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Muía Salvaje se puso de pie airada y la miró directamente.

– ¿Con quién estás hablando?

– Contigo -respondió la muchacha desafiante-. ¡Te estoy llamando puta apestosa que vende su coño!

Primero mortificada y luego enrabietada, Muía Salvaje cogió un zapato rayado de cuero y lo arrojó hacia su contendiente.

– ¿Que yo vendo mi coño? -gruñó-. ¿Acaso tú no lo haces? Deja de mostrarte tan engreída. Las pequeñas virgencitas no salen vivas de un sitio como éste.

La muchacha de cejas largas se agachó justo a tiempo para que el zapato pasara por encima de ella y golpeara a una mujer con aspecto de comadreja que ocupaba la cama número tres y cumplía condena por ahogar a su propio hijo. Tras recibir el impacto, se puso de pie y golpeó a la muchacha de cejas largas en la cabeza.

Entonces se armó un terrible alboroto, con la muchacha de cejas largas y Muía Salvaje arañándose, la comadreja desatando una tormenta y Cuarta Tía gritando entre lágrimas. Las demás prisioneras se unieron golpeando los barrotes, aullando o repartiendo algunos golpes por su cuenta.

Dos carceleras armadas con porras entraron precipitadamente en la celda y redujeron rápidamente a las combatientes sin preocuparse de hacer distinciones.

– La próxima que haga un solo ruido -amenazó una de ellas-, se queda sin comer tres días.

La otra dijo:

– ¡Números Veintinueve y Cuarenta, fuera! Os venís con nosotras.

– Yo no he hecho nada -se quejó la muchacha de cejas largas.

– Cierra el pico -dijo la carcelera, recalcando su orden con un golpe bien dirigido de su porra.

Muía Salvaje sonrió tímidamente.

– Oficiales, admito que me he portado mal, pero prometo que no volveré a hacerlo. Sólo quiero dormir un poco.

– ¡No me vengas con ésas! Vestios y venid conmigo.

Cuarta Tía, doblada por la cintura, intercedió por sus compañeras de celda.

– No las culpe, oficial, todo es por mi culpa. No soy más que una anciana que no es capaz de dejar de toser y de estornudar. Las otras chicas no podían soportarlo.

– Ya basta -dijo la carcelera-. ¡No utilicéis a esta santa madre para que influya sobre nosotras!

Mientras la carcelera condujo a la muchacha de cejas largas y a Muía Salvaje fuera de la celda, Cuarta Tía tuvo que taparse la boca sin dejar de llorar en voz alta.

Aquella noche, tuvo una serie de pesadillas. En la primera soñó con que Jinju acudía a visitarla, pero cuando Cuarta Tía avanzó hacia ella, la lengua de su hija embarazada salió de su boca y sus ojos saltaron de sus cuencas. Cuarta Tía se despertó dando un grito, con la piel fría y húmeda. Los cables telefónicos que se extendían por fuera del muro de la prisión emitían un cántico con el viento de otoño. Los rayos de luna atravesaban sesgados la ventana y aterrizaban sobre el rostro de la ladrona que dormía en la cuarta cama. La muchacha, que apenas había madurado como mujer, dormía con la nariz ronzada y rechinando los dientes ante uno de sus sueños.

Cuarta Tía apenas había vuelto a cerrar los ojos cuando Cuarto Tío apareció junto a su cama, con la cabeza ensangrentada, y dijo:

– Madre de mis hijos, ¿por qué todavía sigues aquí? Te quiero a mi lado.

Alargó el brazo para llegar hasta Cuarta Tía, quien de nuevo se despertó asustada. Su corazón latía violentamente. Más allá de la cocina del campamento, cantó un gallo. Un canto más y ya despuntaría el alba.

Sonó el toque de diana. Cuarta Tía salió a duras penas de la cama, se tambaleó brevemente y se desplomó como si fuera una muñeca de trapo. Los gritos de sus compañeras de celda, que estaban haciendo sus camas, hicieron que la carcelera llegara corriendo. Cuando abrió la puerta, Cuarta Tía yacía boca abajo.

– ¡Levantadla del suelo! -ordenó la carcelera.

Las compañeras de celda de Cuarta Tía así lo hicieron, con más rapidez que eficacia. A continuación la carcelera llamó al médico del campamento, que le puso una inyección. Tenía la boca crispada y por sus ojos resbalaba un torrente de lágrimas amargas mientras el médico colocaba una tirita sobre un corte que se hizo en la cabeza. Justo después del desayuno, la carcelera dijo:

– Puedes tomarte el día libre, Número Treinta y Ocho. Cuarta Tía se quedó muda de agradecimiento. Después de que las demás internas hubieran formado varias filas en el complejo y marcharan hacia los campos para empezar las tareas del día, un silencio inundó el bloque de celdas, amplificando el sonido de las enormes ratas que se deslizaban por el patio de la prisión y ahuyentando a los hambrientos gorriones que picoteaban algunas migas de pan en el lodo. Algunos de los pájaros se refugiaron sobre la repisa de la ventana, donde giraron las cabezas y fijaron sus ojos negros y redondos sobre Cuarta Tía. Completamente sola, y abrumada por la tristeza, se echó a llorar. Después, una vez que remitieron las ganas de llorar, murmuró:

– Es hora de unirme a ti, esposo…

Se quitó los pantalones, pasó el cinturón alrededor del marco de metal de la litera que estaba encima de la suya y enganchó el botón superior. Otro sollozo, un último pensamiento -esposo, no puedo soportar más esto-, antes de deslizar el ojal del pantalón por encima de su cabeza y dejarse caer hacia delante.

Pero Cuarta Tía no murió, al menos no en ese momento. Fue salvada por una carcelera que pasaba por allí quien, con una sonora bofetada en el rostro, maldijo:

– ¿En qué diablos estás pensando, maldita vieja mofeta? Mientras lanzaba un sonoro gemido, Cuarta Tía cayó de rodillas.

– Sé una buena chica y déjame morir, por favor… La carcelera dudó por unos instantes y su rostro adquirió una amable femineidad. Mientras ayudaba a Cuarta Tía a ponerse de pie, dijo dulcemente:

– Vieja Madre, no digas a nadie lo que hoy ha pasado aquí. Será nuestro secreto. Si dejas de armar jaleo y te esfuerzas por ser una prisionera modelo, trataré de hacer que te suelten pronto.

Esta vez, mientras Cuarta Tía caía de nuevo de rodillas, la carcelera la detuvo:

– Eres una buena chica -dijo Cuarta Tía-. Pero alguien tiene que pagar por la muerte de mi marido.

– Deja ya de decir esas cosas -la consoló la carcelera-. Encabezar a una muchedumbre para destruir las oficinas del gobierno es un grave delito…

– Perdí la cabeza. Prometo que no lo voy a volver a hacer…

Un mes más tarde, Cuarta Tía fue liberada por prescripción facultativa y poco tiempo después estuvo de vuelta en casa.

El día de Año Nuevo de 1988 era festivo para los varios cientos de prisioneros que se encontraban encerrados en el campo de trabajo. Algunos lo pasaron durmiendo, otros escribiendo a casa y otros se agolparon en el patio que se extendía al otro lado de la ventana de la sala de ocio para ver un programa de variedades en un aparato de televisión en blanco y negro.

Gao Ma y Gao Yang se sentaron en una enorme baldosa de mármol que había en el patio, desnudos de cintura para arriba mientras despiojaban sus chaquetas. Los rayos de sol calentaban el lodo que se extendía a su alrededor y caían sobre su bronceada piel. Aquí y allá otros pequeños grupos de prisioneros se sentaban bajo el sol a conversar entre susurros. Los guardias armados ocupaban las torres que se levantaban más allá de la puerta interior, sin perder de vista ni un instante a los hombres que había abajo. La puerta principal, cubierta con una malla de acero, estaba cerrada con llave. Algunos oficiales del campo cortaban el pelo a los prisioneros, haciendo bromas y riendo alegremente.

Las ratas gigantes entraban y salían de la letrina. En la zona que había entre las dos puertas, un enorme gato negro se había visto obligado a subir a un árbol ante la llegada de un enjambre de roedores.

– Cuando las ratas alcanzan ese tamaño, hasta los gatos se asustan de ellas -comentó Gao Yang.

Gao Ma sonrió.

– Le dije a mi esposa que te trajera un par de zapatos después de primero de año -dijo Gao Yang.

– No le des más trabajo por mi culpa -dijo Gao Ma, visiblemente conmovido-.Tu mujer está muy ocupada con los dos niños. Un soltero como yo necesita pocas cosas.