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Los carreteros, al ver que Anselmo y Giusseppe habían tomado la iniciativa, también se sumaron al combate. Al rato, todo era ruido y griterío.

Se fueron los bandidos. Maltrechos, jadeando, casi sin aire, Giusseppe y Anselmo quedaron al pie de una carreta.

– ¡Mis héroes! -exclamó la Paca y les dio un beso a cada uno.

En ese instante apareció Don Polidoro Maidana, el viejito estanciero, amigo de Paca.

– ¿Qué ven mis ojos? ¡Mi novia a los besos con dos vagabundos!… ¡Y uno gringo, pa pior!…

– ¡Que no soy tu novia! -Aclaró Paca.- Y no llames vagabundos a mis amigos. Y no te burles de Giusseppe…

– Entre gringos se entienden -carraspeó, molesto, Don Polidoro-, ¡vienen a arruinar al país!

Así pensaban algunos en ese tiempo. El abuelo de mi abuelo no. Y aunque cada vez que se enamoraba, no entendía razones, esta vez, al menos, no se portó como un chico maleducado. Comprendió que la Paca y el organillero se gustaban y que, seguramente, harían una buena pareja, como la de tantos gringos que venían al país.

Alguna vez, quizá, los vería en la Ciudad. ¡Quién sabe! Pero, por ahora, había decidido partir.

Esa misma tarde, ensilló su caballo y se fue al trotecito.

A las horas, paró en una pulpería. Dejó el caballo arrimado al palenque y entró. Un payador, rodeado de los paisanos del lugar, cantaba las desdichas del gaucho solo:

El va como una alma en pena por estos campos, señor… él quiere que alguien lo quiera. No llora porque es varón.

Pero al oir esos versos tan tristes, Anselmo lagrimeó. El también era un gaucho solo, sin Rosaura, sin Paca, sin mamá.

Un rato después, se entretuvo jugando al truco con otros paisanos.

Así era Anselmo: de pronto estaba muy triste y al ratito se reía y bromeaba. No hay que olvidarse que era joven y sano y con muchas ganas de vivir libre, como los pájaros.

– Hace poco anduvo la partida por aquí.

– Buscaban a un desertor.

– Un mozo joven, como usted, parece…

Anselmo se hizo el desentendido, pero abandonó la pulpería cuanto antes. Por las dudas.

Al salir, vio el cielo, amenazante, con unos nubarrones grises y relámpagos que anunciaban lluvia.

Llovía como si nunca hubiera llovido en el mundo, un verdadero Diluvio. La huella se hizo borrosa y Anselmo rumbeó hacia un monte que se veía, muy borroso, a lo lejos. Corrió por el campo de pastos achaparrados por la lluvia. Para colmo, una ráfaga de viento frío barrió la maleza y le pegó de frente. Casi ciego, dejándose llevar por el caballo, llegó, por fin, al monte. Era bien tupido, de árboles grandes cuyas copas formaban un techo verde. Retumbó un trueno. Cayó un rayo bastante cerca de allí. Pero Anselmo dio gracias por estar en el monte, al abrigo de la lluvia. Se restregó los ojos, para acostumbrarse a esa oscuridad.

De pronto oyó el sonido de una flauta.

"¡A ver si estoy en el Cielo!", exageró Anselmo.

Pero no, apenas estaba en el monte. Y la música que oía no era música de ángeles, sino la de un hombre de aspecto estrafalario que apareció súbitamente.

Llevaba galera alta, de felpa, algo desteñida. Vestía un frac raído, botines y polainas. No llevaba camisa; sólo un chaleco almidonado. Usaba una corbata voladora, como la de los poetas y artistas de antes. "¡Qué tipo más raro!", pensó Anselmo.

El hombre era flaco y alto y usaba una barbita en punta.

"¿No será el Diablo?", pensó el muchacho y llevó la mano hacia el cuchillo.

– No tengas miedo -lo tranquilizó el hombre.

Se llamaba Monsieur o Mesié Pierre y venía de Francia. Por ese entonces, eran muchos los viajeros que recorrían el país; viajeros ingleses y franceses en su mayoría. Algunos decían que se trataba de espías disfrazados de comerciantes. Pero Mesié Pierre, según dijo, no tenía interés en el comercio, en hacer plata y mucho menos en mezclarse en política. Lo único que quería era viajar.

– Hace tres años que estoy recorriendo la América del Sur. Antes estuve en China, en Japón, en muchísimos países. El mundo es maravilloso. En todas partes hay cosas extraordinarias… ¿Has viajado, muchacho?

– Por estos pagos, nomás.

– Un joven tiene que viajar, tiene que conocer el mundo.

Caían goterones desde las copas de los árboles, una cortinita de lluvia que mojaba al viajero y a la que él no daba importancia.

– ¿Y para dónde va, don? -preguntó Anselmo.

– Adonde quiera la suerte -respondió, misterioso, mesié Pierre.

III Los viajes con mesié Pierre

MESIÉ PIERRE tenía muchas formas de ganarse la vida, algunas muy graciosas, como vender espantapájaros.

– Ninguna persona con buen sentido haría espantapájaros -razonaba Mesié Pierre-, a no ser que fuera un chacarero que acaba de sembrar… ¿Pero para qué esperar eso?… ¿Para qué dejar que ese hombre pierda el tiempo haciendo espantapájaros en vez de cuidar su chacra?… ¡Para eso estoy yo, Mesié Pierre, fabricante y vendedor de espantapájaros!…

Y así fue como Anselmo se convenció de que aquello podía ser un oficio y se transformó en ayudante de Mesié Pierre.

Pueden verlo salir del monte detrás de su maestro. Los dos de a caballo, aunque el caballo de Mesié Pierre más parece una muía.

Van de chacra en chacra, ofreciendo su mercancía: espantapájaros de todos los tamaños y colores.

En una de las recorridas, Anselmo se encuentra con un ex-soldado del fortín.

– ¡La pucha! -se ríe el ex-soldado.-¡Quién te ha visto y quién te ve!… ¡De mercachifle, como un gringo!

Porque los gauchos menospreciaban a los comerciantes de la campaña, sobre todo a los vendedores ambulantes, casi todos extranjeros. Preferían otras habilidades: la destreza de un domador, por ejemplo.

– No es vergüenza trabajar -se defendió Anselmo.

– ¡Lo único que te falta es que andes con una cotorra o un monito sobre el hombro, che!

– No es mala idea -opinó Mesié Pierre.

– ¿Y este mamarracho? ¿De dónde salió?

Anselmo temió que los hombres empezaran a discutir y que una palabra trajera la otra y que el ex-soldado sacara a relucir su cuchillo. Porque eran muy frecuentes las peleas de los vagos y mal entrenidos, como se les llamaba entonces a la gente pendenciera y sin ocupación.

Pero no ocurrió así. Mesié Pierre consideró seriamente la posibilidad de llevar un monito o una cotorra sobre el hombro y también la de tener que enfrentar a un señor antipático.

Para demostrar que no tenía miedo arrojó una botella al aire y antes de que tocara el suelo le pegó un limpio puntapié y la partió por la mitad. Luego, con el canto de la mano, partió una tabla como hacen ahora algunos karatekas. El hombre del fortín, que nunca había visto hacer aquellas cosas, desistió de burlarse del francés.

– ¡Muy habilidoso, don!… ¿Ves, Anselmo?… ¡Uno siempre aprende algo de la gente que sabe!

Siguieron viaje. No sólo cabalgaron de día sino también de noche, cosa que el paisano casi siempre evita para no tener sorpresas. Mientras cabalgaban, Mesié Pierre le iba diciendo el nombre de las estrellas, de las constelaciones. Y uno sentía que viajaba por el cielo también, cerca del lucero y la Cruz del Sur (que todos los paisanos conocen) pero también de otros astros, de otros mundos desconocidos, a los que el hombre -decía Mesié Pierre- llegará tarde o temprano.

Detrás de los fortines, desafiando al malón, muchos hombres y mujeres llegados de otros países, construían sus ranchos. Más de tres o cuatro, ya era una pequeña colonia. Y allí llegaba Mesié Pierre y su ayudante. Al principio, con espantapájaros y luego con toda clase de entretenimientos.