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– Porque la gente necesita: primero, pan… ¡y después magia!

Por eso había construido un teatro de títeres, que hablaban en diferentes idiomas (los que conocía Mesié Pierre, que eran muchos) y también una linterna mágica, un cajoncito, aparato anterior a la cámara fotográfica que, mediante un juego de espejos y la luz de una vela, proyectaba en la pared del rancho diferentes láminas, con historias muy impresionantes.

– ¡Uy, uy, uy! -se asustaba un chico.

– ¡Sálvelos, sálvelos! -gritaba una mujer al ver la imagen de un naufragio.

– ¡A ese maldito le rompería la cabeza! -exclamaba un señor muy pacífico al ver a uno de los villanos.

La gente se transformaba, como cuando uno ve una película de aventuras en el cine o en la tele. Y, en verdad, la linterna mágica es como la abuelita de esas invenciones. Y el primer asombrado ¿saben quién era? Sí, adivinaron: el mismo Anselmo, el abuelo de mi abuelo.

Era un gaucho, sí. Pero ahora también un joven que conocía el mundo a través de la linterna mágica y los cuentos de Mesié Pierre.

A veces, a la noche, junto al fuego, miraba los libros del francés, apiladitos como ladrillos. No se animaba a tocarlos. Intuía que allí había muchas aventuras, negadas para los que sabían leer. Como Anselmo, como él, sin ir más lejos.

Mesié Pierre adivinó lo que pensaba el muchacho.

– Es hora de que aprendas a leer, hijo.

"Hijo", dijo. Y a Anselmo se le llenaron los ojos de lágrimas.

***
***

El episodio de la bicicleta, no lo desanimó. Lejos de eso, se puso a leer cuanto libro había acerca de los inventos modernos y las formas de realizarlos. De haber estado en Buenos Aires, es posible que lo hubieran nombrado académico o rector de un colegio nacional como a su compatriota Amadeo Jacques o bibliotecario de la Biblioteca Nacional, como a ese otro ilustre compatriota: Paul Groussac. Pero él estaba en medio del campo, en una tierra que asolaban los malones, los matreros, aventureros y bandidos de todas las especies. Era un gran maestro, pero con un solo alumno: Anselmo, el abuelo de mi abuelo.

El seguía con sus costumbres de gaucho (pialar, domar, bolear avestruces, jugar a la taba y la sortija) pero ya conocía los rudimentos de varios idiomas, que conversaba con el francés.

– ¡Hablan el idioma del Diablo! -dijo un comisario a un juez de paz, en un pueblo de frontera.

– Habrá que interrogarlos como Dios manda…

– Pa empezar, ¡me los voy a meter en el cepo!

Y por eso pasó lo que pasó.

"Para un criollo -decía años más tarde el abuelo de mi abuelo- ser o parecer civilizado, es casi una herejía". Recordaba las desventuras por las que había pasado junto a su maestro, Mesié Pierre.

Porque una noche, Mesié Pierre y Anselmo fueron detenidos.

– ¿De qué se nos acusa? -preguntó el francés.

– ¡De practicar brujería, che! -le informó el comisario.

– No somos brujos, don, somos gente decente…

– ¡Vos te callas, mocoso!

– ¡Exijo ver al cónsul de mi país! -exclamó Mesié Pierre.

– ¡Aquí no tenemos de esas cosas, jua, jua, jua! -se rió el comisario.

– ¡Un abogado, quiero ver a un abogado! -chillaba Mesié Pierre.

Todo fue en vano. Anselmo y el francés fueron llevados a un calabozo.

Mesié Pierre pidió una pluma y un papel porque quería escribir su defensa. Más modesto, Anselmo pidió un tazón de mate cocido.

– ¡Estos dos se creen que están en un hotel! -se rió, otra vez, el comisario.

Pasó una noche y otra. Mesié Pierre exigió que le devolvieran sus libros. Pero los había confiscado el juez de paz.

– ¡No tienen derecho a quitarme los libros! -se quejaba el francés.

– ¡Es inútil! -pensó Anselmo en voz alta.- ¡Estos no entienden razones!

– ¡A un hombre no se le puede privar ni del pan ni de la lectura! -declamaba Pierre como si estuviera en las barricadas de la Revolución Francesa.

Anselmo creyó que su amigo se había vuelto loco, así que no hizo ningún comentario.

Se quedó silbando bajito, pensando en la manera de huir.

Habían pasado varias semanas. El francés seguía recitando la declaración de los Derechos del Hombre ante la indiferencia de dos o tres milicos, que mateaban bajo el alero. Por fin el francés se cansó. Dejó de gritar y, al igual que Anselmo, adoptó la actitud de un perro sumiso y apaleado. Lo que Anselmo temía, es que alguien lo reconociera como a un desertor y lo enviara de regreso al fortín. Prefería ser un preso de comisaría de pueblo. Más tranquilo. Una mañana los hicieron formar junto a unos borrachos y los llevaron hasta la plaza del pueblo para hacer algunos trabajitos. Era costumbre entonces que los presos poco peligrosos trabajaran en cosas así, bajo la vigilancia de uno o dos guardias.

A las dos horas, vieron llegar, por la Calle Mayor, a una diligencia que iba para Mendoza.

– ¡Hay que abordarla, Pierre! -propuso Anselmo.

– No tenemos dinero para el pasaje -recordó el francés.

– ¡Después nos ocuparemos de ese detalle! -se impacientó el abuelo de mi abuelo.

El postillón, el guía de la diligencia, estaba cambiando sus cabalgaduras.

– ¿Dónde estarán nuestros caballos? -suspiró Mesié Pierre.

– ¡Olvídalos!

Sonó la corneta del postillón y la diligencia se puso en marcha. Pierre echó a correr, abrió la puerta del carruaje y se metió junto a dos lindas pasajeras, mientras Anselmo se encaramaba a lo alto de la diligencia y se sentaba en el pescante, junto al postillón.

– ¡Métale, compañero! -ordenó, mientras sentía el aire que le golpeaba la cara, el aire del campo, el aire libre que lo llenaba de alegría.

Las señoritas lo inspiraban a Mesié Pierre. Aunque estaba algo maltrecho después de su temporada en el calabozo, de pronto recuperaba cierto aire elegante y negligente, de gran señor. Pierre (literalmente muerto de hambre) no se abalanzó sobre las presas de pollo que comían las dos muchachas. Aceptó, sí, un trozo, que comió muy delicadamente. Después, mientras cortaba pan, queso y saboreaba el vino, inició una charla muy amena acerca de sus viajes alrededor del mundo. Las dos jóvenes, que eran señoritas adineradas, habían estado en París junto a sus padres.

– Ellos estarán muy felices en conocerlo, Mesié Pierre. Adoran todo lo francés…

– ¡Magnífico, magnífico! -exclamó Mesié Pierre, que añoraba algo de la vida cómoda de las grandes ciudades.

Entretanto, Anselmo tomaba las riendas de la diligencia y dejaba que el postillón descansara un rato. Así, pagaban el viaje que iba a ser muy largo, muy penoso, por grandes llanuras y después montes y sierras. Es cierto: iban a parar en algunas postas, para reponer fuerzas, cambiar las cabalgaduras, dormir y seguir viaje.

Una de las señoritas que viajaban, era muy bella, de aspecto distinguido; se llamaba Sofía. Al parecer, Mesié Pierre estaba muy interesado en ella. La otra, mucho más joven y muy bella también, se llamaba Liliana.

Anselmo la miró ¡y casi se enamora!

Pero tenía mucho trabajo y estaba muy cansado y sólo pensaba en llegar a Mendoza.

Cuando llegaron a Mendoza, Anselmo buscó trabajo como tropero. Era un buen jinete, muy baqueano, aunque hombre de llanura nomás. Y allí era necesario trepar las sierras, atreverse a la misma cordillera de los Andes. Al principio, Anselmo tuvo un poco de miedo. Se animó, de a poco, conduciendo mulas por el borde del abismo, por desfiladeros muy peligrosos. Recordó que años antes, muchos hombres que veían la cordillera por primera vez, se animaran a cruzar, siguiendo al general San Martín. Claro que ahora no había guerra. Las recuas de mulas llevaban mercadería para Chile y otras las traían a Mendoza. A veces uno veía del otro lado del desfiladero a un grupo de hombres con sus mulas y se asustaba de la inmensidad de la piedra, de esas moles grises, veteadas de blanco -en las alturas, con grietas verdes y rojizas y uno que otro ojo de agua, el comienzo de un manantial allí en lo alto. Cuando soplaba el viento, si los sorprendía en medio del viaje, los arrieros iban bien pegaditos a la piedra, cubriéndose hasta la mitad de la cara con sus ponchos. Sólo temían al viento blanco, ese viento de nevada que cala hasta los huesos y deja a los hombres y a los animales tirados, muertos, si es que no llegan antes a un refugio, si no buscan amparo en las mismas grutas de las montañas. Pero todo eso Anselmo lo fue aprendiendo de a poco. Vio, en la altura, el vuelo del cóndor, las grandes alas extendidas… De pronto, tuvo una idea loca: ¡volar! Claro está: todavía no se habían inventado los aviones…