»Emile contrató a cientos de trabajadores, trabajadores del lugar, trabajadores de las ferias y trabajadores extranjeros. Trajo animales, acróbatas y payasos. La entrada fue lo último que se terminó, y era grande de verdad. Todo el mundo lo decía. Cuando estuvo terminada, me llevó allí con los ojos tapados con una venda. Cuando me la quitó, lo vi.
La anciana se alejó un poco de Eddie. Le miró con curiosidad, como si estuviera decepcionada.
– ¿La entrada? -dijo-. ¿No la recuerdas? ¿Nunca te preguntaste por su nombre? ¿El del sitio donde trabajabas? ¿Donde trabajaba tu padre?
Se tocó el pecho suavemente con los dedos cubiertos con guantes blancos. Luego se inclinó, como si se presentara de un modo formal.
– Yo -dijo- soy Ruby.
Tiene treinta y tres años. Se despierta sobresaltado, jadeante. Tiene el pelo espeso, negro y empapado de sudor. Parpadea repetida- mente en la oscuridad, tratando desesperado de verse el brazo, los nudillos, cualquier cosa que le indique que está aquí, en el apartamento de encima de la panadería, y no de vuelta a la guerra, en la aldea en llamas. Aquel sueño. ¿Nunca pararía?
Sólo son las cuatro de la mañana. Inútil volver a dormirse. Espera hasta que recupera el resuello, luego se levanta lentamente de la cama, tratando de no despertar a su mujer. Pone primero la pierna derecha en el suelo, siguiendo la costumbre, para evitar la irremediable rigidez de la izquierda. Eddie empieza cada mañana del mismo modo. Un paso y luego cojear.
En el cuarto de baño, se mira los ojos inyectados en sangre y se echa agua a la cara. Siempre es el mismo sueño: él andando entre las llamas en Filipinas en su última noche de guerra. Las cabañas de la aldea están envueltas en llamas y hay un sonido agudo constante. Algo invisible golpea sus piernas y él trata de aplastarlo, pero falla, y luego intenta aplastarlo otra vez y vuelve a fallar. Las llamas se hacen más intensas, rugiendo como un motor, y entonces aparece Smitty gritándole: «¡Vamos!¡Vamos!». Él intenta hablar, pero cuando abre la boca, un sonido agudo sale de su garganta. Entonces algo le agarra por las piernas y tira de él desde debajo del barro del suelo.
Y en ese momento se despierta. Sudando. Jadeando. Siempre lo mismo. Lo peor no es el insomnio. Lo peor es la oscuridad en que le deja el sueño, una película gris que nubla el día; incluso sus momentos felices quedan recluidos en una especie de agujeros hechos en una dura capa de hielo.
Se viste rápidamente y baja por la escalera. El taxi está aparcado junto a la esquina, el lugar habitual, y Eddie limpia la humedad del parabrisas. Nunca le habla a Marguerite de esa oscuridad. Ella le acaricia el pelo y le dice: «¿Qué pasa?». Y él contesta: «Nada, tengo palpitaciones», ya está. ¿Cómo puede explicarle tanta tristeza cuando ella cree que le hace feliz? La verdad es que no se lo puede explicar ni a sí mismo. Lo único que sabe es que apareció algo delante de él, interrumpiendo su camino, que le hizo renunciar a las cosas, renunciar a estudiar ingeniería y renunciar a la idea de viajar. Está sentado sobre su vida. Y allí permanece.
Esta noche, cuando Eddie regresa del trabajo, aparca el taxi en la esquina. Sube lentamente por la escalera. De su apartamento llega música, una canción conocida:
Abre la puerta y ve la tarta encima de la mesa y una bolsita atada con una cinta.
– ¿Cariño? -grita Marguerite desde el dormitorio-. ¿Eres tú?
Él levanta la bolsa blanca. Caramelo quemado. Del parque de atracciones.
– Cumpleaños feliz… -Marguerite sale cantando con su suave y dulce voz. Está guapa, lleva el vestido estampado que le gusta a Eddie; se ha peinado y pintado con esmero. Él nota que necesita respirar, siente que no merece ese momento. Lucha contra la oscuridad de su interior. «Déjame en paz -le grita a esa oscuridad-. Déjame sentir como debería sentir.»
Marguerite termina la canción y le besa en los labios.
– ¿Quieres reñirme por el caramelo quemado?-susurra.
Él va a besarla otra vez. Alguien llama a la puerta.
– ¡Eddie! ¿Estás ahí? ¿Eddie?
El señor Nathanson, el panadero, vive en el apartamento de la planta baja, detrás de la panadería. Tiene teléfono. Cuando Eddie abre la puerta, está parado en el umbral. Lleva bata. Parece preocupado.
– Eddie -dice-, baja. Te llaman por teléfono. Creo que le ha pasado algo a tu padre.
– Yo soy Ruby.
De repente Eddie entendió por qué la mujer le parecía conocida. Había visto una fotografía suya en algún sitio del fondo del taller de mantenimiento, entre los viejos manuales y documentos del dueño original del parque.
– La antigua entrada… -dijo Eddie.
Ella asintió con satisfacción. La entrada original al Ruby Pier había sido una especie de hito, una arcada gigante inspirada en un templo histórico francés, con columnas acanaladas y una cúpula abovedada en lo más alto. Justo debajo de esa cúpula, bajo la que debían pasar todos los que entraran, estaba pintada la cara de una hermosa mujer. Aquella mujer. Ruby.
– Pero desapareció hace mucho tiempo -dijo Eddie-. Hubo un gran…
Hizo una pausa.
– Incendio -dijo la anciana-. Sí, un incendio muy grande. -Hundió la barbilla, y miró hacia abajo detrás de las gafas, como si estuviera leyendo algo de su regazo.
»Fue el día de la Independencia, el 4 de Julio, un día de fiesta. A Emile le encantaban las fiestas. "Son buenas para el negocio", decía. Si el día de la Independencia iba bien, todo el verano iría bien. De modo que Emile organizó unos fuegos artificiales y contrató a una banda de música e, incluso, a trabajadores extra, por lo general peones, para aquel fin de semana.
»Pero pasó algo la noche anterior a la fiesta. Hacía mucho calor, incluso después de ponerse el sol, y algunos de los peones decidieron dormir fuera, detrás de los almacenes. Encendieron fuego en un barril metálico para calentarse la comida.
»Según avanzaba la noche, hubo bebida y juerga. Los trabajadores cogieron algunos de los cohetes más pequeños y los encendieron. Soplaba viento. Las chispas se dispersaron. En aquella época todo estaba hecho de madera y alquitrán…
Meneó la cabeza.
– Lo demás pasó rápidamente. El fuego se extendió por la avenida central hasta los puestos de comida y las jaulas de los animales. Los peones escaparon corriendo. En ese momento vino alguien a nuestra casa a despertarnos. El Ruby Pier estaba en llamas. Desde nuestra ventana vimos el horrible resplandor naranja. Oímos los cascos de los caballos y los vehículos a vapor de la brigada de incendios. La gente estaba en la calle.
»Supliqué a Emile que no saliera, pero fue inútil. Claro que iría. Se acercó al furioso fuego y trató de salvar sus años de trabajo. Estaba dominado por la ira y el miedo, y cuando se incendió la entrada, la entrada con mi nombre y mi retrato, perdió toda sensación de dónde estaba. Estaba tratando de apagarla con cubos de agua cuando le cayó encima una columna.
La anciana unió los dedos y se los llevó a los labios.
– En el curso de una noche nuestras vidas cambiaron para siempre. Como siempre corría riesgos, Emile había asegurado el parque por el mínimo. Perdió su fortuna. El regalo espléndido que me había hecho.