– Me mataste tú -dijo.
Tiene siete años y su regalo es una nueva pelota de béisbol. La aprieta con las manos y nota una oleada de fuerza que le recorre los brazos. Imagina que él es uno de los héroes de sus cromos de jugadores, a lo mejor el gran lanzador Walter Johnson.
– Oye, lánzala-dice su hermano Joe.
Los dos corren por la avenida, pasado el puesto de tiro, donde si uno derriba tres botellas verdes gana un coco y una paja.
– Venga, Eddie -dice Joe-. Lánzala.
Eddie se detiene e imagina que está en un estadio. Lanza la pelota. Su hermano aprieta los codos y se agacha.
– ¡Demasiado fuerte! -chilla Joe.
– ¡Mi pelota! -grita Eddie-. Eres un gilipollas, Joe.
Eddie ve que la pelota va dando golpes por la pasarela y choca contra un poste de un pequeño claro de detrás de las tiendas de la casa de los monstruos. Corre detrás de ella. Joe le sigue. Se tiran al suelo.
– ¿La ves? -dice Eddie.
– No.
Un ruido fuerte les interrumpe. La puerta de una tienda se abre. Eddie y Joe levantan la vista. Ven a una mujer muy gorda y un hombre sin camisa con todo el cuerpo cubierto de pelo rojizo. Monstruos del espectáculo de monstruos.
Los niños quedan paralizados.
– Vosotros, listillos, ¿qué estáis haciendo ahí?-dice el hombre peludo haciendo una mueca-. ¿Buscáis problemas?
A Joe le tiemblan los labios. Empieza a gritar. Se levanta de un salto y se aleja corriendo, con los brazos subiendo y bajando enloquecidamente. Eddie también se levanta, y entonces ve su pelota pegada a un soporte para serrar. Mira fijamente al hombre sin camisa y avanza lentamente hacia la pelota.
– Es mía -murmura. La recoge y corre detrás de su hermano.
Oiga, señor mío -dijo Eddie con voz áspera-. Yo jamás le he matado a usted, ¿de acuerdo? Ni siquiera le conozco.
El Hombre Azul se sentó en un banco. Sonrió como si tratara que un invitado se encontrara cómodo. Eddie siguió de pie, a la defensiva.
– Deja que empiece por mi verdadero nombre -dijo el Hombre Azul-. Me bautizaron con el nombre de Joseph Corvelzchik. Soy hijo de un sastre de un pueblecito polaco. Vinimos a Estados Unidos en 1894. Yo sólo era un niño. Mi madre me subió a la barandilla del barco, y ése es mi recuerdo de infancia más antiguo, mi madre meciéndome a la brisa del nuevo mundo.
»Como la mayor parte de los inmigrantes, no teníamos dinero… Dormíamos en un colchón en la cocina de mi tío. Mi padre se vio obligado a trabajar en una fábrica donde le explotaban cosiendo botones a abrigos, y cuando yo tenía diez años, me sacó del colegio y trabajé en lo mismo que él.
Eddie miraba la cara picada de viruelas del Hombre Azul, sus labios delgados, su pecho hundido. ¿Por qué me está contando esto?, pensó.
– Yo era un niño nervioso por naturaleza, y el ruido del taller sólo contribuyó a empeorar las cosas. Además, era demasiado joven para estar allí, entre todos aquellos hombres, que sudaban y se quejaban.
»Siempre que se acercaba el capataz, mi padre me decía: "Agáchate. Que no se fije en ti". Una vez, sin embargo, tropecé y tiré una bolsa de botones, que se desparramaron por el suelo. El capataz gritó que yo era un inútil, un niño inútil, que me debía ir. Todavía veo aquel momento: a mi padre rogándole como un mendigo callejero, al capataz burlándose y limpiándose la nariz con el dorso de la mano. Yo tenía el estómago encogido de miedo. Entonces noté algo que me mojaba la pierna. Bajé la vista. El capataz señalaba mis pantalones mojados y se reía, y los demás trabajadores también se reían.
»Después de eso mi padre se negaba a hablar conmigo. Consideraba que le había avergonzado y supongo que, dentro de su mundo, eso había hecho. Pero los padres pueden echar a perder a sus hijos, y yo, en cierto modo, me eché a perder después de eso. Yo era un niño nervioso, y cuando me hice mayor, fui un joven nervioso y, lo que era aún peor, por las noches todavía mojaba la cama. Por la mañana metía a escondidas las sábanas en una palangana y las lavaba. Una mañana alcé la vista y vi a mi padre. Él había visto las sábanas mojadas, luego me miró fijamente con unos ojos que jamás olvidaré, como si quisiera romper el vínculo vital entre nosotros.
El Hombre Azul hizo una pausa. Su piel, que parecía empapada por un líquido azul, le hacía pequeños pliegues de grasa en torno al cinturón. Eddie no podía apartar la vista.
– Yo no siempre fui un monstruo, Edward -dijo-. Pero en aquel tiempo la medicina era bastante primitiva. Fui a una farmacia en busca de algo para los nervios. El dueño me dio un frasco de nitrato de plata y me dijo que lo mezclase con agua y lo tomase todas las noches. Nitrato de plata. Posteriormente se lo consideró veneno. Pero era todo lo que yo tenía, y cuando cometía errores en el trabajo, pensaba que era porque no estaba tomando suficiente nitrato. De modo que tomaba más. Me metía entre pecho y espalda dos tragos, a veces tres, y sin agua.
»La gente pronto empezó a mirarme con extrañeza. Mi piel estaba adquiriendo un color ceniciento.
»Yo estaba avergonzado y muy nervioso. Incluso llegué a tomar más nitrato de plata, hasta que la piel pasó de ser gris a ser azul, un efecto secundario del veneno.
El Hombre Azul hizo una pausa. Habló en una voz más baja.
– Me echaron de la fábrica. El capataz dijo que asustaba a los demás obreros. Sin trabajo, ¿cómo me las iba a arreglar para comer? ¿Dónde iba a vivir?
»Encontré una taberna, un sitio oscuro donde me podía ocultar bajo un sombrero y un abrigo. Una noche, un grupo de feriantes estaba al fondo. Fumaban puros. Se reían. Uno de ellos, un tipo más bien bajo con una pata de palo, no dejaba de mirarme. Finalmente se me acercó.
»Al terminar la noche, había llegado a un acuerdo con ellos para aparecer en su espectáculo. Y empezó mi vida como mercancía.
Eddie se fijó en el aspecto resignado de la cara del Hombre Azul. Muchas veces se había preguntado de dónde venían los que se exponían en el espectáculo de monstruos. Suponía que detrás de cada uno de ellos había una historia triste.
– Los de la feria me pusieron nombres, Edward. A veces yo era el Hombre Azul del Polo Norte, otras el Hombre Azul de Argelia y otras el Hombre Azul de Nueva Zelanda. Yo jamás había estado en ninguno de aquellos sitios, claro, pero me complacía que me consideraran exótico, aunque sólo fuera en un cartel escrito. El «espectáculo» era sencillo. Yo me sentaba en el escenario, medio desnudo, mientras pasaba la gente y el presentador les contaba lo patético que yo era. Por medio de eso, conseguía embolsarme unas cuantas monedas. El director dijo una vez que yo era el «mejor monstruo» de su espectáculo y, por triste que suene, aquello me enorgulleció. Cuando uno es un paria, hasta que le tiren una piedra puede ser bien recibido.
»Un invierno vine a este parque de atracciones. El Ruby Pier. Estaban montando un espectáculo que se llamaba Los Hombres Extraños. Me gustó la idea de estar en un sitio fijo y escapar de los traqueteos de las carretas de caballos y de la vida en un espectáculo ambulante.
»Este sitio se convirtió en mi casa. Vivía en la habitación de encima de una tienda de salchichas. Por las noches jugaba a las cartas con otros que trabajaban en el espectáculo, con los hojalateros y, a veces, hasta con tu padre. Por la mañana llevaba camisas de manga larga y me envolvía la cabeza con una toalla, así podía pasear por esta playa sin asustar a la gente. Puede que no parezca mucho, pero para mí era una libertad que había conocido raramente.