—Entra ahí en la sala y quédate hasta que vuelva yo. Has ido a hacer algo que no debías y te apuesto a que me entero de lo que era antes de haber terminado contigo.
Así que se marchó mientras yo abría la puerta y entraba en la sala. ¡Dios mío, cuánta gente había allí! Quince labradores, y cada uno de ellos con un arma. Me sentí de lo más mal, me dejé caer en una silla y me quedé sentado. También ellos estaban sentados, algunos hablando un poco, en voz baja, y todos inquietos y nerviosos, tratando de fingir que no lo estaban; pero yo sabía que sí porque no hacían más que quitarse los sombreros y volvérselos a poner, rascarse las orejas y cambiar de asiento y abrocharse y desabrocharse. Yo tampoco estaba tranquilo, pero de todas formas no me quité el sombrero.
Lo que me apetecía era que llegara la tía Sally y me diera la paliza para acabar con el asunto, si quería, y me dejara marcharme a decirle a Tom cómo habíamos exagerado todo y en menudo avispero que nos habíamos metido, de forma que pudiésemos dejar de hacer el tonto y largarnos con Jim antes de que a aquellos palurdos se les acabara la paciencia y se nos echaran encima.
Por fin llegó y empezó a hacerme preguntas, pero yo no podía contestarlas a derechas y no sabía qué decir, porque aquellos hombres estaban tan nerviosos que algunos querían empezar inmediatamente y lanzarse encima de aquellos bandoleros, porque como decían no faltaban más que unos minutos para la medianoche, mientras otros trataban de frenarlos y esperar a que llegara el balido; mientras tanto, allí estaba la tía Sally venga de hacer preguntas, y yo todo tembloroso y a punto de desmayarme de miedo que tenía, y cada vez hacía más calor y la mantequilla estaba empezando a derretirse y a correrme por el cuello y por detrás de las orejas, hasta que uno de aquéllos va y dice:
—Yo estoy por ir primero a la cabaña inmediatamente y agarrarlos allí cuando lleguen.
Casi me desmayé y me goteó un chorro de mantequilla por la frente. Cuando la tía Sally lo vio se puso blanca como una sábana, y va y dice:
—Por el amor del cielo, ¿qué le pasa a este chico? ¡Seguro que tiene la fiebre cerebral y se le están saliendo los sesos! Todo el mundo vino corriendo a ver qué pasaba, ella me quitó el sombrero y con él salió el pan y lo que quedaba de la mantequilla; entonces me abrazó, diciendo: —¡Qué susto me has dado! Y cuánto me alegro de que no sea nada peor, porque no tenemos más que problemas, y es que las desgracias nunca vienen solas, y cuando he visto eso creí que te ibas a morir, porque imaginaba por el color que era como si los sesos se te fueran a … Dios mío, Dios mío, ¿por qué no me dijiste lo que habías bajado a buscar? No me habría importado. ¡Ahora vete a la cama y que no te vuelva yo a ver hasta mañana!
Subí las escaleras en un segundo, bajé por el pararrayos en otro y busqué el cobertizo en medio de la oscuridad. Casi no podía ni hablar de preocupado que estaba, pero le dije a Tom lo más rápido que pude que teníamos que largarnos sin perder ni un minuto: ¡la casa estaba llena de hombres armados!
Le brillaron mucho los ojos, y va y dice:
—¡No! ¿De verdad? ¡Hombre, Huck, si tuviéramos que hacerlo otra vez, seguro que hacíamos venir a doscientos! Si pudiéramos aplazarlo…
—¡Rápido! ¡Rápido! —contesté—. ¿Dónde está Jim?
—Ahí a tu lado; si alargas el brazo lo puedes tocar. Ya está vestido y todo lo demás está. Podemos irnos y dar la señal del balido.
Pero entonces oímos las pisadas de los hombres que se acercaban a la puerta y el ruido que hacían al abrir el candado y que uno de ellos decía:
—Os he dicho que era demasiado temprano; no han llegado: la puerta está cerrada. Vamos, algunos de vosotros vais a la cabaña, los esperáis en la oscuridad y los matáis cuando lleguen, y el resto os dispersáis por ahí y ponéis atención para oírlos llegar.
Así que entraron, pero en la oscuridad no nos podían ver y casi todos nos pisaron mientras nosotros tratábamos de meternos debajo de la cama. Pero conseguimos meternos allí y salir por el agujero, rápido pero sin hacer ruido. Jim primero, yo después y Tom el último, que era lo que había ordenado Tom. Ya estábamos en el cobertizo y oímos las pisadas de los que andaban al lado. Así que nos arrastramos hasta la puerta y Tom nos paró allí y se puso a mirar por la grieta, pero no veía nada de oscuro que estaba, y nos susurró que escucharía hasta que los pasos se alejaran más, y cuando nos diera un codazo Jim tenía que salir el primero y él el último. Así que arrimó la oreja a la grieta y escuchó, escuchó y escuchó, y los pasos seguían dando vueltas al lado todo el tiempo; por fin nos dio un codazo y nos marchamos doblados en dos, sin respirar ni hacer el menor ruido, avanzando a escondidas en fila india hacia la valla hasta que llegamos allí y Jim y yo la saltamos; pero Tom se enganchó los pantalones en una astilla que había en el tronco de arriba, así que tuvo que tirar para soltarse, de forma que la astilla se le rompió e hizo un ruido, y cuando se dejó caer para seguirnos, alguien gritó:
—¿Quién va? ¡Responde o disparo!
Pero no respondimos; nos pusimos en pie y echamos a correr. Entonces oímos unas carreras y un ¡bang, bang, bang!, y, ¡cómo silbaban las balas! Les oímos gritar:
—¡Ahí están! ¡Van al río! ¡A seguirlos, muchachos, y soltad los perros!
Así que se echaron a correr a toda velocidad. Los oíamos bien porque llevaban botas y pegaban gritos, pero nosotros ni llevábamos botas ni gritábamos. íbamos camino del molino, y cuando se nos acercaron mucho nos metimos entre las matas, dejamos que pasaran y luego nos pusimos detrás de ellos. Habían tenido a los perros bien callados para que no asustaran a los ladrones, pero ahora ya los habían soltado y llegaban haciendo tanto ruido que era como si fueran un millón, pero eran los nuestros, así que nos paramos hasta que nos alcanzaron, y cuando vieron que no éramos más que nosotros y que no les ofrecíamos ninguna aventura, se limitaron a saludar y salieron corriendo hacia donde sonaban los ruidos y los gritos, y nosotros volvimos a remontar hacia el río, corriendo detrás de ellos hasta que casi llegamos al molino y luego salimos entre los arbustos adonde estaba atada mi canoa, nos metimos en ella y echamos a remar como locos hacia mitad del río, sin hacer más ruido que el necesario. Luego pusimos la proa con toda tranquilidad hacia la isla donde estaba mi balsa y los oímos gritarse y ladrarse los unos a los otros ribera arriba, hasta que estábamos tan lejos que los ruidos fueron apagándose y desapareciendo. Cuando llegamos a la balsa, voy y digo:
—Ahora, viejo Jim, vuelves a estar libre, y te apuesto a que nunca volverás a ser esclavo.
—Y lo habéis hecho muy bien, Huck; estuvo muy bien planeado y muy bien hecho y no hay naide en el mundo que pueda hacer un plan tan complicado y espléndido como éste.
Todos estábamos muy contentos, pero Tom el más contento de todos porque le habían dado un balazo en una pantorrilla.
Cuando Jim y yo nos enteramos no nos sentimos tan contentos como antes. Le hacía mucho daño y sangraba, así que lo tendimos en el wigwam y desgarramos una de las camisas del duque para vendarlo, pero él va y dice:
—Dadme esas tiras; lo puedo hacer yo solo. Ahora no paréis, no os quedéis por aquí, con una evasión que va tan bien. ¡A los remos y en marcha! ¡Muchachos, ha salido estupendo! De verdad que sí. Ojalá nos hubieran encargado a nosotros la evasión de Luis XVI, y entonces en su biografía no habrían escrito eso de «Hijo de San Luis, asciende al cielo»; no, señor; le habríamos hecho cruzar la frontera, eso es lo que habríamos hecho con él y además con toda facilidad: ¡a los remos… a los remos!