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– ¡No siempre los malos van a ser ellos! -se ríe el cabo Páez y se le ven los pocos dientes amarillos bajo los bigotazos.- ¡Ja, ja, ja, ja, ja! ¡Me gusta meterles baile a esos sinvergüenzas!

– No me gusta la guerra, mi cabo.

– ¡Pior es la muerte, che! -se ríe Páez.

En verdad, se ríe siempre. Dice que ya se olvidó del tiempo en que era un gaucho manso. Hace mucho que dejó de serlo. Desde que mataron a su mujer.

– Fue en un malón, por Salinas Grandes. En los tiempos de Calfucurá y sus cincuenta mil guerreros… En esas tierras, ser blanco, ya era desperdicio.

No ríe ahora. Levanta el brazo y revolea el rebenque corto sobre la cabeza del caballo que sale al galope.

"No me gusta la guerra", piensa Anselmo.

Avanzaba la tropa hacia la toldería. Unos aguiluchos revoloteaban cerca de los soldados:

***

Lo que vio ese día Anselmo, no lo olvidaría jamás, aquellas escenas de desolación y muerte que eran costumbre en nuestra pampa. Vio a las mujeres y los indios huyendo, al cabo Páez que quería estaquear a un guerrero vencido.

– ¡No puede hacer eso, cabo! No es de buen cristiano estaquear a un indefenso…

– ¿Y desde cuando hablas sin permiso, sotreta? -gritó el cabo Páez y se le fue encima.

– No me quiero desgraciar, no voy a pelear con usted, cabo -se defendió el joven.

El otro, por toda respuesta, le tiró un rebencazo que Anselmo esquivó, rápido como el tigre.

Por suerte, en ese momento apareció el comandante. Necesitaba que Anselmo le sirviera de lenguaraz, es decir: de traductor frente a los vencidos.

– ¡Ya te voy a agarrar! -murmuró Páez, rencoroso.

– El que busca, encuentra -se burló Anselmo.

Pero se sentía mal, muy mal. Sobre todo al volver a repetir las palabras que le había enseñado su madre, la del idioma de los vencidos. Ella también había sido una cautiva, pero de los blancos…

¡Pobre abuelo de mi abuelo! Se sentía tironeado entre dos mundos. Cuando traducía las palabras del comandante o las de los capitanejos indios. ¿Qué hacía allí? Culpó a la fatalidad por su mala suerte. Así durante horas y horas y horas. Porque como es sabido, aquellas conversaciones en la pampa eran interminables. Y se volvía una y otra vez sobre los que ya se había pactado.

"¡Son vuelteros los infieles!", comentaba el comandante. Y era verdad: aquellos hombres, los parientes de la madre de Anselmo, eran hábiles diplomáticos. Si perdían con las armas, todavía tenían el recurso de sus argumentos, discursos, alabanzas, juramentos de inocencia.

– Cada uno se defiende como puede -dice Anselmo.

– ¿Qué te pasa, che?

– Nada, mi comandante. Pensaba en voz alta.

No quiere mirar atrás. No quiere ver a los parientes de su madre, diezmados ahora en el desierto, obligados a marchar más al Sur, donde la Tierra Adentro se hace páramo, pura piedra y viento frío. No, él debe seguir. En su cabalgadura, medio dormido por horas y horas de cabildeos con los indios, abrumado también por las imágenes atroces del malón blanco, cabecea la fatiga.

Alguien le pega en las costillas. Abre los ojos y ve a Páez, riéndose, desafiante, salivando, de costado, en señal de desprecio.

– ¡Te vas a acordar de mí! -lo amenaza.

Pero él no quiere pelear. Sólo quiere regresar al fortín y después, bañado con agua de pozo, salir en busca de Rosaura. Hasta agua florida quiere ponerse, como cuando andaba de bailarín por los ranchos. Ya se ve la empalizada del fuerte y en lo alto el mangrullo y más allá los ranchos del pueblito de frontera.

– ¿Cómo que no hay nadie?

– No, no hay nadie, mozo. Ayer noche, el boticario y su hija se fueron del pueblo. El hombre temía por su hija. Me lo dijo a mí, que fui su amigo durante muchos años.

– ¿No sabe adonde fueron?

– Pa mí que a Buenos Aires.

– ¡Dios mío!

– ¿Qué le pasa mozo, se siente mal?

– Rosaura…

– ¿La conocía?

– Sí…

– Yo creo que se fueron a Buenos Aires o al Rosario… él era de Rosario ¿sabe?… Lo único que sé es que se asustó mucho después del malón. No podía soportar la idea de que a su hija la llevaran cautiva. Se hubiera muerto el hombre. Así que se fue.

– Se fue… se fue… -murmuró Anselmo atontado por la noticia.

– Más mejor para ellos ¿no? -comentó el hombre.

– Sí, mejor para ellos.

El abuelo de mi abuelo está llorando por el amor perdido. Me da pena verlo así, a los dieciséis años, en un fortín de la pampa. Solo, sin amor, sin perro que le ladre. Y no es cierto que los hombres no lloran. El llora porque no está Rosaura y va a ser muy difícil que la vuelva a encontrar. Llora como un chico, como un hombre, cuando aparece el cabo Páez y comienza a burlarse de él.

– ¡Seguro que estás llorando de miedo, ja, ja, ja!… Te creías que la milicia era un juego de chicos… Y no, mocoso… es para hombres, para machitos… no para gente como vos…

– No me moleste, cabo. No le voy a contestar.

– ¿Qué no? ¡Vas a chillar como loro cuando te ponga la mano encima!

– ¡No lo haga, don! Se lo pido por lo que más quiera.

Entonces, el cabo, de puro comedido, le da un rebencazo.

Se enfurece Anselmo. Con el poncho recogido en el antebrazo izquierdo y la mano derecha cerca del facón, resopla como un puma.

El cabo saca el sable y le da dos o tres planazos que obligan a retroceder al chico. De todos modos, está dispuesto a defenderse.

– ¡Ahora va en serio, infeliz! -le grita Páez y arroja, de filo, otro sablazo.

Anselmo detiene el golpe con el poncho. Pero Páez vuelve al ataque, esta vez tirando a fondo, hacia el pecho. Salta hacia atrás Anselmo, arroja tierra con la bota, se agacha a lo indio y contrataca a su vez con el facón. En la embestida, hiere en la mano al cabo Páez, que deja caer el sable.

Anselmo monta en su caballo y huye campo afuera. No sabe adonde ir. Está solo en la pampa.

II Cuando mandinga mete la cola

HACÍA días que Anselmo andaba por la llanura sin rumbo cierto. La noche lo encontraba en cualquier lugar: a orillas de un arroyo, en un claro del monte o en medio de la pampa, bajo la Cruz del Sur. Dormía a lo gaucho, sobre el apero, arropado en su poncho. Soñaba mucho: soñaba con su madre y con las escenas del malón y también con Rosaura. Indio y gaucho a la vez, era hábil para conseguir su alimento. Tempranito, salía a bolear un animal. Hacía un fueguito, asaba un pedazo de carne y seguía viaje, adonde Dios quisiera. Pasaron semanas, meses, quizá un año. Los rasgos del muchacho se habían endurecido, las facciones de un adolescente que ahora parecía -y era- definitivamente un hombre.

Alguna vez se topó con un gaucho cimarrón, un gaucho maló, un matrero. El hombre lo saludó, ceremonioso. Estaban solos en la inmensidad de la llanura, perdidos y perseguidos, como tanta gente que después fue a parar a los fortines, las cárceles, los cepos.

El gaucho maló, el matrero, relató:

– Me persigue la partida. No me da tregua esa gente. Y estoy cansado ¿sabe?, algo viejo para darles pelea a cada rato. Así que me retiro. No quiero dar lástima. Me voy lejos donde nadie pregunte por mí. Ya no quiero usar estos trabucos naranjeros con los que hice retroceder a la partida. Se acabó la pelea. Ahora voy a ser un hombre de paz… ¿Por qué le digo esto?… Porque veo que es un mozo perdido… Como yo cuando era joven… Pero ahora es distinto… se viene el Progreso, dicen… Y no hay lugar para los gauchos… -Así dicen, ¿no?