– ¿Quiere pronunciar algunas palabras? -le preguntó el sacerdote.
– Me gustaría mucho -dijo mirando fijamente el féretro-.
¿Usted quizá, Wallace? -le propuso al secretario personal de su padre-. Después de todo, era usted su amigo más fiel.
– Creo que yo tampoco sería capaz, señorita -respondió el secretario-, y, además, su padre y yo teníamos la costumbre de entendernos en silencio. Quizá una palabra, si me lo permite, no a él, sino a usted. Pese a todos los defectos que le atribuía, sepa que era un hombre a veces duro, a menudo divertido, incluso estrafalario, pero un hombre bueno, sin duda alguna; y la quería.
– Bueno, pues si no me he equivocado al calcular, eso suma más de una palabra -carraspeó Stanley al ver que a Julia se le había empañado la mirada.
El sacerdote recitó una oración y cerró su breviario. Lentamente, el ataúd de Anthony Walsh descendió a su tumba. Julia le tendió una rosa al secretario de su padre. Éste sonrió y le devolvió la flor.
– Usted primero, señorita.
Los pétalos se esparcieron en contacto con la madera, otras tres rosas cayeron a su vez, y los cuatro últimos visitantes del día se alejaron del lugar.
En el otro extremo del camino, el coche fúnebre había dejado paso a dos berlinas. Adam tomó a su prometida de la mano y la llevó hacia los coches. Julia levantó la mirada al cielo.
– Ni una sola nube, un cielo entero azul, azul, azul; no hace ni demasiado calor ni demasiado frío, una temperatura perfecta: era un día maravilloso para casarse.
– Habrá otros, no te preocupes -la tranquilizó Adam.
– ¿Como éste? -exclamó Julia, abriendo mucho los brazos-. ¿Con un cielo así? ¿Con una temperatura como ésta?
¿Con árboles que van a reventar de puro verdes? ¿Con patos en el lago? ¡No lo creo, a menos que esperemos a la próxima primavera!
– El otoño será tanto o más bonito, confía en mí, y ¿desde cuándo te gustan los patos?
– ¡Yo les gusto a ellos! ¿Has visto cuántos había antes, junto a la tumba de mi padre?
– No, no me he fijado -contestó Adam, un poco inquieto por la repentina efervescencia de su prometida.
– Había docenas; docenas de patos salvajes, con sus corbatas de pajarita, habían venido a posarse justo ahí, y han levantado el vuelo nada más terminar la ceremonia. ¡Eran patos que habían decidido venir a mi boda, y que me han acompañado en el entierro de mi padre!
– Julia, no quiero llevarte la contraria hoy, pero no creo que los patos lleven corbatas de pajarita.
– ¿Y tú qué sabes? ¿Acaso tú dibujas patos? ¡Yo sí! De modo que si te digo que ésos se habían puesto su traje de gala, ¡haz el favor de creerme! -gritó.
– De acuerdo, mi amor, tus patos iban de esmoquin, y ahora regresemos ya.
Stanley y el secretario personal los aguardaban junto a los coches. Adam arrastró a Julia, pero ésta se detuvo junto a una lápida en mitad de la gran superficie de césped. Leyó el nombre de aquella que descansaba bajo sus pies y su fecha de nacimiento, que se remontaba al siglo anterior.
– ¿La conocías? -quiso saber Adam.
– Es la tumba de mi abuela. Ahora mi familia al completo descansa ya en este cementerio. Soy la última del linaje de los Walsh. Bueno, exceptuando a varios centenares de tíos, tías, primos y primas desconocidos que viven repartidos entre Irlanda, Brooklyn y Chicago. Perdóname por lo de antes, creo que me he puesto un poco nerviosa.
– No tiene importancia; íbamos a casarnos, y entierras a tu padre, es normal que estés afectada.
Recorrieron el camino. Los dos Lincoln estaban ya a tan sólo unos pocos metros.
– Tienes razón -dijo Adam, contemplando a su vez el cielo-, es un día magnífico; hasta en las últimas horas de su vida tenía tu padre que fastidiarnos.
Julia se detuvo al instante y retiró bruscamente la mano de la de su prometido.
– ¡No me mires así! -suplicó Adam-. Si tú misma lo has dicho al menos veinte veces desde que te anunciaron su muerte.
– ¡Sí, yo puedo decirlo tantas veces como quiera, pero tú no! Sube en el primer coche con Stanley, yo iré en el otro. -¡Julia! Lo siento mucho…
– Pues no lo sientas, me apetece estar sola en mi casa esta noche y guardar las cosas de este padre que nos habrá fastidiado hasta las últimas horas de su vida, como tú mismo has dicho.
– ¡Pero que no lo digo yo, maldita sea, lo dices tú! -gritó Adam mientras Julia subía a la primera berlina.
– Una última cosa, Adam, el día que nos casemos, ¡quiero patos, patos salvajes, docenas de patos salvajes! -añadió antes de cerrar con un portazo.
El Lincoln desapareció tras la verja del cementerio. Contrariado, Adam fue hasta la otra berlina y se instaló en el asiento trasero, a la derecha del secretario personal del difunto.
– ¡O quizá un fox-terrier! Es un perro pequeño pero muerde bien… -concluyó Stanley, sentado junto al conductor, a quien indicó con un gesto que ya podían marcharse.
3
La berlina en la que viajaba Julia recorría despacio la Qu inta Avenida bajo un repentino chaparrón. Parada desde hacía largos minutos, bloqueada en los atascos, Julia contemplaba fijamente el escaparate de una gran juguetería en la esquina con la calle 58. Reconoció en la vitrina la inmensa nutria de peluche gris azulado.
Tilly había nacido un sábado por la tarde similar a ése, en que llovía tan fuerte que la lluvia había terminado por formar pequeños riachuelos que resbalaban por las ventanas del despacho de Julia. Absorta en sus pensamientos, en su cabeza pronto se transformaron en ríos, los marcos de madera de la ventana se convirtieron en las orillas de un estuario de Amazonia, y el montón de hojas que la lluvia empujaba, en la casita de un pequeño mamífero al que el diluvio iba a arrastrar consigo, sumiendo a la comunidad de las nutrias en el más profundo desasosiego.
La noche siguiente fue tan lluviosa como la anterior. Sola en la gran sala de ordenadores del estudio de animación en el que trabajaba, Julia había esbozado entonces los primeros trazos de su personaje. Imposible contar los miles de horas que había pasado ante la pantalla de su ordenador, dibujando, coloreando, animando, inventando cada expresión y cada gesto que daría vida a la nutria azul. Imposible recordar la multitud de reuniones a última hora, el número de fines de semana dedicados a contar la historia de Tilly y los suyos. El éxito que habrían de obtener los dibujos animados recompensarían los dos años de trabajo de Julia y de los cincuenta colaboradores que se habían puesto manos a la obra bajo su dirección.
– Me bajo aquí, volveré a pie -le dijo Julia al conductor.
Éste llamó su atención sobre la violencia de la tormenta.
– Le aseguro que es lo único de este día que merece la pena -prometió Julia cuando ya se cerraba la puerta de la berlina.
El conductor apenas tuvo tiempo de verla correr hacia la juguetería. Qué más daba el chaparrón: al otro lado del escaparate, Tilly parecía sonreírle, contenta con su visita. Julia no pudo evitar hacerle un gesto de saludo; para su sorpresa, una niña que estaba junto al peluche le contestó. Su madre la tomó bruscamente de la mano y trató de arrastrarla hacia la salida, pero la niña se resistía y saltó a los brazos bien abiertos de la nutria. Julia espiaba la escena. La niña se agarraba con fuerza a Tilly, y la madre le daba palmadas en los dedos para obligarla a soltarla. Julia entró en la tienda y avanzó hacia ellas.
– ¿Sabía que Tilly tiene poderes mágicos? -le dijo a la madre.
– Si necesito una vendedora, señorita, ya se lo indicaré -contestó la mujer, lanzándole a la niña una mirada reprobadora.
– No soy una vendedora, soy su madre. -¡¿Cómo dice?! -preguntó la madre, alzando la voz-. ¡Hasta que se demuestre lo contrario, su madre soy yo!
– Me refería a Tilly, el peluche que tanto cariño parece haberle tomado a su hija. Yo la traje al mundo. ¿Me permite que se la regale? Me entristece verla tan sólita en este escaparate tan iluminado. Las luces tan fuertes de los focos terminarán por desteñir su pelaje, y Tilly está tan orgullosa de su manto gris azulado… No se imagina las horas que pasamos hasta encontrarle los colores adecuados de la nuca, el cuello, la barriguita y el hocico, los que le devolverían la sonrisa después de que el río se tragara su casa.