Fui por la ribera unas cincuenta yardas y deshice el camino para volver donde estaba mi canoa, bastante lejos por debajo de la casa. Me metí de un salto y salí corriendo. Fui río arriba lo bastante lejos para llegar a la punta de la isla, y después empecé a cruzar. Me quité el bonete, porque no quería ir como con orejeras. Cuando estaba hacia la mitad del camino oí que el reloj empezaba a dar las horas, así que me paré a escuchar; el ruido se oía débil por encima del agua, pero con claridad: las once. Cuando llegué a la punta de la isla no me paré a descansar, aunque estaba sin aliento, sino que me metí directamente donde estaba mi antiguo campamento y encendí una buena hoguera, en un sitio alto y seco.
Después salté a la canoa y fui a nuestro sitio, una milla y media más abajo, todo lo rápido que pude. Desembarqué y avancé entre los árboles hasta el cerro y llegué a la cueva. Allí estaba Jim, dormido como un tronco en el suelo. Lo desperté y le dije:
—¡Levántate y prepárate, Jim! No hay ni un minuto que perder. ¡Nos están buscando!
Jim no hizo ninguna pregunta ni dijo una palabra; pero por la forma en que trabajó la media hora siguiente se veía que estaba asustadísimo. Para entonces teníamos en la balsa todo lo que poseíamos en el mundo y estábamos listos para sacarla de entre los sauces donde estaba escondida. Lo primero que hicimos fue apagar la hoguera de la cueva, y después ya no encendimos ni una vela.
Aparté la canoa de la orilla un poco y me puse a mirar; pero si por allí había un bote no podía verlo, porque las estrellas y las sombras no valen para ver mucho. Luego sacamos la balsa y bajamos entre las sombras, hasta el pie de la isla en total silencio, sin decir ni una palabra.
Capítulo 12
Debía de ser casi la una cuando por fin pasamos el final de la isla y la balsa parecía avanzar muy lenta. Si se acercaba un bote, el plan era meternos en la canoa y avanzar hacia la orilla de Illinois, y menos mal que no llegó ninguno, porque no se nos había ocurrido poner la escopeta en la canoa, ni un sedal para pescar, ni nada que comer. Teníamos demasiada prisa para pensar en tantas cosas. No había sido muy inteligente ponerlo todo en la balsa.
Si los hombres iban a la isla, supongo que encontrarían la hoguera que había hecho yo y que esperarían toda la noche a que llegara Jim. En todo caso no se nos acercaron, y si aquella hoguera no los engañó, no era culpa mía. Yo había hecho todo lo posible por despistarlos.
Cuando se empezó a ver la primera luz del día amarramos a una barra de arena que había en una gran curva del lado de Illinois, cortamos ramas de alamillo con el hacha y tapamos la balsa con ellas para que pareciese que había habido un corrimiento de tierras por aquella orilla. En esas barras de arena hay alamillos tan apretados como los dientes de un rastrillo.
Veíamos montañas en el lado de Missouri y mucho bosque en el de Illionois, y el canal, por aquella parte, corría del lado de Missouri, de forma que no teníamos miedo de encontrarnos con nadie. Nos quedamos allí todo el día viendo las balsas y los barcos de vapor que bajaban por el lado de Missouri y los barcos de vapor que subían río arriba peleando contra la corriente en el centro. Le conté a Jim todo lo que había pasado cuando estuve hablando con la mujer y Jim dijo que era muy lista y que si fuese ella quien nos buscara no iba a quedarse sentada vigilando una hoguera; no, señor, iría con un perro. Bueno, entonces, dije yo, ¿por qué no podía decirle a su marido que buscara un perro? Jim dijo que seguro que se le ocurría cuando los hombres se pusieran en marcha, y que suponía que debía de haber ido a la parte de arriba del pueblo a buscar un perro, de forma que habían perdido todo aquel tiempo, o si no, no estaríamos allí en la barra de arena a dieciséis o diecisiete millas por debajo del pueblo; no, señor, estaríamos otra vez en el pueblo. Así que yo dije que no me importaba por qué no llegaban, mientras no llegaran.
Cuando empezó a oscurecer asomamos las cabezas entre los alamillos y miramos arriba y abajo y a los lados pero no vimos nada, así que Jim sacó algunos de los troncos de arriba de la balsa y construyó un wigwam muy cómodo para refugiarnos cuando hiciese mucho calor o lloviera y para tener las cosas en seco. Jim preparó un suelo para el wigwam y lo levantó un pie más por encima del nivel de la balsa, de forma que las mantas y las trampas estaban fuera del alcance del oleaje de los barcos de vapor. Justo en medio del wigwam pusimos una capa de polvo de cinco o seis pulgadas de grueso y la rodeamos con un bastidor para que no se saliera; era para hacer fuego cuando lloviese o hiciera frío; con el wigwam no se podría ver. También preparamos un timón de repuesto, porque uno de los que teníamos podía romperse o engancharse o lo que fuera. Preparamos un palo con una horquilla del que colgar el viejo farol, porque siempre tendríamos que encenderlo cuando viéramos un barco de vapor que venía río abajo, para que no nos pasara inadvertido, pero no teníamos que encenderlo para los que iban río arriba salvo que nos viéramos en lo que ellos llaman «entre corrientes», porque el río seguía muy alto y las riberas bajas continuaban sumergidas, de forma que los barcos que lo remontaban no subían siempre por el canal, sino que iban buscando aguas más fáciles.
La segunda noche navegamos entre siete y ocho horas, con una corriente que iba a más de cuatro millas por hora. Pescamos y charlamos y de vez en cuando nos echamos a nadar para no quedarnos dormidos. Era bastante solemne aquello de bajar por el gran río silencioso, echados de espaldas y mirando a las estrellas, y no nos daban ganas de hablar en voz alta ni nos reímos mucho, sólo alguna risa en voz baja. En general nos hizo muy buen tiempo y no nos pasó nada, ni aquella noche ni la siguiente ni la otra.
Todas las noches pasábamos junto a pueblos, algunos de ellos a lo lejos en cerros negros, sin ver nada más que el resplandor de unas luces, y ni una sola casa. La quinta noche pasamos junto a Saint Louis y era como si el mundo entero estuviera iluminado. En Saint Petersburg decían que Saint Louis tenía veinte o treinta mil habitantes, pero yo nunca me lo creí hasta que vi aquella maravillosa cantidad de luces a las dos de una noche silenciosa. No se oía ni un ruido: todo el mundo dormía.
Todas las noches yo me iba ala orilla junto a alguna aldea y compraba diez o quince centavos de harina o de tocino salado u otras cosas que comer, y a veces me llevaba prestado un pollo que no parecía sentirse cómodo. Padre siempre decía que había que llevarse un pollo cuando se tenía la oportunidad, porque si no lo quiere uno es fácil encontrar a alguien que lo quiera, y una buena obra nunca se olvida. No vi ni una sola vez que no lo quisiera padre, pero en todo caso eso es lo que decía.
Por las mañanas, antes del amanecer, me metía en los campos de maíz y me llevaba prestada una sandía, o un melón, o una calabaza, un poco de maíz nuevo o cosas así. Padre siempre decía que no tenía nada de malo llevarse prestadas cosas si se tenía la intención de pagarlas alguna vez; pero la viuda decía que aquello no era más que robar, por mucho que se disfrazara con palabras, y que las personas decentes no lo hacían. Jim dijo que calculaba que la viuda tenía una parte de razón y papá otra, así que lo mejor sería que escogiéramos dos o tres cosas de la lista y no las volviéramos a tomar prestadas, y entonces calculaba que no tendría nada de malo tomar prestadas las otras. Así que nos pasamos toda una noche hablando de eso, mientras íbamos río abajo, tratando de decidir si eliminábamos las sandías, las cantalupas, los melones, o qué. Pero para el amanecer lo teníamos todo resuelto satisfactoriamente y concluimos que eliminaríamos las reinetas y los caquis. Antes no nos habíamos sentido bien del todo, pero ahora ya estábamos tranquilos. Yo me alegré de haberlo resuelto así, porque las reinetas nunca están buenas y los caquis no estarían maduros hasta dentro de dos o tres meses.