– ¡Pon las manos arriba!
Los ojos de Gao Yang estaban inundados de lágrimas. No estoy llorando, se aseguró. No estoy llorando. Lo único que podía ver era un par de esposas como las que él llevaba alrededor de las poderosas muñecas de Gao Ma. Tenía las manos entumecidas y pesadas, aunque no podía vérselas al otro lado del tronco del árbol para confirmar lo que sentía. La sensación era que la sangre le dilataba tanto las venas que estaban a punto de liberar chorros de líquido rojo oscuro.
Tras una breve pero estruendosa refriega, la ventana se abrió de golpe y a través de ella se asomó una figura tenebrosa. Era Gao Ma, vestido sólo con unos calzoncillos de color oliva. Tropezó con el puchero volcado, pero pudo avanzar a gatas ayudado por sus pies. Sus movimientos eran torpes: mientras su trasero apuntaba hacia el cielo, los pies y las manos se apoyaban en el suelo, parecía un bebé que acababa de aprender a gatear.
Los labios de Gao Yang se separaron y desde lo más profundo de su cráneo escuchó una voz, parecida a la suya, aunque un tanto diferente, decir: no te estás riendo, ¿lo sabes? No lo estás haciendo.
El arco iris se fue desvaneciendo, el cielo adquirió un color gris azulado y el sol resplandecía con fuerza.
¡Zas!
El policía tartamudo saltó a través de la ventana y clavó su bota en el puchero que estaba volcado en el patio. Se cayó al suelo apoyando las manos y las rodillas, con un pie enganchado en el puchero y el otro apoyado contra él; una mano estaba libre y la otra agarraba la porra negra. Su compañero salió corriendo por la puerta.
– ¡Detente ahora mismo! -gritó-. ¡Detente o disparo!
Pero no llegó a disparar, ni siquiera cuando Gao Ma escaló por la derruida pared y escapó huyendo por la calle, espantando a las gallinas que descansaban bajo el sol de sus reductos de hierba, que se ocultaron tras él como si fueran una sombra que emitiera graznidos. La gorra del policía tartamudo voló mientras salía por la ventana y se posó y tambaleó en el alféizar antes de aterrizar sobre el trasero de su propietario. Desde allí cayó al suelo y rodó hasta que el otro policía le dio una patada y la lanzó a tres o cuatro metros mientras se giraba y saltaba por la pared, dejando a su compañero golpeando el puchero con la porra y llenando el aire de pedazos de metal y de un estruendo metálico.
Gao Yang podía ver perfectamente cómo el hombre sacaba el pie del puchero. Una imagen aislada pasó por su cabeza: la pierna de un policía. El policía recogió su gorra y se la encajó en la cabeza mientras seguía a su compañero por encima del muro.
Gao Ma atravesó el bosque de acacias con tanta rapidez que Gao Yang casi se desencaja el cuello siguiendo el avance de éste mientras atravesaba a ciegas la arboleda a toda velocidad y se golpeaba contra los árboles cuando volvía la mirada por encima del hombro. Los árboles jóvenes se balanceaban, los viejos crujían. Gao Yang estaba frenético. ¿No puedes hacer que esas poderosas piernas y esos brazos musculosos avancen más rápido? ¡Muévete! ¡Están justo detrás de ti! Su ansiedad fue en aumento. Unos puntos de color blanco y amarillo brillaban de forma curiosa sobre la bronceada piel de Gao Ma a la sombra moteada de las acacias. Sus piernas parecían estar atadas, como si fuera un gran caballo amarrado con grilletes. Estaba agitando los brazos. ¿Por qué miras hacia atrás, maldito cabrón? Enseñando los dientes y con el rostro alargado y ojeroso, Gao Ma se parecía a su tocayo, Ma, el caballo.
Mientras seguía a su compañero a través de la arboleda, á6policía tartamudo avanzaba cojeando como consecuencia de la lucha que había mantenido con el puchero. ¡Te está bien empleado! El dolor en el tobillo de Gao Yang era insoportable, como si se hubiera descoyuntado. ¡Te está bien empleado, maldito seas! El sonido de los dientes rechinantes se elevó desde lo más profundo de sus oídos.
– ¡Detente, maldito seas, párate donde estás! ¡Un paso más y disparo! -advirtió el policía por segunda vez. Pero siguió sin disparar y, en lugar de hacerlo, se agazapó yendo de un árbol a otro, en busca de protección, con el arma preparada. El cazador estaba empezando a comportarse como si fuera la presa.
El extremo opuesto del bosque de acacias estaba limitado por una pared cuya altura llegaba al hombro, rematada por tallos de mijo trenzados. Gao Yang se retorció alrededor del árbol justo a tiempo para ver a Gao Ma incapaz de avanzar por la presencia del obstáculo. Sus perseguidores habían sacado las armas.
– ¡No te muevas!
Gao Ma se apretó contra la pared. La sangre se filtró a través de los huecos que había en sus dientes. Una anilla de acero colgaba de su muñeca derecha; unida al otro extremo se encontraba su compañera, sujetada por una corta cadena. Se las habían arreglado para esposar sólo una de sus muñecas.
– ¡Quédate aquí y no te muevas! ¡Si te resistes, sólo conseguirás que empeoren las cosas!
Se acercaron a él, hombro con hombro. El policía que tartamudeaba cojeaba más que nunca.
Gao Yang se agitó con tanta violencia que hizo que se movieran las hojas de los árboles. Dejó de mirar el rostro de Gao Ma a medida que se iba difuminando en la distancia. Las espaldas blancas de los policías, el rostro bronceado de Gao Ma y las hojas negras de las acacias se allanaron y se estamparon sobre la tierra amarilla.
Lo que sucedió a continuación cogió de sorpresa tanto a Gao Yang como a los policías: Gao Ma se agachó, cogió algo de tierra y la lanzó a sus caras. El suelo ceniciento les cubrió como si fueran nubes de polvo mientras levantaban de manera instintiva los brazos para protegerse los ojos y se caían de espaldas, recuperando su forma tridimensional. Gao Ma se giró con rapidez y ascendió la pared. Entonces se escucharon dos disparos y dos bocanadas de polvo salieron de la pared. Gao Ma gritó «¡Dios mío!» y cayó rodando al otro lado.
Gao Yang también gritó y se golpeó la cabeza contra el tronco del árbol. Los gritos agudos de una niña salieron del bosque de acacias que se extendía detrás de la casa de Gao Ma.
El suelo que había bajo la arboleda era árido y arenoso, y más allá había un banco de arena salpicado de sauces rojos que se inclinaban sobre el lecho de un río seco. En el otro lado se levantaba un segundo banco de arena, que daba a un recinto gubernamental rodeado de álamos blancos, y una carretera asfaltada que conducía a la sede provincial.
CAPITULO 2
El ajo del Condado Paraíso es largo y crujiente: para el hígado de cerdo o el cordero frito olvidad las cebollas y el jengibre.
Si plantas puerros y vendes ajo serás rico: podrás comprarte ropa nueva, un nuevo hogar y encontrar una nueva esposa…
Extracto de una balada cantada una noche de verano de 1986
por Zhang Kou, el rapsoda ciego.
Ya se habían vendido todos los tallos de ajo y las trenzas de las cabezas colgaban de los aleros. Luego vino la cosecha del mijo, que se extendía para secarse antes de almacenarse en tinajas y barriles. La era que se extendía delante de la casa de Cuarto Tío se había barrido y al anochecer estaba completamente limpia, mientras los montones de paja aromática se elevaban bajo la centelleante luz de las estrellas. La brisa de junio que procedía de los campos hacía bailar la llama de la lámpara, a pesar de estar protegida por el cristal, contra el que las polillas verdes se golpeaban ruidosamente: tac, tac, tac. Nadie prestaba atención a esto salvo Gao Ma. Todos los demás permanecían de pie, sentados o en cuclillas bajo la luz de la lámpara, absortos por la presencia de Zhang Kou, el rapsoda ciego, que se encontraba sentado en un taburete, con las mejillas iluminadas por la luz dorada de la lámpara, que transformaba su rostro oscuro y demacrado.
Esta noche voy a coger su mano, eso es lo que voy a hacer, decidió Gao Ma con creciente emoción. Un torrente de fresca satisfacción emanó de su cuerpo mientras, con el rabillo del ojo, observó a la hija de Cuarto Tío, Jinju, que se encontraba de pie a no más de tres pasos de él. En cuanto Zhang Kou agarre su erhu para recitar el primer verso de su balada, la cogeré de la mano y se la apretaré, le apretaré hasta el último dedo. Ese rostro, redondo como un girasol de pétalos dorados, me ha roto el corazón. Incluso sus orejas son doradas. Tal vez no sea muy alta, pero es fuerte como la cría de un buey. No puedo esperar más tiempo, puesto que ya ha cumplido los veinte. El calor que emana de su cuerpo me está quemando.