CAPITULO III
En todas estas circunstancias difíciles, de que triunfé felizmente, aunque siempre con peligro de la vida, el valor y la presencia de ánimo me permitieron superar tantos obstáculos. Estas dos cualidades hacen, como todos saben, al buen cazador, al buen soldado y al buen marino. Sin embargo, sería un cazador, un almirante o general imprudente y censurable el que confiara para todo en su valor y presencia de ánimo, sin valerse de los ardides, instrumentos y auxiliares que pueden asegurar el logro de sus empresas. De mí sé decir que estoy a cubierto de este cargo, como quiera que puedo vanagloriarme de haber sido siempre citado así por la excelencia de mis caballos y perros, como por la notable habilidad de utilizarlos.
No querría hablaros de los pormenores de mis caballerizas, de mis perreras, ni de mis salas de armas, como tienen costumbre de hacerlo los palafreneros y picadores; pero no puedo menos de hablaros de dos de mis perros que se distinguieron tan particularmente a mi servicio, que no los olvidaré jamás.
Era el uno un perdiguero, tan infatigable, tan inteligente, tan discreto, por decirlo así, que nadie lo podía ver sin envidiármelo. Lo mismo me servía de día que de noche: de noche le ataba al rabo una linterna, y de este ingenioso modo cazaba tan bien o acaso mejor que de día claro.
Poco tiempo después de mi casamiento, hubo de manifestar mi esposa deseos de asistir a una partida de caza. Tomé yo la delantera para levantar alguna pieza, y muy pronto vi a mi perro detenido ante una bandada de algunos centenares de perdices. Esperé a mi esposa, que venía en zaga con mi teniente y un criado, y la esperé mucho tiempo sin que ella ni nadie apareciera. En fin, demasiado inquieto para esperar más, volví a desandar mis pasos, y cuando estuve a la mitad del camino, oí gemidos lastimeros, que parecían salir de muy cerca; pero por ninguna parte se veía huella ni señal de ser viviente.
Eché pie a tierra, apliqué el oído al suelo, y no sólo me convencí de que los gemidos eran subterráneos, sino que distinguí también la voz de mi esposa, de mi teniente y de mi criado. Observé al mismo tiempo que no lejos del sitio en que estaba se abría un pozo de mina de hulla, y con esto no dudé ya que mi esposa y sus desgraciados compañeros hubieran caído en él. Corrí a galope tendido al pueblo inmediato a buscar a los mineros, los cuales, después de grandes esfuerzos, lograron sacarlos del pozo, que tenía lo menos noventa pies de profundidad.
Subieron primero al criado y su caballo; después al teniente y el suyo, y por último a mi esposa y su yegua. Pero lo más curioso del caso fue que, a pesar de tan espantosa caída, nadie, ni personas, ni animales, recibió daño, fuera de algunas insignificantes contusiones; pero todos estaban poseídos de terror. Como podéis imaginar, no había ya que pensar en la partida de caza, y si, como lo supongo, habéis olvidado a mi perro durante esta narración, me dispensaréis que yo lo haya olvidado igualmente, después de tan terrible acontecimiento.
El día siguiente debía partir para asuntos del servicio, y estuve quince días fuera de mi casa. Luego que estuve de regreso, pregunté por mi Diana. Nadie se había cuidado de ella: mis criados creyeron que me había seguido a mi expedición; y no siendo así, había que renunciar a verla más.
Pero muy pronto una idea luminosa pasó por mi cabeza.
– Acaso se quedara en muestra ante la bandada de perdices de marras -dije para mí-.
Corro sin demora allá, lleno de esperanza y de alegría, y… ¿qué es lo que encuentro? A mi misma perra inmóvil en el mismísimo paraje en que la había dejado quince días antes.
– ¡Salta! -le grité-.
Y el pobre animal salió entonces de su parada y levantó la caza; pero apenas tuvo fuerza para venir detrás de mí: tan extenuado y famélico estaba. Para llevármelo a casa, me vi obligado a tomarlo a caballo; pero ya comprenderéis que me sometí con gusto a esta incomodidad, a trueque de recobrarlo. Algunos días de reposo y buen trato bastaron para volverlo a su estado normal, y hasta muchas semanas después no me encontré en aptitud de resolver un enigma, que sin mi perra acaso no hubiera resuelto nunca.
Sucedió que por espacio de dos días anduve obcecado y tenaz en persecución de una liebre. Mi perra me la traía siempre a tiro y yo no lograba nunca tirarle. No creo en hechicerías, porque he visto cosas extraordinarias para eso; pero confieso que salí con las manos en la cabeza del lance con aquella maldita liebre. Por fin me acerqué tanto a ella, que la tocaba con la boca del cañón de mi escopeta. Entonces le hice dar una voltereta y… ¿qué creeréis, señores, que encontré? Mi liebre tenía cuatro patas en el vientre y otras cuatro en el lomo; y con esto, cuando los pares de abajo estaban fatigados, se volvía como un hábil nadador que hace alternativamente el pez y el barco, y arrancaba de refresco con más garbo.
No he visto ni antes ni después liebre semejante a ésta, y seguramente se me hubiera escapado sin la ayuda de mi inteligente e infatigable Diana. Esta perra aventajaba a todos los individuos de su raza, de tal manera que no temería ser tachado de ponderativo llamándola única, si una lebrela que poseía no le hubiera disputado este mérito. Este animalito era menos notable por su estampa y casta que por su increíble rapidez. Si lo hubierais visto, lo habríais admirado seguramente y no habríais extrañado que yo lo estimara tanto y me complaciera en cazar con él más que con los otros. Esta lebrela corrió tan rápidamente y tanto tiempo a mi servicio, que se gastó las patas hasta por debajo del jarrete, y en su vejez pude emplearla ventajosamente en otros oficios.
Cuando este interesante animal era aún lebrela, o por mejor decir, galga, levantó una liebre, que me pareció extraordinariamente gorda. La perra estaba a la sazón preñada, y me pesaba en verdad ver los esfuerzos que hacía por correr tan rápidamente como antes.
De repente oí ladridos como si anduviera por allí una jauría entera, aunque débiles y agudos; fuime acercando en aquella dirección, y vi entonces la cosa más sorprendente del mundo.
La liebre había parido corriendo, y mi perra, por no ser menos, había hecho otro tanto, habiendo nacido precisamente tantos lebratinos como perros. Por instinto, habían huido los primeros, y por instinto también, no solamente los habían perseguido los segundos, sino que también los habían cogido; de manera que vino a terminar con seis perros y seis liebres una partida de caza que había comenzado con una sola liebre y un solo perro.
Al recuerdo de esta admirable perra no puedo menos de añadir el de un excelente caballo lituano, que era en verdad un animal sin precio. Lo adquirí a consecuencia de una casualidad que me dio ocasión de mostrar gloriosamente mi destreza de jinete, lo que ocurrió de esta manera:
Hallábame en el palacio del conde de Przobowski, en Lituania, y me había quedado en el salón tomando el té con las damas, mientras los caballeros habían ido al patio a ver un hermoso potro de raza recién traído de la yeguada. De repente oímos un grito de angustia.
Bajé apresuradamente la escalera y encontré al caballo tan furioso, que nadie se atrevía a montarlo, ni aun a acercarse a él siquiera; los jinetes más resueltos permanecían allí embarazados e inmóviles, y el espanto se pintaba en todas las caras, cuando de un brinco quedé yo muy bien sentado en su silla; lo sorprendí y quedó desde luego dominado con esta audacia; mis aptitudes hípicas acabaron de domarlo y hacerlo obediente y manso.
A fin de tranquilizar a las damas, hice saltar al potro al mismo salón, pasando por la ventana; hice con él otras muchas suertes al paso, al trote y al galope; y para terminar, le hice saltar sobre la mesa, donde ejecuté las más elegantes evoluciones de la alta escuela, lo que regocijó mucho a la reunión; porque hay que añadir que el potro se dejó gobernar tan bien, que no quebró ni siquiera un vaso.