– Canta bien el hombre -opinó el parroquiano
y miró a los demás algo desafiante, por si alguien opinaba lo contrario.
El payador siguió cantando desdichas y los hombres jugaron un truco y el parroquiano del mostrador le preguntó si tenía rancho y trabajo y Anselmo contestó que no, que nada tenía, sólo la buena voluntad.
– ¡Por algo se empieza! -se rió el parroquiano.
Ese hombre fue quien le indicó a Anselmo que había trabajo en la curtiembre. Allí se presentó Anselmo apenas despuntó el día. El olor de los cueros, los tientos, algún recado junto a la pared, le traían el recuerdo de otros días en el campo. Pero la manera de llevar el cuchillo o de bajar el ala del chambergo sobre las cejas, delataban otra manera de vivir. También la manera de hablar, muy compadre. Anselmo miraba todo y hablaba lo menos posible. Por las conversaciones, supo que esos hombres se jactaban de sus peleas. Y él lo menos que quería era tener un disgusto, recién llegado a la Ciudad.
A la Ciudad, en verdad, la miraba de lejos. Sabía que detrás de esas barracas, al final del arroyo, empezaban las calles empedradas y un poco más lejos los farolitos a gas y los carruajes. Pero no se atrevía aún. Al terminar la semana y cobrar unos pesos, Anselmo iba para los bailes y se lucía revoleando sus botas, floreándose con las mudanzas del gato.
Un día, en uno de esos bailongos del suburbio, un negro con una trompeta empezó a tocar una música desconocida. Un guitarrista ciego, al oírla, punteó sus cuerdas y siguió el ritmo. Algún compadre de la curtiembre sacó a bailar a una mujer.
Anselmo, claro está, no sabía que estaba oyendo y viendo el nacimiento del tango.
En los bailongos, Anselmo conoció a muchos peones y matarifes de los Corrales Viejos. Algunos eran gente de campo, como él, paisanos de la Tierra Adentro que merodeaban por la Ciudad. Unos, trabajaban en los Corrales Viejos, en los Mataderos; otros, llegaban, con las carretas, a Lujan. Entre gauchos y pueblerinos, esos hombres gustaban de las carreras cuadreras, los juegos de naipes, las riñas de gallos, los bailes en los patios de tierra. Le iban tomando el gusto a la Ciudad. Un mozo bailarín, algo mayor que Anselmo, le comentó que trabajaba como mayoral de tranvía.
– Nunca vi un tranvía -dijo Anselmo.
– Es como un carretón con asientos, que va sobre las vías -explicó el otro-, lleva un caballo o dos… ¡y más a veces!
En cuanto a su trabajo, consistía en ayudar a repechar las cuestas, jineteando un caballo brioso. En tramos más tranquilos, tocaba su cornetita de guampa, anunciando la llegada del tranvía.
– Son cosas del Progreso -dijo el mayoral.
Uno contaba un cuento y otro contaba otro y así Anselmo se enteraba de lo que ocurría en la Ciudad.
Una tardecita, por fin, se animó a entrar a Buenos Aires. No lo hizo solo, sino con otros peones de los mataderos y las curtiembres. El mayoral y unos carreros, lo animaron a concurrir a los bailes del Retiro. El aceptó. Ese día cambió las bombachas por un pantalón a rayas, se puso pañuelo blanco al cuello y en vez de botas se calzó unos botines. Parecía otro… o se sentía otro; contento y asustado a la vez. Entraron por el Sur, bordeando el Riachuelo. Algunos llevaban guitarras; uno, un flautín. Se entretuvieron tocando milongas y tanguitos arriba de los carros.
Vio casas altas, de dos y tres pisos; vio almacenes, galpones, el empedrado de las calles, las esquinas, los vigilantes, las lavanderas con sus fardos de ropa en la cabeza; un grupo de chicos que salía de la escuela con delantales blancos, vio al manisero, al afilador, a los vendedores ambulantes, a los organilleros y a los hombres que bailaban tanguitos en la vereda.
Por la Recova, cerca del Retiro, se paseaban unas morenas y también unas muchachas que salían de la fábrica de cigarros, además de unas cantantes y actrices con abanicos de pluma. Anselmo vio todo eso y sintió que el corazón le saltaba en el pecho. La emoción era tan grande que casi se cae del carro al ver tanta hermosura.
En la Plaza Retiro, algunos soldados de franco y unos muchachos farristas, se divertían tirando bolas de cebo. Un vigilante los llamó al orden. Dos o tres comedidos quisieron intervenir, con tan mala suerte, que recibieron un baldazo de agua. Se armó la gresca. Anselmo, recién bajado del carro, trató de evitar los golpes. Por suerte, un quinteto de guitarra, arpa, acordeón, violín y mandolín, inició la velada con unos lindos valses.
Anselmo miró a la concurrencia: jornaleros, planchadoras, changarines, carreros de la Boca, Barracas y los Corrales Viejos, bailarinas, soldados, marineros que bailaban la habanera, un tragafuegos, cirqueros, mujeres de paso, curiosos y, claro está, el vigilante para cuidar el orden. Todo era una fiesta. Pasaban vendedores de mazamorra y manzanas asadas, volatineros, un carro con muebles de mimbre, un farolero, señoras pintarrajeadas, vendedores de pájaros. Sólo faltaba Mesié Pierre y los espantapájaros y los personajes de la linterna mágica. Pero algo parecido había en la Recova: unas maquinitas con imágenes que se llamaban kinetoscopios. Uno hacía girar la manija y las figuras del kinetoscopio comenzaban a moverse. Como en el cine. Pero el cine todavía no se había inventado. Todo era así como les digo (o como lo veía Anselmo, por lo menos) como una fiesta, como un carnaval.
Al abuelo de mi abuelo le fascinó Buenos Aires; esa parte de Buenos Aires, cercana al río, donde, lo mismo que en los Corrales Viejos, sonaban tangos y milongas.
No fue raro entonces que Anselmo se mudara a la ciudad, para tentar suerte. Encontró trabajo en un corralón de Barracas. Por aquel tiempo, un buen carrero era como un buen jinete en la ciudad. Se subía al pescante de esos carros altos, con ruedas enormes, como las de las carretas. Silbaba (chiflaba, decían ellos) a unos caballos grandes, percherones, que arrastraban tierra negra, verduras, bolsas, lo que fuera. Así como las carretas parecían navegar la pampa, los carros de la ciudad, hacia fines del siglo pasado, aprecian navegar las calles, muy despaciosos y casi siempre adornados con las pinturas y letras de los filiteros. Y allí iba Anselmo, con su pantalón y faja a la cintura y pañuelo bordado con iniciales. Casi siempre de alpargatas. Pero a veces, cuando había que meterse en los fangales del suburbio o, para no ir muy lejos en el andurrial del arroyo Maldonado, Anselmo se calzaba las botas, las que había usado en el fortín y en la pampa y en la cordillera. Y se sentía gaucho otra vez, haciendo rodar el carro que estaba atascado en el lodo, repechando una lomita en lo que hoy es la avenida Juan B. Justo. Es que la ciudad era otra entonces y el campo entraba a los fondos de las casas, donde siempre había un higuera o una enredadera con perfume a jazmín del país.
El país era otro. Es lo que aprendió el abuelo de mi abuelo, el hijo de la india y el criollo, mientras andaba por Buenos Aires y veía llegar gente de tantos países. Casi todos vivían en los conventillos. Como él, que había alquilado una piecita cerca del Corralón.
Al oír las voces del conventillo, los diferentes idiomas de los recién llegados, Anselmo recordó a Mesié Pierre. Porque gracias a él podía entender a los inmigrantes y servirles de traductor. Esto le trajo cierto prestigio en el barrio, donde lo llamaban el lenguaraz, como se les decía a quienes entendían el lenguaje de los indígenas. Y fue así como Anselmo ganó la confianza de los recién llegados y el respeto de los naturales del país: carreros, mayorales, bailarines de tango, matarifes.
Cuando había bailes en el conventillo, allí estaba Anselmo, bailando valsecitos criollos y, si las señoras no se ofendían, uno que otro tanguito.
Un día, bajaron del carro unos italianos que venían a probar suerte en la Argentina. Buscaban las palabras para hacerse entender. Entonces apareció Anselmo, muy comedido, y les fue traduciendo cada cosa.
– Gracias, caballero -dijo la señora mayor-, gracias por hablar en nuestra lengua y hacernos sentir bien, como en casa. Usted no sabe lo que es sentirse extraño en tierra ajena…