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Jinju se encontraba sola en el campo, con la espalda doblada mientras cortaba el mijo, que dejaba caer un puñado tras otro entre sus piernas, y crujía pesadamente, golpeaba el suelo y se enroscaba hacia arriba como una tupida cola amarilla. Mi mijo estaba todo amontonado y apilado. Las hileras demacradas de maíz trataban de ver el sol y llenaban los vacíos que existían entre los montones, como consecuencia de haber plantado un cultivo mixto; pero el mijo avasallaba a los endebles tallos de maíz. Una hectárea no era suficiente para un soltero como yo. He clavado mis ojos en ella desde que me despidieron del ejército el año pasado. Ella no es hermosa, pero yo tampoco lo soy. Tampoco es que sea fea, aunque yo tampoco lo soy. No era más que una niña desgarbada cuando me marché y ahora ha crecido mucho y es muy fuerte. Me gustan las mujeres robustas. Llevaré a mi mijo a casa esta misma tarde. Mi reloj de pulsera marca Diamante hecho en Shanghái, que se adelanta aproximadamente veinticinco segundos cada día, dice que son las 11.03 horas. Lo ajusté con el reloj de la radio hace unos días, así que deben ser las once en punto. No tengo prisa por llegar a casa.

El sentimiento de compasión de Gao Ma se hizo más intenso a medida que se levantaba, guadaña en mano, observando en secreto a Jinju, que trabajaba con la misma concentración con la que las urracas se perseguían la una a la otra sobre su cabeza, seguidas de cerca por una solitaria golondrina. Ella no sabía que había alguien a su espalda. Gao Ma llevaba en su bolsillo un pequeño reproductor de cásete, que escuchaba utilizando unos auriculares. Las baterías gastadas distorsionaban el sonido, pero la música era buena y eso era lo que importaba. Una chica joven es como una flor. La espalda de Jinju era amplia y plana y su cabello estaba húmedo. Respiraba con dificultad.

El compasivo Gao Ma se quitó los auriculares y los dejó caer junto al cuello, donde la música distorsionada todavía era audible.

– ¡Jinju! -gritó con voz suave.

La música que procedía de los extremos mullidos de los auriculares resonó contra su garganta, haciendo que ésta vibrara. Los cogió y los ajustó.

Ella se enderezó lentamente, con una expresión vaga en su rostro sudoroso y polvoriento. Sujetaba una guadaña con la mano de recha y un puñado de mijo con la izquierda. Sin decir una palabra, miró el rostro de Gao Ma, que estaba ensimismado por la curva de su pecho, que se dibujaba debajo de los bolsillos de una casaca andrajosa de color azul difuminado. Jinju no dijo nada. Dejó caer la guadaña, dividió el mijo en dos montones y los dejó caer al suelo. Entonces sacó un pedazo de cáñamo y envolvió con él los montones.

– Jinju, ¿por qué tienes que hacer eso tú sola?

– Mi hermano ha ido al mercado -contestó suavemente, frotándose el rostro con la manga y golpeándose la cintura con el puño. El sudor había modificado su rostro pálido. Las hileras de cabellos húmedos se le pegaron a las sienes.

– ¿Tienes calambres?

Ella sonrió. Los dientes incisivos estaban moteados ligeramente por unas manchas de color verde, pero las demás piezas relucían. Un ojal sin abrochar mostraba un escote blanco y terso que le desconcertaba. La garganta estaba salpicada de pequeñas marcas rojas que le producían las espigas del mijo, que también habían depositado troci- tos de polvo blanco sobre su piel.

– ¿Tu hermano mayor también se ha ido al mercado?

Gao Ma deseaba no haber dicho eso, ya que su hermano mayor estaba tullido y, por esa razón, era Segundo Hermano el que normalmente iba al mercado.

– No -contestó serenamente.

– Entonces, debería haber venido a ayudarte.

Ella miró de soslayo bajo la luz del sol. Gao Ma sintió lástima de ella.

– ¿Qué hora es, Hermano Mayor Gao Ma?

Éste miró su reloj.

– Las once y cuarto -y rápidamente añadió-: pero mi reloj se adelanta un poco.

Ella suspiró suavemente y miró por encima del campo de mijo.

– Tienes suerte, Hermano Mayor Gao Ma, sólo tienes que preocuparte de ti mismo. Y ahora que has terminado, puedes irte a descansar. -Volvió a suspirar de nuevo y, a continuación, se giró y volvió a coger la guadaña-. Tengo que regresar al trabajo.

El se quedó inmóvil por un momento detrás de su figura encorvada.

– Voy a ayudarte -dijo suspirando.

– Gracias, pero no puedo permitir que lo hagas -replicó ella mientras se enderezaba.

El la miró a los ojos.

– ¿Por qué no? No tengo nada que hacer. Además, ¿para qué están los vecinos?

Ella bajó la cabeza y murmuró.

– Muy bien, puedes ayudarme…

Gao Ma sacó el reproductor de cásete de su bolsillo, lo apagó y lo dejó en el suelo, con los auriculares.

– ¿Qué estás escuchando? -preguntó Jinju.

– Música -contestó, colocándose el cinturón.

– Debe ser bonita.

– No está mal, pero las baterías están desgastadas. Mañana voy a comprar otras para que puedas escucharla.

– No, yo no -dijo con una sonrisa-. Si lo rompo, no podré pagar el arreglo.

– No es tan frágil -replicó-. Y es la cosa más sencilla del mundo. Además, nunca te pediría que lo pagaras.

Comenzaron a cortar su mijo, que crujía ruidosamente. Ella^a por delante de él, pero por cada dos hileras que cortaba, él segaba tres. Ella extendía los puñados y él los recogía.

– Tu padre no es tan viejo como para no venir a ayudarte -se quejó.

Jinju detuvo la guadaña en el aire.

– Hoy tiene invitados.

El tono apesadumbrado y afligido de su voz no pasó por alto a Gao Ma, que decidió zanjar el tema y volver al trabajo. Su ánimo también se sintió dolido por el mijo que rozaba su rostro y sus hombros.

– Corto tres hileras por cada dos que cortas tú y no me dejas avanzar -dijo bruscamente.

– Hermano Mayor Gao Ma -se quejó ella, a punto de echarse a llorar-, estoy agotada.

– Debería haberlo imaginado -replicó-. Este trabajo no es para una mujer.

– Los seres humanos podemos soportar toda ciase de cosas.

– Si tuviera una esposa estaría en casa, atendiendo la cocina o cosiendo la ropa o dando de comer a las gallinas. Nunca la obligaría a trabajar en el campo.

Jinju le miró y murmuró:

– Sería una mujer con suerte, fuera quien fuera.

– Jinju, dime qué es lo que los aldeanos hablan de mí.

– Nunca les he oído comentar nada.

– No te preocupes… Sea lo que sea, podré soportarlo.

– Bueno, algunos dicen… No te enfades… Dicen que metiste la pata cuando estuviste en el ejército.

– Y es verdad, así fue.

– Dicen que tú y la esposa del comandante de un regimiento… Que os pillaron juntos…

Gao Ma se echó a reír.

– No era su esposa, sino su concubina. Y yo no la amaba. La odiaba… Les odiaba a todos.

– Cuántas cosas has visto y hecho… -dijo ella lanzando un suspiro.

– Todo eso vale menos que el pedo de un perro -gruñó. Arrojando al suelo la guadaña, recogió un montón de mijo y se incorporó. Dándole una patada con enfado, volvió a maldecir-: ¡Vale menos que el pedo de un perro!

Entonces apareció cojeando el hermano tullido de Jinju, recordó Gao Ma. Aunque todavía no había cumplido los cuarenta, tenía el pelo blanco y su rostro estaba enormemente arrugado. Su pierna izquierda, más corta que la derecha, era muy fina y le producía una pronunciada cojera.

– ¡Jinju! -gritó-. ¿Es que piensas quedarte aquí hasta el almuerzo?