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Gao Ma hizo un esfuerzo por incorporarse, con la ayuda de la esposa de Llermano Mayor Yu, que le colocó un mugriento edredón detrás de la espalda. Bastó con mirar el rostro de Yu para darse cuenta de que lo sabía todo.

– Muchas gracias y dale también las gracias a Hermano Mayor Yu -dijo mientras las lágrimas empezaban a aflorar.

– Llorar no te va a ayudar -le consoló-. No te atormentes pensando que lo tuyo con Jinju iba a funcionar eternamente. Por ahora, preocúpate sólo de recuperarte. Dentro de unos días me marcho a casa de mi familia y te encontraré a una mujer tan buena como Jinju.

– ¿Qué ha pasado con Jinju? -preguntó preocupado.

– Dicen que su familia la golpea a diario. Cuando los Cao y los Liu se enteraron de la noticia, corrieron a su casa a mediar. Pero, como dice el refrán, no puedes obligar- a un melón a ser dulce. A Jinj u no le espera una vida feliz.

Gao Ma, repentinamente agitado, trató de levantarse del kang, pero ella le detuvo.

– ¿Qué crees que estás haciendo?

– Tengo que ir a ver a Jinju.

– Querrás decir que tienes que ir al encuentro de la muerte. Los Cao y los Liu se encuentran allí. Si te dejas ver, sería un milagro si no te matan.

– ¡Yo… yo los mataré primero! -gritó con fuerza, agitando el puño en el aire.

– Querido Hermano Pequeño -dijo la esposa de Yu severamente-, utiliza la cabeza. No pienses esas cosas. Lo único que vas a conseguir es que te metan una bala en el cuerpo.

Exhausto, Gao Ma se recostó en el kang mientras las lágrimas resbalaban por su desaliñado rostro y se introducían en sus orejas.

– ¿A quién le importa? -lloró-. No tengo a nadie por quien merezca la pena vivir.

– Vamos. No te rindas tan fácilmente. Si Jinju y tú estáis hechos el uno para el otro, nadie podrá separaros eternamente. Después de todo, vivimos en una sociedad nueva, así que tarde o temprano prevalecerá la razón.

– ¿Le podrías enviar un mensaje?

– No hasta que las cosas se calmen un poco. Mientras tanto, controla tus impulsos y concéntrate en recuperarte. Las cosas van a mejorar, no te preocupes.

CAPÍTULO 3

Los ciudadanos plantaban ajo para mantener a sus familias,

enojando a los codiciosos tirarlos que están llenos de odio, enviando

hordas de recaudadores de impuestos para oprimir a las masas, que

se lamentaban de su suerte…

Extracto de una balada cantada en mayo de

1987 por Zhang Kou, el rapsoda ciego, en la

avenida de la Piedra Negra de la capital del

Condado.

Los policías salieron del bosque de acacias abatidos y cubiertos de suciedad, sujetando las pistolas de acero gris en la mano y abanicándose con los sombreros. La cojera del tartamudo había desaparecido, pero sus pantalones estaban desgarrados a raíz de su encuentro con el puchero oxidado; la tela rasgada ondulaba al caminar como si fuera un pedazo de piel muerta. Rodearon el árbol y se situaron delante de Gao Yang. Ambos llevaban la cabeza rapada. El tartamudo, cuyo cabello era negro como el carbón, tenía la cabeza redonda como una pelota de voleibol, mientras que la del otro policía, cuyo cabello era más claro, sobresalía por delante y por detrás, como si fuera un bombo o un tambor.

La hija ciega de Gao Yang se abrió paso por el bosque con su caña de bambú. Él hizo un esfuerzo por mirarla. Cuando su hija llegó a la hilera de árboles que se extendía detrás de la casa de Gao Ma, tuvo que andar a tientas, yendo de acá para allá y gimiendo.

– Papá… Papá… ¿Dónde está mi papá…?

– ¡Maldita sea! -se quejó el policía tartamudo-. ¿De quién fue la idea de dejarle escapar de esa manera?

– ¡Si fueras un poco más rápido, podrías haberle puesto las esposas en la otra muñeca! -replicó Cabeza de Tambor-. Si hubiera tenido las dos manos esposadas, no se habría podido escapar, ¿verdad?

– La culpa es de éste -dijo el tartamudo mientras se ponía de nuevo el sombrero.

Se estiró y tocó el cuero cabelludo de Gao Yang como si lo estuviera frotando y, a continuación, le dio una bofetada.

– Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes? -gimió Xinghua mientras chocaba su caña contra un árbol; cuando alargó la mano para tocarlo, se golpeó la cabeza contra una rama. Su cabeza rapada tenía la raya en el medio como la de un niño… Sus ojos eran negros como el carbón… Su rostro presentaba el típico aspecto ceroso de los desnutridos, como si fuera un tallo de ajo marchito… Desnuda de cintura para arriba, iba vestida únicamente con unos calzones rojos cuya goma se había dado tanto de sí que colgaban sueltos sobre sus caderas… Calzaba unas sandalias rojas de plástico con los cordones rotos…

– Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes?

El bosque de acacias, como una densa nube, se convirtió para ella en un oscuro telón. Gao Yang trató de gritarle, pero los músculos de su garganta estaban atados con nudos y no salió de ella el menor sonido. No estoy llorando. No estoy llorando…

El policía volvió a golpearle en la cabeza, pero no lo sintió; trató por todos los medios de liberarse y de gritar y su nariz detectó el traslúcido sudor pegajoso en su cuerpo: el hedor de una espeluznante pesadilla. Era el hedor del sufrimiento. Los policías arrugaron la nariz, que estaba llena de aire viciado, reflejando en su rostro una expresión de desagrado.

– Papá… Papá… ¿Por qué no me respondes?

– Muy bien, niños, cogeos las manos, cantad, dad vueltas, mirad lo fácil que es -exclamó el maestro.

Xinghua se encontraba en mitad de la carretera, con su caña en la.mano, y se dirigió hacia la puerta del colegio; se agarró a la verja metálica con una mano mientras sujetaba su caña de bambú con la otra, para escuchar a los niños que cantaban y bailaban con el maestro. Los crisantemos florecían por todo el patio del colegio. Su padre trató de arrastrarla hacia casa, pero ella se resistió a moverse. El le gritó enfadado y le dio una patada…

– Papá, mamá, cogedme la mano, rápido. Quiero bailar y cantar y dar vueltas; ¡mirad lo fácil que es!

Xinghua lloraba amargamente.

* * *

Incapaz de pronunciar una sola palabra, torturado por los recuerdos, Gao Yang mordisqueó con frenesí la corteza, raspándose los labios hasta que el árbol quedó teñido de sangre. Pero no advertía el dolor. Se tragó la amarga mezcla de saliva y resina del árbol, que hizo que su garganta se refrescara notablemente: sus cuerdas vocales se soltaron, los nudos se desenmarañaron. Con cuidado, con mucho cuidado, temeroso de que su capacidad de hablar le volviera a abandonar, logró pronunciar algunas palabras:

– Xinghua, papá está aquí… -acertó a decir antes de que su rostro se bañara de lágrimas.

– ¿Y ahora qué? -preguntó el policía tartamudo a su compañero.

– Vuelve y consigue un cartel de Se busca -replicó Cabeza de Tambor-, ¡No se va a escapar!

– ¿Y qué pasa con el jefe de la aldea?

– Se largó hace tiempo, como si fuera un delincuente común.

– ¡Papá, no puedo encontrar la salida! Ven a sacarme de aquí, deprisa…

Xinghua se encontraba perdida en aquel laberinto de árboles y la visión de ese pequeño punto rojo casi rompió el corazón de Gao Yang. Parecía como si hubiera sido ayer cuando dio una patada a ese pequeño punto rojo que había detrás de ella sin ningún motivo, haciendo que cayera al suelo en mitad del patio, con una mano extendida como una garra que trata de aferrarse a un montón de excrementos negros de gallina. Ella consiguió incorporarse y agazaparse contra la pared con los labios temblando mientras luchaba contra los gemidos y las lágrimas que inundaban sus ojos negros. Superado por los remordimientos, se golpeó la cabeza contra el árbol.