– Del trabajo. Por fin han resuelto ese problema que bloqueaba la realización del dibujo animado, la producción puede proseguir, cumpliremos los plazos de entrega.
– ¿Ves? -dijo Adam con la voz más suave ahora-. Si nos hubiéramos marchado mañana por la mañana como estaba previsto, hasta habrías estado tranquila durante nuestro viaje de novios.
– Lo sé, Adam, ¡lo siento de verdad, si supieras cuánto! De hecho tengo que devolverte los billetes, los tengo en la oficina.
– Puedes tirarlos o guardarlos de recuerdo, no se podían cambiar ni te devolvían el dinero.
Julia hizo un gesto habitual en ella. Siempre que se abstenía de comentar algo sobre un tema que la disgustaba, enarcaba las cejas.
– No me mires así -se justificó en seguida Adam-. ¡Reconoce que no es muy frecuente anular un viaje de novios tres días antes! Y podríamos habernos ido de todas maneras…
– ¿Sólo porque no te devuelven el dinero?
– No es eso lo que quería decir -dijo Adam, abrazándola-. Bueno, tu mensaje no mentía sobre tu estado de ánimo, no debería haber venido. Necesitas estar sola, ya te he dicho que lo entendía, y no he cambiado de opinión. Me voy, mañana será otro día.
Cuando ya se disponía a cruzar el umbral de la puerta, a través del techo se oyó un ligero crujido. Adam levantó la cabeza y miró a Julia.
– ¡Adam, por favor! ¡Será una rata correteando ahí arriba!
– No sé cómo haces para vivir en esta leonera.
– Estoy bien aquí, algún día podré permitirme una casa grande, ya lo verás.
– ¡íbamos a casarnos este fin de semana, al menos podrías hablar en plural!
– Perdona, no quería decir eso.
– ¿Cuánto tiempo piensas seguir yendo y viniendo entre tu casa y mi piso de dos habitaciones, demasiado pequeño para tu gusto?
– No vamos a entrar otra vez en esa eterna discusión, no es el día más indicado. Te lo prometo, en cuanto podamos permitirnos hacer obras y unir los dos pisos, tendremos sitio suficiente para ti y para mí.
– Si he aceptado no arrancarte de este lugar al que pareces tener más apego que a mí es porque te quiero, pero si de verdad lo desearas, podríamos vivir juntos desde ya.
– ¿De qué estás hablando? -inquirió Julia-. Si estás aludiendo a la fortuna de mi padre, nunca la he querido mientras él estaba vivo, y no voy a cambiar de opinión ahora que ha muerto. Tengo que irme a dormir, ya que no nos marchamos mañana de viaje, me espera un día cargado de trabajo.
– Tienes razón, vete a dormir, y ese último comentario tuyo lo achacaré a tu cansancio.
Adam se encogió de hombros y se fue, sin volverse siquiera al pie de la escalera para ver el gesto de despedida de Julia. La puerta de la casa se cerró tras él.
– ¡Gracias por llamarme rata! ¡Lo he oído! -exclamó Anthony Walsh volviendo a entrar en el apartamento.
– ¿A lo mejor preferías que le dijera que el último grito en androides, fabricado a imagen y semejanza de mi padre, caminaba por encima de nuestras cabezas… para que llamara a una ambulancia y me internara en un psiquiátrico de inmediato?
– ¡Pues habría tenido su gracia! -replicó Anthony Walsh, divertido.
– Dicho esto, si quieres que sigamos intercambiando cortesías, muchas gracias por haberme fastidiado la boda.
– ¡Perdóname por haber muerto, cariño!
– Gracias también por haberme enemistado con el dueño de la tienda que hay debajo de mi casa, y que desde hoy y durante meses pondrá mala cara cada vez que me vea.
– ¡Un zapatero! ¿Qué nos importa?
– ¿Qué pasa, que tú no llevas zapatos? Gracias también por estropearme mi única noche de descanso de la semana.
– ¡A tu edad, yo sólo descansaba la noche de Acción de Gracias!
– ¡Ya lo sé! Y, por último, muchas gracias, aquí ya sí que te has superado, por tu culpa me he portado fatal con mi prometido.
– Yo no tengo la culpa de vuestra pelea, échasela a tu mal carácter, ¡yo no he tenido nada que ver!
– ¿Que tú no has tenido nada que ver? -gritó Julia.
– Bueno, sí, quizá un poco… ¿Hacemos las paces?
– ¿Por esta noche, por ayer, por tus años de silencio o por todas nuestras guerras?
– No he estado en guerra contra ti, Julia. Ausente, sí, desde luego, pero nunca hostil.
– Lo dices de broma, espero. Siempre has intentado controlarlo todo a distancia, sin ningún derecho. Pero ¿qué estoy haciendo? ¡Estoy hablando con un muerto!
– Si quieres puedes apagarme.
– Pues seguro que es lo que tendría que hacer. Volver a meterte en tu caja y devolverte a no sé qué compañía de alta tecnología.
– 1-800-300 00 01, código 654.
Julia lo miró pensativa.
– Es la manera de contactar con la compañía -prosiguió él-. No tienes más que marcar ese número y comunicar el código, pueden incluso apagarme a distancia si tú no tienes el valor de hacerlo, y en menos de veinticuatro horas me quitarán de en medio. Pero piénsalo bien. ¿Cuántas personas querrían pasar unos días más con un padre o una madre que acaba de morir? No tendrás una segunda oportunidad. Tenemos seis días, ni uno más.
– ¿Por qué seis?
– Es una solución que hemos adoptado para resolver un problema ético. -¿Es decir?
– Como bien te imaginarás, un invento como éste plantea ciertas cuestiones de orden moral. Hemos considerado importante que nuestros clientes no pudieran apegarse a este tipo de máquinas, por muy perfeccionadas que estén. Ya existían varias maneras de comunicar con alguien después de muerto, tales como testamentos, libros, grabaciones sonoras o de imágenes. Digamos que aquí el procedimiento es innovador y, sobre todo, interactivo -añadió Anthony Walsh con tanto entusiasmo como si estuviera convenciendo a un posible comprador-. Se trata simplemente de ofrecer a la persona que va a morir un medio más elaborado que el papel o el vídeo para transmitir sus últimas voluntades, y, a los que siguen con vida, la oportunidad de disfrutar unos días más de la compañía del ser querido. Pero no podemos permitir que se establezca una relación afectiva con una máquina. Hemos aprendido de los intentos realizados en el pasado. No sé si lo recuerdas, pero una vez se fabricaron unos muñecos que simulaban recién nacidos, y estaban tan logrados que algunos compradores empezaron a comportarse con ellos como si fueran bebés de verdad. No queremos reproducir ese tipo de desviación. No se trata en absoluto de poder conservar en tu casa indefinidamente un clon de tu padre o de tu madre. Aunque la idea pudiera resultar tentadora.
Anthony observó la expresión dubitativa de Julia.
– Bueno, al parecer, en lo que a nosotros respecta, no es tan tentadora… El caso es que, al cabo de una semana, la batería se agota, y no hay forma alguna de recargarla. Todo el contenido de la memoria se borra, y se extinguen los últimos hálitos de vida.
– ¿Y no hay posibilidad de impedirlo?
– No, se ha previsto todo. Si algún listillo tratara de acceder a la batería, la memoria se formatearía al instante. Es triste decirlo, en fin, al menos para mí, ¡pero soy como una linterna desechable! Seis días de luz y, después, el gran salto a las tinieblas. Seis días, Julia, seis diítas de nada para recuperar el tiempo perdido; tú decides.
– Desde luego, sólo podía ocurrírsete a ti una idea tan extraña. Estoy segura de que eras mucho más que un simple accionista en esa empresa.
– Si aceptas entrar en el juego, y mientras no pulses el botón del mando a distancia para apagarme, preferiría que siguieras hablando de mí en presente. Digamos que es mi pequeño capricho, si te parece bien.
– ¿Seis días? Hace una eternidad que yo no me cojo seis días para mí.
– De tal palo, tal astilla, ¿verdad?
Julia fulminó a su padre con la mirada.
– ¡Lo he dicho por decir, no tienes que tomártelo todo al pie de la letra! -se defendió Anthony.
– ¿Y qué le voy a decir a Adam?
– Antes me ha parecido que te las apañabas muy bien para mentirle.