– Lo sé. Yo también, de algún modo soy un forastero -pensó Anselmo en voz alta.
Porque no podía olvidar a su madre, una extraña en su propia tierra. Y otra vez rodó un lagrimón por la cara del abuelo de mi abuelo.
Pero no duró mucho. Porque de pronto, distinguió, entre los recién llegados, a la mujer más hermosa que se pudiera imaginar. Bueno, era una chica todavía, una jovencita de quince años, con los ojos celestes y una larga trenza rubia.
Se llamaba Julieta.
El se acercó, le habló en su idioma. La chica sonrió, se sonrojó un poco y después le prometió que serían amigos. No dijo más porque su padre, don Pascual, la estaba mirando. Y don Pascual no quería que se le acercaran los muchachos. Prudente, Anselmo se retiró.
En el barrio había un compadrito que se llamaba Machete. Tenía la mala costumbre de molestar a lavanderas, costureras, a las chicas que iban a la fábrica. Había echado fama de guapo y se reclinaba en el buzón de la esquina. Cada vez que pasaba Anselmo, por una razón u otra, Machete se le cruzaba o escupía provocándolo. Pero Anselmo no respondía a las provocaciones.
– Permiso -decía y seguía su camino.
El otro se reía, creyendo que lo había atemorizado.
Pero Anselmo estaba ocupado en otras cosas. Siguiendo los consejos de Mesié Pierre, el abuelo de mi abuelo leía libros y más libros. En ese entonces había bibliotecas públicas y también de algunas colectividades, como la española y la italiana. Y allí se metía Anselmo. Dicen que era el carrero más leído de Barracas.
Seguía frecuentando los bailes… pero menos. Buscaba pretextos para quedarse en el conventillo. ¿Y por qué?… ¡Para ver a Julieta!… Sí, señor, estaba enamorado otra vez.
A ella le causaba gracia que Anselmo la estuviese mirando a cada rato.
– ¿Qué miras, mirón? -le preguntaba.
– A vos -se animaba a decir Anselmo y veía partir a Julieta hacia la fábrica de cigarros.
Algunos compadritos, en la vereda, molestaban a las chicas que a esa hora iban a la fábrica.
Esa fue la oportunidad que tuvo Anselmo para ofrecerse como acompañante de Julieta. La muchacha aceptó. Y, durante meses, se vio a la parejita caminando por las veredas, muy entretenidos en la conversación.
Un día, don Pascual, llamó a su hija. Estaba muy preocupado.
– Usted sabe, hija, que somos gente decente.
– Sí, papá.
– Y que yo espero para usted lo mejor.
– Sí, papá.
– Y no me gustaría verla casada con un compadrito, bailarín de tangos…
"¡Ah!… Era eso…", pensó Julieta.
– … por eso pensé que podía comprometerse con Nicola, el hijo de mi paisano, un muchacho que…
– ¿Por qué tanto apuro en casarme? -preguntó la muchacha. Y salió corriendo, a punto de llorar.
Pero Anselmo ya no era un chico. Había dejado de serlo y ya pensaba y hablaba como un hombre. Así que fue a conversar con su amiga y a decirle que la quería. Y después, sin esperar más, se presentó ante don Pascual. Y dijo, en español y en italiano:
– Don Pascuaclass="underline" vengo a pedir la mano de su hija. Sé que no tengo otros méritos que el ser un hombre de trabajo, aficionado a la lectura. No nací en cuna de oro, sino en un fortín y pude haber nacido en una toldería. Pero aprendí a defenderme y a defender a los demás, si es preciso. Yo podré cuidar de Julieta, si usted y su señora lo permiten. Y haré que mis hijos honren la tierra de su madre tanto como la mía, que ahora es la suya también, don Pascual.
Estaba muy inspirado el abuelo de mi abuelo. Creía en lo que decía. Intuía que el país, todavía muy joven entonces, iba a crecer con los criollos y los inmigrantes, con gente como él y Julieta. No fue fácil convencer a don Pascual. Sin embargo, gracias a su mujer y a los vecinos que se habían encariñado con Anselmo, accedió, por fin.
Hubo un lindo casorio en el conventillo. Con farolitos de papel y acordeones que tocaron polcas y tarantelas.
Y algún tanguito también -¿por qué no?- que acompañó la guitarra del payador.
A su inspiración se deben estos versos:
Siguió cantando el payador, soñando el porvenir. Entretanto, Julieta y Anselmo, se sacaban una foto de bodas.
Pedro Orgambide