemente peligroso… pero ahora veo que no estás herido, y puedo respirar otra vez.

—Gesalla… —le cogió ambas manos—. Tengo que hablar contigo.

—Por supuesto que tienes. Y probablemente estarás hambriento y sediento. Entra en casa y te prepararé algo de comer —dijo, tirando de sus manos.

Pero él rehusó moverse.

—Será mejor que me quede aquí afuera —dijo.

—¿Por qué?

—Después de que oigas lo que tengo que decirte, de seguro no seré bien recibido dentro de la casa.

Gesalla lo observó con ojos especulativos, después lo condujo a un banco de piedra. Cuando él se hubo sentado, ella también lo hizo y se acercó, de forma que quedó completamente pegada a él. La intimidad lo emocionó y turbó al mismo tiempo.

—Y ahora, milord —dijo ella suavemente—, ¿qué terribles confesiones tienes que hacerme?

—Yo… —Toller bajó la cabeza—. He estado con otra mujer.

—¿Y qué? —preguntó Gesalla con voz serena y sin cambiar de expresión.

Toller se sorprendió.

—Me parece que no… eh… cuando dije que he estado con otra mujer, quise decir en la cama.

Gesalla rió.

—Sé lo que querías decir, Toller. No soy tonta.

—Pero… —Toller, seguro de que nunca sería capaz de prevenir las reacciones de su esposa, preguntó con cautela—: ¿No estás enfadada?

—¿Piensas traer aquí a esa mujer, para que ocupe mi lugar?

—Sabes que nunca haría eso.

—Sí, lo sé, Toller. Eres un hombre de buen corazón; yo lo sé mejor que nadie, después de los años que hemos vivido juntos —sonrió, y apoyó suavemente una mano sobre él—. Por tanto, no tengo ninguna razón para estar enfadada contigo, ni para reprocharte nada.

—¡Pero no puede ser! —explotó Toller, cada vez más asombrado—. Nunca te has comportado así antes. ¿Cómo puedes quedarte tan tranquila sabiendo cómo te he ofendido?

—Te lo repito. No me has ofendido.