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– Van a poner unos carros de fierro, el ferrocarril.

– Ahá.

– Si yo fuera joven, me iba para la Ciudad y me olvidaba de esta vida…

La Ciudad. Anselmo trató de imaginarla. Casas de material, algunas de dos pisos, calles empedradas, faroles en las esquinas. Era muy difícil imaginar aquello. Pero se juró que llegaría allí alguna vez, que encontraría a Rosaura… A veces se enojaba con él mismo porque empezaba a olvidar. El rostro de Rosaura se confundía con el de otras muchachas de los bailes y él sentía que la estaba traicionando.

– Es triste andar sin mujer, sin familia-continuó el matrero-, siempre con el Jesús en la boca.

– Yo no tengo familia -comentó Anselmo.

– Pero la podes hacer… ¡Sos tan joven!…

De pronto, el gaucho malo, el cimarrón, el matrero, se echó a tierra y pegó la oreja al suelo. Anselmo no oía nada, pero el otro, buen baqueano y rastreador, oyó el lejano rumor de unos caballos que se acercaban.

– ¡La partida! -dijo y se levantó de un salto.

Montó en su caballo y partió como si lo corriera el Diablo.

"No hay que mentar a Mandinga porque sí", decía su madre. Lo recordó ahora, al ver el cielo rojo, muy rojo, donde se recortó, contra el horizonte, la sombra del gaucho perseguido y atrás las figuras de caballos y milicos de la partida. No, no hay que nombrar en vano al Diablo que siempre mete la cola en los asuntos de la gente. Eso es lo que pensó Anselmo aquel atardecer.

Vio, en la lejanía, las carretas que navegaban la llanura, como barquitos en un mar verde, interminable.

Anselmo Soria se dirigió hacia allí. Necesitaba ver gente, personas que recorrían la pampa e iban a una u otra ciudad, de provincia en provincia. Gente decente, gente de trabajo.

Pero el aspecto del joven debía ser lamentable, tanto que los carreteros, al verlo llegar, lo confundieron con un bandido. Uno, disparó un trabucazo de advertencia.

– ¡Ave María Purísima! -exclamó Anselmo.

Entonces los carreteros, al ver que se trataba de un jovencito, se echaron a reír.

Lo invitaron a sumarse a la caravana. Ahora, otra vez, Anselmo se sintió en casa. Hacía mucho que no oía las voces de la gente de los poblados y eso era como música para él.

Llegó la noche. Hicieron un alto en el camino. Comieron un asado y después, al pie de las carretas, los hombres comenzaron a contar cuentos y sucedidos.

– Yo vi la cola del Diablo -dijo un viejo.

– ¿La vio?

– Como lo estoy viendo a usted. Mesmo.

– ¿Y cómo es?

– Larga. Como de aquí hasta Junín.

– ¡No diga!

– Le digo. Hace un ruidito como el de la víbora cascabel. Oiga: chist, chist… chist.

– ¡Cruz Diablo!

– De él hablamos ¿no? -dijo el viejo y siguió contando su historia.

– Y ahora, paisanos, vamos a dormir, que mañana seguimos viaje.

Se oyó el aullido de un animal y los demás se quedaron temblando de susto.

– Será Mandinga, nomás. Es remolón para dormirse.

Anselmo durmió sobresaltado, soñando con el que no se nombra. En el sueño, él andaba por los túneles del infierno de los indios, donde la gente sigue tomando vino y bailando. Pero él no tenía ganas de bailar porque buscaba a su madre y Rosaura. No, no las pudo encontrar.

Lo despertó la primera claridad del día, el canto de una calandria.

Abrió los ojos y creyó ver la figura de una mujer hermosa, vestida como una gitana.

¿Sería verdad o estaría soñando?

Era verdad. Aquella mujer, muy bella, de pelo negro y largo y ojos hermosísimos, era una tonadillera española que iba a la Ciudad.

– Voy a cantar y bailar en un teatro -dijo.

– Ahá.

– Dicen que en la Ciudad hay un río que parece un mar, ¿es cierto?

– Yo nunca estuve allí -confesó Anselmo.

– Extraño el mar -dijo la mujer.

– Yo no vi el mar… ¿cómo es?

– Es como esto… pero se mueve.

Entonces a él le pareció que la pampa era el mar y que esa mujer era la más linda del mundo.

Paca, la tonadillera, trató de disuadir al muchacho… ¡Pero el abuelo de mi abuelo estaba enamorado otra vez!… Y cuando se enamoraba, nadie lo podía hacer entrar en razón. Paca le explicó que había mucha diferencia de edad entre ellos, que, casi, casi, podía ser su madre. Pero a él ese argumento no lo convenció. Paca en nada se parecía a su mamá. O, mejor: ninguna mujer se parecía a Paca, porque ella, sencillamente, era una diosa.

Sí, el abuelo de mi abuelo era bastante exagerado.

– ¡Cálmate, cálmate, hijo! Yo soy una artista y tengo que ir de un lado para otro.

– La acompaño.

– ¡Qué tío más cargoso! -se quejó la tonadillera.- Con razón que los gauchos tienen mala fama…

Pero Anselmo no oía. En vano los otros carreteros le aconsejaron que se olvidara de esa señora, a quien habían visto acompañada de un señor mayor, un viejito que dormitaba en una de las carretas: don Polidoro Maidana.

– Es un hombre muy rico…

– Y muy malo…

– ¡Y muy celoso, Anselmo!

Anselmo no hizo caso. Siguió dando vueltas alrededor de la tonadillera, como las moscas a la miel.

Las carretas iban rumbo a Luján, luego hasta el Once. El oyó esas palabras como uno oye el nombre de un país o una ciudad lejana. Dispuesto a seguir a la tonadillera hasta el fin del mundo (para ella el fin del mundo era Argentina) Anselmo escuchó los cuentos de la Ciudad, los entretenimientos de los paisanos que se quedaban alrededor da la plaza de las carretas apostando unos pesos a las riñas de gallos o jugando al monte y a la taba. Ninguno de ellos había pisado un teatro. Uno, sí, le habló de un circo en el que se divirtió mucho. Las carretas siguieron atravesando la llanura, pasaron por un pueblo y otro. En uno de ellos, cargaron a un italiano y su organito.

Anselmo se asombró frente a esa caja llena de música. Bastaba dar vuelta la manija y el organito empezaba a sonar.

El organillero, al oír la música, a veces cantaba canciones de su tierra, del puerto de Nápoles. También él extrañaba el mar, como Paca.

Hasta entonces Anselmo no conocía ningún extranjero. Y ahora, de pronto conocía a dos: a un italiano y una española. El sabía que gente así había comenzado a llegar a la Argentina, que empezaban a poblar el campo. Y aunque los indios atacaran los pueblos y aunque cayera el granizo y arruinara los sembrados, ellos volvían a trabajar, reconstruían sus ranchos, volvían a cosechar. Así eran. Gente de trabajo. Bueno, Paca no era del todo así, porque era artista. Y Giusseppe… bueno, de él ni quería hablar Anselmo. Porque ahora -¡fíjense qué contratiempo!- el italiano andaba tras la tonadillera. Anselmo creyó que se moría. De los celos, quería pelear a cuchillo con el del organito, pero éste se excusó diciéndole que de solo ver sangre podía desmayarse.

– ¡Si serás gallina! -lo provocó Anselmo.

– No peleo con bambinos, con niños -explicó el organillero.

Celoso y humillado, Anselmo dijo una serie de malas palabras que, desde luego, no vamos a escribir aquí.

Dos días más tarde, los carreteros se pegaron el gran susto. Cuatro bandidos asaltaron las carretas. Tenían un aspecto fiero y al principio pareció que iban a cumplir su propósito, ya que desvalijaron a varios pasajeros. Paca, temblando, se puso detrás del organillero que temblaba también. Sin embargo, cuando uno de ellos intentó quitarle el bolso, Giusseppe, con un ampuloso gesto de ópera, muy teatral, exclamó:

– ¡No se toca a la signorina).

– ¡Si será trompeta! -dijo uno de los bandidos.

– ¡Gringo maula! -dijo otro.

– ¡Salvaje! -dijo el que tenía aspecto más feroz.

– ¡Lo mato! -concluyó el que faltaba.

Aunque estaba celoso por el asunto de la Paca, Anselmo no dudó en defender al italiano. Rápido sacó el cuchillo y se abalanzó sobre los salteadores. El organillero, por su parte, se armó con la picana que los carreteros usaban para azuzar a los bueyes y embistió como un caballero armado en defensa de su dama. La cotorra del organillero comenzó a chillar.