—¿Se ha invertido el mundo de repente? —preguntó Toller—. ¿Estás diciendo que es aceptable y correcto que un hombre traicione a su esposa única, a la mujer a quien ama?
Gesalla sonrió y su mirada se hizo más profunda y compasiva.
—¡Pobre Toller! Sigues sin entender nada, ¿verdad? Todavía no sabes por qué durante años has sido como un águila encerrada en una jaula. ¿Por qué aprovechas cualquier oportunidad para poner en peligro tu vida? Todo es un misterio impenetrable para ti, ¿verdad?
—Me exasperas, Gesalla. Por favor, no me hables como si fuese un niño.
—Pero ésa es la cuestión: eres un niño. Nunca has dejado de serlo.
—Estoy harto de que la gente me diga eso. Quizá debiera volver otro día. Tal vez, si la fortuna me sonríe, te encuentre menos enigmática.
Toller intentó incorporarse pero Gesalla lo retuvo.
—Hace un momento hablaste de traicionar a la mujer que amas —dijo ella, con el tono más suave y cariñoso que había empleado jamás—, y ahí está la fuente de toda tu angustia. Ya ves, Toller…
Gesalla se interrumpió y, por primera vez desde que se encontraron, su compostura pareció menos perfecta.
—Sigue.
—Ya ves, Toller. No me amas.
—¡Eso es mentira!
—Es verdad, Toller. Siempre he comprendido que las duraderas brasas del amor son más importantes que la breve llama ardiente que caracteriza al principio. Si tú también lo entendieses así y lo aceptaras, podrías seguir siendo feliz conmigo, pero… eso no concuerda con tu carácter. En absoluto. Mira todos tus otros amores: el ejército, las naves espaciales, los metales. Siempre tienes alguna meta imposible en mente, y cuando se demuestra que es ilusoria, tienes que encontrar otra para sustituirla.
Toller estaba escuchando cosas que no deseaba oír, y el odiado gusano del desencanto estaba empezando a agitarse en el centro de su ser.
—Gesalla —dijo, esforzándose por parecer razonable—, te estás dejando arrastrar por las palabras. ¿Cómo podría enamorarme de los metales?
—¡Para ti fue fácil! No podías limitarte a descubrir un nuevo material y experimentar con él. Tenías que conducir una cruzada. Ibas a terminar con la tala de brakkas para siempre, ibas a iniciar una nueva era gloriosa en la historia, ibas a ser el salvador de la humanidad. Y cuando empezabas a comprender que Chakkell y los que son como él nunca cambiarían sus costumbres…, llegó la nave de Land.
»Eso te salvó, Toller. Te proporcionó otra meta brillante, aunque sólo por poco tiempo. La guerra terminó demasiado pronto para ti. Y de nuevo te encuentras en el mundo monótono y normal… y estás envejeciendo. Y, lo peor de todo, no hay ningún nuevo reto a la vista. La única perspectiva es vivir tranquilamente, aquí o en algún otro lugar, hasta que llegue la muerte. Una muerte tan normal como la de los demás mortales. ¿Puedes hacer frente a esa perspectiva, Toller? —Gesalla clavó su mirada solemne en la de él—. Porque si no puedes, preferiría que viviésemos separados. Quiero pasar el resto de mis días en paz, y no me resulta nada placentero contemplar con qué intensidad buscas nuevos métodos para acabar con tu vida.
El gusano empezó ahora a comerle ávidamente, y en su interior crecía un gran vacío.
—Debe de ser muy agradable poseer tanto conocimiento y sabiduría, tener tal control de las emociones…
—¿El antiguo sarcasmo, Toller? —Gesalla apretó con su mano caliente la de él—. Es injusto que pienses que no he llorado amargamente por ti. Fue la noche que pasé contigo en el palacio cuando al fin vi el fondo de este asunto. Me enfurecí contigo por ser lo que no podías evitar ser, y durante un tiempo te odié, y derramé muchas lágrimas. Pero eso fue en el pasado. Ahora lo que me preocupa es el futuro.
—¿Tenemos un futuro?
—Yo tengo un futuro. Lo he decidido. Y ha llegado el momento de que tú hagas tu propia elección. Sé que hoy te he hecho mucho daño, pero era inevitable. Ahora voy a volver a la casa. Quiero que te quedes aquí afuera hasta que tomes una decisión y, cuando lo hayas hecho, podrás venir conmigo… o marcharte. Sólo te exijo una cosa: que la decisión sea total e irrevocable. No entres en la casa a menos que sepas de verdad que puedo hacerte feliz hasta tus últimos días, y que tú puedes hacer lo mismo por mí. No debe haber ninguna reserva. Es imprescindible.
Gesalla se puso en pie con ligereza y lo miró.
—¿Me das tu palabra?
—Te la doy —dijo Toller aturdido, atormentado por el temor de que aquélla fuera la última vez que viera la cara de su esposa única.
Contempló como entraba en la casa. Cerró la puerta sin volverse a mirarlo y, cuando ella desapareció, él se quedó de pie y empezó a pasear sin objetivo por el recinto. La sombra del muro oeste se extendía, oscureciendo los colores de las flores al tocarlas, añadiendo un poco de frescor al aire.
Toller levantó la vista hacia Land, que cada vez brillaba más, y en un instante recorrió el curso de su vida, desde su nacimiento en el lejano planeta hasta el tranquilo recinto donde ahora se encontraba. Todo lo que le había ocurrido parecía conducirlo al momento presente. Mirando hacia atrás, su vida aparecía como un camino continuo y claro que había seguido sin esfuerzo consciente; pero ahora, de pronto, el sendero se dividía. Debía tomar una decisión trascendental, y acababa de darse cuenta de que no se encontraba preparado para tomar tales decisiones.
Esbozó una triste sonrisa al recordar que sólo minutos antes estaba preocupado por su devaneo con Berise Narrinder como si fuese algo importante. Gesalla supo lo que ocurría mucho antes que él, como siempre. Había llegado a una bifurcación del camino, y tenía que escoger uno de los dos que ahora se abrían ante él. ¡Uno u otro!
Mientras vagaba por el recinto, el sol continuó su descenso hacia el horizonte y las estrellas diurnas aumentaron en número. La burbuja transparente de un ptertha se deslizó sobre su cabeza, arrastrada por una brisa que no se notaba en el recinto rodeado de muros cubiertos de enredaderas. Cuando aparecieron varios remolinos plateados en el azul oriental, Toller se detuvo, tranquilizado tras haber conseguido un mayor conocimiento de sí mismo, por una mayor comprensión de la razón por la que había tardado tanto en elegir el futuro del curso de su vida.
¡No había ninguna decisión que tomar! ¡No había ningún dilema!
El asunto estaba decidido, incluso mientras Gesalla lo expresaba en palabras: nunca podría hacerla feliz, porque él era un hombre vacío que nunca podría hacerse feliz a sí mismo; y el subsiguiente retraso había sido causado por su cobarde incapacidad para enfrentarse a la verdad.
«La verdad es que estoy en medio del camino hacia la muerte», se dijo, «y todo lo que me queda es encontrar un método adecuado para terminar lo que he empezado».
Dejó escapar un trémulo suspiro, se dirigió hacia el cuernazul y lo condujo hacia la puerta del recinto. Sacó fuera al animal y, mientras cerraba la verja, miró por última vez hacia la casa adormecida. Gesalla no estaba tras ninguna de las ventanas oscuras. Subió al cuernazul y lo hizo marchar a paso lento y balanceante por el camino que conducía hacia el este. Los trabajadores ya habían abandonado los campos, y el mundo parecía desierto.
—¿Y ahora qué? —le preguntó al universo en voz alta, y sus palabras se desvanecieron rápidamente en la tristeza del crepúsculo que lo rodeaba—. Por favor, ¿qué hago ahora?
Había un diminuto punto en movimiento sobre el camino delante de él, casi en el límite de su visión. En su estado normal, Toller habría sacado su catalejo para procurarse información respecto al viajero que se acercaba, pero en esta ocasión el esfuerzo le pareció excesivo. Dejó que el desarrollo natural de los acontecimientos, con su paso mesurado, hiciese el trabajo por él.
Poco después pudo distinguir una carreta conducida por una figura solitaria, y minutos más tarde vio que carreta y ocupante se encontraban en un estado lamentable. El vehículo había perdido gran parte de las tablas, y las ruedas oscilaban notablemente sobre sus desvencijados ejes. El carretero era un joven barbudo, tan cubierto de polvo que parecía una estatua de arcilla.
Toller desvió a su cuernazul hacia un lado de la carretera para dejar paso al forastero, y se sorprendió cuando la carreta se detuvo a su lado. El joven le observó con ojos enrojecidos, e incluso antes de que hablase se hizo evidente que estaba muy borracho.
—Perdóneme, señor —farfulló—, ¿tengo el honor de dirigirme a lord Toller Maraquine?
—Sí —contestó Toller—. ¿Por qué lo preguntas?
El hombre barbudo se tambaleó durante un momento, y después esbozó inesperadamente una sonrisa que, a pesar de su estado desaliñado y sucio, tenía encanto juvenil.
—Mi nombre es Bartan Drumme, milord, y he venido a buscarle con un único objetivo, que estoy seguro de que le parecerá interesante.
—Lo dudo mucho —dijo Toller fríamente, preparándose para continuar su camino.
—¡Pero, milord! Creía que como jefe de la Defensa Aérea le interesaban todos los asuntos relacionados con el cielo.
Toller sacudió la cabeza.
—Todo eso ha terminado ya.
—Siento oírlo, milord —Drumme cogió una botella y la destapó, después se detuvo y dirigió una mirada sombría a Toller—. Eso significa que tendré que solicitar una audiencia con el rey.
A pesar de las preocupaciones que ocupaban su mente, Toller no pudo reprimir una carcajada.
—Sin duda quedará fascinado por lo que tengas que decirle.
—Sin duda alguna —dijo Drumme, sosegado por su embriaguez—. Cualquier soberano de la historia se entusiasmaría con la idea de plantar su bandera en el planeta que llamamos Farland.