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– Porque -dijo tranquilamente agarrando a Eddie por el codo- te habríamos perdido en aquel incendio. Habrías muerto. Y no era tu hora.

Eddie jadeó con fuerza.

– ¿Mi… hora?

El capitán continuó.

– Estabas obsesionado con entrar allí. Casi dejas fuera de combate a Morton cuando intentó impedírtelo. Nos quedaba un minuto para irnos y, maldita sea, eras demasiado fuerte para luchar contigo cuerpo a cuerpo.

Eddie notó un arranque final de rabia y agarró al capitán por el cuello. Se lo acercó. Vio sus dientes amarillos de tabaco.

– ¡Mi… pierna! -soltó encolerizado-. ¡Mi vida!

– Te disparé a la pierna -dijo el capitán tranquilamente- para salvarte la vida.

Eddie le soltó y cayó exhausto hacia atrás. Le dolían los brazos. La cabeza le daba vueltas. Durante muchos años le había obsesionado aquel momento, aquel error, que cambió toda su vida.

– En aquella cabaña no había nadie. ¿En qué estaba pensando yo? Si no hubiera entrado allí… -Su voz se convirtió en un susurro.- ¿Por qué no morí entonces?

– No se abandona a nadie, ¿recuerdas? -dijo el capitán-. Lo que te pasó a ti… ya lo había visto antes. Un soldado llega a un punto determinado y luego ya no puede seguir. A veces pasa en plena noche. Un hombre sale de su tienda y empieza a andar, descalzo, medio desnudo, como si volviera a casa, como si viviera a la vuelta de la esquina.

»A veces ocurre en pleno combate. El hombre deja caer su arma y se queda con los ojos en blanco. Ha terminado. Ya no puede luchar más. Habitualmente le alcanza un disparo.

»En tu caso, pasó lo mismo, te viniste abajo delante de un incendio un minuto antes de que nos hubiéramos ido de ese sitio. Yo no podía dejar que te quemaras vivo. Imaginé que la pierna se curaría. Te sacamos de allí y los otros te llevaron a la unidad médica.

La respiración de Eddie le sonaba como un martillo dentro del pecho. Tenía la cabeza manchada de barro y hojas. Le llevó un momento hacerse cargo de lo último que había dicho el capitán.

– ¿Los otros? -dijo Eddie-. ¿A qué se refiere con «los otros»?

El capitán se levantó. Se quitó una rama de la pierna.

– ¿Me volviste a ver? -preguntó.

Eddie no lo había vuelto a ver. A él le habían llevado en avión al hospital militar y al final, debido a sus problemas de salud, lo licenciaron y lo devolvieron a Estados Unidos. Se había enterado, meses después, de que el capitán no había salido con vida, pero imaginó que fue en un combate posterior con otra unidad. Al final recibió una carta, con una medalla dentro, pero Eddie la dejó a un lado, sin abrir. Los meses posteriores a la guerra fueron oscuros y duros, y se olvidó de detalles que no tenía interés en recordar. Finalmente, cambió de dirección.

– Ya te lo he dicho antes -dijo el capitán-. ¿Tétanos? ¿Fiebre amarilla? ¿Todas aquellas inyecciones? Sólo una gran pérdida de tiempo.

Asintió con la cabeza mirando a algún lugar por encima del hombro de Eddie. Éste se volvió para mirar.

Lo que vio, de pronto, ya no eran las colinas áridas, sino la noche de su fuga, la luna nebulosa en el cielo, los aviones que llegaban, las cabañas en llamas. El capitán conducía el vehículo con Smitty, Morton y Eddie dentro. Éste iba tumbado en el asiento de atrás, con quemaduras, herido, semiconsciente. Morton le había hecho un torniquete por encima de la rodilla. El bombardeo cada vez se oía más cerca. El cielo negro se encendía cada pocos segundos, como si el sol estuviera parpadeando. El vehículo se desvió cuando llegaron a la cima de una colina y luego se detuvo. Había una puerta, una construcción provisional hecha de madera y alambre, pero como el terreno caía verticalmente a los dos lados, no la podían rodear. El capitán agarró un fusil y se apeó de un salto. Disparó al candado y abrió la puerta de un empujón. Hizo un gesto a Morton de que se pusiera al volante, luego se señaló los ojos, indicando que él inspeccionaría el camino, que zigzagueaba entre espesos árboles. Corrió como pudo con los pies descalzos unos cincuenta metros pasada la curva del camino.

El sendero estaba despejado. Hizo gestos con la mano a sus hombres. Un avión zumbaba por encima y él alzó la vista para ver a qué lado estaba. Fue en aquel momento, mientras miraba al cielo, cuando sonó aquel pequeño chasquido bajo su pie derecho.

La mina terrestre explotó inmediatamente, como una llama que saliera despedida del corazón de la tierra. Mandó al capitán unos seis metros por los aires y lo hizo pedazos. Un trozo en llamas de hueso y cartílago y cientos de pedazos de carne abrasada volaron por encima del barro y aterrizaron en los ficus.

La segunda lección

– Dios santo -dijo Eddie cerrando los ojos y echando la cabeza hacia atrás-, ¡Dios, Dios! No lo sabía, señor. Es terrible. ¡Es espantoso!

El capitán asintió con la cabeza y apartó la vista. Las colinas habían recuperado su aridez, los huesos de animal, la carreta rota y los restos quemados de la aldea. Eddie se dio cuenta de que aquél era el sitio donde estaba enterrado el capitán. No tuvo funeral. Ni ataúd. Simplemente su esqueleto despedazado quedó cubierto por el barro.

– ¿Ha estado esperando aquí todo este tiempo? -susurró Eddie.

– El tiempo -dijo el capitán- no es lo que tú crees. -Se sentó al lado de Eddie.- Morir no es el final de todo. Creemos que lo es. Pero lo que pasa en la tierra sólo es el comienzo.

Eddie parecía perdido.

– Imagino que es como en la Biblia, el acuerdo de Adán y Eva -dijo el capitán-. La primera noche de Adán en la tierra, cuando se tumba a dormir, cree que ha terminado todo, ¿no? No sabe lo que es el sueño. Se le cierran los ojos y cree que deja este mundo, ¿no?

«Sólo que no pasa eso. Se despierta la mañana siguiente y tiene un mundo nuevo del que ocuparse, pero tiene además otra cosa. Tiene su ayer.

El capitán sonrió.

– Según lo veo yo, eso es lo que nos pasa aquí, soldado. El cielo es eso. Uno se entera de cuál es el sentido de su ayer.

Sacó la funda de los cigarrillos que era de plástico y le dio un golpecito con el dedo.

– ¿Me sigues? Yo nunca he sido demasiado bueno explicándome.

Eddie observó atentamente al capitán. Siempre había creído que era mucho mayor que él. Pero ahora, sin el polvo de carbón en la cara, Eddie se fijó en las escasas arrugas de su piel y en su cabeza llena de pelo negro. Sólo debía de tener unos treinta años.

– Usted ha estado aquí desde que murió -dijo Eddie-, pero eso es el doble de lo que vivió.

El capitán asintió con la cabeza.

– Te he estado esperando.

Eddie bajó la vista.

– Es lo que dijo el Hombre Azul.

– Bien, también él te estuvo esperando. Era parte de tu vida, parte del porqué has vivido y de cómo lo has hecho, parte de la historia que necesitabas saber, pero él te la contó y ahora está más allá, y dentro de un momento yo también me iré. De modo que escucha, porque esto es lo que necesitas saber de mí.

Eddie notó que se le enderezaba la espalda.

– Sacrificio -dijo el capitán-. Tú hiciste uno. Yo hice otro. Todos los hacemos. Pero tú estabas enfadado por haberlo hecho. No dejabas de pensar en lo que habías perdido.

»No lo entendías. El sacrificio es parte de la vida. Es algo que debe asumirse. No es algo que se deba lamentar. Es algo a lo que debemos aspirar. Pequeños sacrificios. Grandes sacrificios. Una madre trabaja para que su hijo pueda ir al colegio. Una hija vuelve a casa para cuidar a su padre enfermo.

»Un hombre va a la guerra…

Se interrumpió durante un momento y miró al nebuloso cielo gris.

– Rabozzo no murió por nada, ¿sabes? Se sacrificó por su país, y su familia lo supo, y su hermano pequeño llegó a ser un buen soldado y un gran hombre gracias a su ejemplo.

»Yo tampoco morí por nada. Aquella noche, todos podríamos haber pasado por encima de aquella mina. Entonces habríamos desaparecido los cuatro.