– Para empezar, no hables en pasado, ¡no he anulado la boda, sólo la he aplazado! En cuanto a tus explicaciones, ése es el problema precisamente, ya me cuesta a mí creerlas, con que no le pidas a él lo imposible.
– Quizá sea más abierto de mente que tú…
– Adam no sabe utilizar una cámara de vídeo, así que, en materia de androides, tengo dudas de que se sintiera en su salsa en presencia de uno. ¡Vuelve a meterte en tu caja, maldita sea!
– ¡Permíteme que te diga que es una idea estúpida! Exasperada, Julia miró a su padre.
– Bueno, no hace falta que pongas esa cara -dijo él en seguida-. No tienes más que reflexionar un momento. Una caja de dos metros de alto, cerrada en mitad de tu salón, ¿no crees que querrá saber lo que hay dentro?
Al ver que Julia no contestaba, Anthony añadió, satisfecho:
– ¡Lo que yo pensaba!
– Date prisa -suplicó ella asomándose a la ventana-, ve a esconderte en algún sitio, acaba de apagar el motor.
– Qué pequeña es tu casa -dijo Anthony mirando a su alrededor.
– ¡Lo que corresponde a mis necesidades y a lo que puedo permitirme!
– No me lo parece. Si hubiera, qué sé yo, un saloncito, una biblioteca, una sala de billar, aunque sólo fuera un lavadero, al menos podría meterme ahí mientras te espero. Estos apartamentos que sólo tienen una habitación grande… ¡Vaya una manera de vivir! ¿Cómo quieres tener la más mínima intimidad aquí?
– La mayoría de la gente no tiene biblioteca ni sala de billar en su casa.
– ¡Eso serán tus amigos, querida!
Julia se volvió hacia él y le lanzó una mirada furiosa.
– Me has amargado la vida mientras vivías, ¿y ahora has mandado construir esta máquina de tres mil millones de dólares para seguir fastidiándome después de muerto? ¿Es eso?
– Aunque sólo sea un prototipo, esta máquina, como tú dices, está muy lejos de costar una suma tan descabellada; de ser así, nadie podría permitírsela, ¿o qué te crees?
– ¿Tus amigos, quizá? -replicó ella con ironía.
– Desde luego, Julia, qué mal carácter tienes. Bueno, dejemos de discutir, parece que es urgente que tu padre desaparezca, cuando acaba de reaparecer. ¿Qué hay en el piso de arriba? ¿Un desván, una buhardilla?
– ¡Otro apartamento!
– ¿Habitado por una vecina a la que conoces lo suficiente para que vaya a llamar a su puerta a pedirle sal o mantequilla, por ejemplo, mientras te las apañas para librarnos de tu prometido?
Julia se precipitó a los cajones de la cocina, que abrió uno tras otro.
– ¿Qué buscas?
– La llave -susurró mientras ya oía la voz de Adam, llamándola desde la calle.
– ¿Tienes la llave del apartamento de arriba? Te advierto de que si me mandas al desván, lo más probable es que me cruce con tu prometido en la escalera.
– ¡Soy yo la dueña del apartamento de arriba! Lo compré el año pasado con una prima que me dieron en el trabajo, pero todavía no tengo dinero para reformarlo, ¡así que está hecho una leonera!
– Ah, porque, según tú, ¿este apartamento de abajo está ordenado?
– ¡Te voy a matar si sigues dándome la tabarra!
– Aun a riesgo de contradecirte, ya es demasiado tarde. Y si de verdad estuviera ordenada tu casa, ya habrías encontrado las llaves que veo colgadas de ese clavo junto a los fogones.
Julia levantó la cabeza y se precipitó hacia el manojo de llaves. Lo cogió y se lo dio en seguida a su padre.
– Sube y no hagas ruido. ¡Sabe que allí no vive nadie!
– Más valdría que fueras a hablar con él en lugar de regañarme: como siga gritando tu nombre en la calle, terminará por despertar a todo el vecindario.
Julia corrió a la ventana y se inclinó por encima del alféizar.
– ¡Habré llamado al menos diez veces! -dijo Adam retrocediendo un paso en la acera.
– Lo siento, no funciona el telefonillo -contestó Julia. -¿No me has oído llegar?
– Sí, bueno, o sea, justo ahora. Estaba viendo la tele. -¿Me abres?
– Sí, claro -respondió ella, dudosa, sin moverse de la ventana, mientras la puerta del apartamento de arriba se cerraba.
– ¡Vaya, parece que mi visita sorpresa te da una alegría loca!
– ¡Pues claro que sí! ¿Por qué dices eso?
– Porque sigo aquí en la calle. He creído comprender al escuchar tu mensaje que no estabas muy bien, o sea, me ha parecido…, por eso me he acercado a verte según volvía del campo, pero si prefieres que me vaya…
– ¡Que no, que no, ahora mismo te abro!
Se dirigió al telefonillo y pulsó el botón que abría la puerta de entrada. Ésta zumbó, y Julia oyó los pasos de Adam en la escalera. Apenas le dio tiempo a precipitarse a la cocina, coger un mando a distancia, soltarlo al instante asustada -éste no tendría efecto alguno sobre el televisor-, abrir el cajón de la mesa, encontrar el mando adecuado y rezar por que aún funcionaran las pilas. El aparato se encendió en el preciso momento en que Adam abría la puerta.
– ¿Ya no cierras con llave la puerta de tu casa? -preguntó al entrar.
– Sí, pero acabo de abrirla para ti -improvisó Julia mientras en su fuero interno echaba pestes contra su padre.
Adam se quitó la chaqueta y la dejó sobre una silla. Contempló la nieve que parpadeaba en la pantalla.
– ¿De verdad estabas viendo la tele? Pensaba que te horrorizaba.
– Por una vez no me va a pasar nada -contestó Julia tratando de recuperar la sangre fría.
– Tengo que decir que el programa que estabas viendo no es de los más interesantes.
– No te burles de mí, quería apagarla, pero como la utilizo tan poco debo de haberme equivocado de botón.
Adam miró a su alrededor y descubrió el extraño objeto en mitad de la habitación.
– ¿Qué pasa? -preguntó ella con evidente mala fe.
– Por si no te habías dado cuenta, en tu salón hay una caja de dos metros de alto.
Julia se aventuró a darle una explicación azarosa. Se trataba de un embalaje especial, concebido para devolver un ordenador averiado. Los transportistas lo habían dejado por error en su casa, en lugar de en la oficina.
– Debe de ser muy frágil para que lo embaléis en una caja de esta altura.
– Es una máquina complejísima -añadió Julia-, un trasto enorme que abulta mucho, y sí, en efecto, ¡es muy frágil!
– ¿Y se han equivocado de dirección? -siguió preguntando Adam, intrigado.
– Sí, bueno, en realidad me he equivocado yo al rellenar el formulario. Con todo el cansancio que he acumulado estas últimas semanas al final no sé ni lo que hago.
– Ten cuidado, podrían acusarte de desviar fondos de la compañía.
– No, nadie va a acusarme de nada -contestó Julia, traicionando cierta impaciencia en el tono de su voz. -¿Quieres hablarme de algo? -¿Por qué?
– Porque tengo que llamar diez veces y gritar en la calle para que te asomes a la ventana, porque cuando subo te encuentro algo arisca, con la televisión encendida cuando ni siquiera está enchufado el cable de la antena, ¡míralo tú misma! Porque estás rara, nada más.
– ¿Y qué quieres que te oculte, Adam? -replicó Julia, que ya no trataba en absoluto de esconder su irritación.
– No sé, no he dicho que estuvieras ocultándome algo, o si acaso eso tendrías que decírmelo tú.
Julia abrió bruscamente la puerta de su dormitorio y luego la del armario; se dirigió después a la cocina y empezó a abrir cada alacena, primero la de encima del fregadero, luego la de al lado, la otra, y así hasta la última.
– Pero ¿se puede saber qué estás haciendo? -quiso saber Adam.
– Buscar dónde he podido esconder a mi amante, porque es eso lo que me estás preguntando, ¿no? -¡Julia! -¿Qué pasa?
El timbre del teléfono interrumpió la discusión incipiente.
Ambos miraron el aparato, intrigados. Julia descolgó. Escuchó largamente a su interlocutor, le dio las gracias por su llamada y lo felicitó antes de colgar. -¿Quién era?