– Mi vecino de abajo, que tiene una zapatería. Habíame de cuando fuiste a ver mis dibujos animados, ¿cómo fue esa tarde?
– Triste, cuando terminó la película. -Te he echado de menos, Tomas.
– Yo también a ti, mucho más de lo que puedes imaginar. Pero deberíamos cambiar de tema. En este restaurante no hay polvo al que podamos tachar de nuestras lágrimas.
– ¡Al que podamos culpar! Eso es lo que querías decir.
– Qué más da. Días como los que viví en España he conocido centenares, aquí o en otra parte, y todavía me pasa a veces. ¿Ves?, de verdad tenemos que hablar de otra cosa, de lo contrario me voy a culpar a mí mismo de aburrirte con mi nostalgia.
– ¿Y en Roma?
– Todavía no me has dicho nada de tu vida, Julia. -Veinte años no se cuentan en un momento, ¿sabes? -¿Te espera alguien? -No, esta noche no. -¿Y mañana?
– Sí, tengo a alguien en Nueva York.
– ¿La cosa va en serio?
– Iba a casarme… el sábado pasado.
– ¿Ibas?
– Tuvimos que anular la ceremonia. -¿Por él o por ti? -Mi padre…
– Decididamente, qué manía tiene. ¿También ha hecho añicos la mandíbula de tu futuro marido?
– No, esta vez la cosa es aún más sorprendente. -Lo siento.
– No, no creo que lo sientas, y no puedo guardarte rencor por ello.
– No te creas, me habría encantado que le partiera la cara a tu prometido… Esta vez siento sinceramente lo que acabo de decir.
Julia dejó escapar una risita, otra más, y al final le entró la risa floja.
– ¿Qué tiene de gracioso?
– Deberías haber visto la cara que has puesto -dijo Julia sin parar de reír-, parecías un niño al que acabaran de pillar in fraganti en la despensa con la boca llena de churretes de chocolate. Ahora entiendo mucho mejor por qué me has inspirado todos esos personajes. Nadie más que tú puede hacer esas muecas. ¡Cuánto te he echado de menos!
– Deja de repetir eso, Julia.
– ¿Por qué?
– Porque ibas a casarte el sábado pasado.
El dueño del restaurante llegó hasta su mesa con una gran fuente en los brazos.
– He encontrado lo que os conviene -lanzó muy contento-. Dos lenguados ligeritos, unas verduritas a la brasa para acompañar y una salsa de hierbas frescas, justo lo necesario para abrir el apetito. ¿Os los preparo?
– Discúlpame -le dijo Tomas a su amigo-, no nos vamos a quedar, tráeme la cuenta.
– Pero ¿qué es lo que oigo? No sé lo que habrá pasado entre vosotros desde hace un momento, pero ni hablar de que os marchéis de mi restaurante sin haber probado mi cocina. Así que cabreaos bien, soltaos todo lo que queráis, mientras yo os preparo estas dos maravillas, y me haréis el favor de reconciliaros antes de probar mis pescados, ¡es una orden, Tomas!
El dueño se alejó para servir los dos lenguados sin apartar la mirada de los dos comensales.
– Me parece que no tienes elección, vas a tener que soportarme un poquito más, si no tu amigo se puede enfadar mucho, mucho -dijo Julia.
– Eso me parece a mí también -dijo Tomas esbozando una sonrisa-. Perdóname, Julia, no debería haber…
– Deja de pedir perdón todo el rato, no te pega nada.
Vamos a intentar comer algo, y luego me acompañas a mi hotel, tengo ganas de caminar a tu lado. ¿Eso puedo decirlo?
– Sí -respondió él-. ¿Cómo ha hecho tu padre esta vez para impedir vuestra boda?
– Olvidemos a mi padre, y habíame mejor de ti.
Tomas contó veinte años de su vida, con muchos atajos, y Julia hizo lo mismo. Al final de la cena, el dueño del restaurante les obligó a probar su soufflé de chocolate. Lo había preparado especialmente para ellos. Lo sirvió con dos cucharillas, pero Julia y Tomas utilizaron una sola.
Se marcharon del restaurante y regresaron atravesando el parque. La luna llena iluminaba el cielo nocturno y se reflejaba en el lago, donde se balanceaban unas barcas amarradas a un pontón.
Julia le contó a Tomas una leyenda china. Éste le narró sus viajes pero nunca sus guerras, ella le habló de Nueva York, de su trabajo, a menudo de su mejor amigo, pero nunca de sus proyectos de futuro.
Dejaron atrás el parque y se adentraron en la ciudad. Julia se detuvo al llegar a una plaza.
– ¿Te acuerdas? -dijo.
– Sí, aquí encontré a Knapp en medio de la multitud. ¡Qué noche más increíble! ¿Qué ha sido de tus dos amigos franceses?
– Hace mucho tiempo que no hablamos. Mathias es librero, y Antoine, arquitecto. Uno vive en París, y el otro en Londres, creo.
– ¿Están casados?
y divorciados, al menos ésas son las últimas noticias que tengo de ellos.
– Anda, mira -dijo Tomas señalando las luces apagadas de un bar-, es el bar al que íbamos siempre cuando quedábamos con Knapp.
– ¿Sabes?, al final encontré esa cifra por la que siempre os peleabais.
– ¿Qué cifra?
– La del número de habitantes del Este que habían colaborado con la Sta si como informadores; la descubrí hace dos años, en una biblioteca, un día que leí una revista que publicaba un estudio sobre la caída del Muro.
– Hace dos años ¿te interesaban esas cosas?
– Un dos por ciento nada más, ¿ves?, puedes estar orgulloso de tus conciudadanos.
– Mi abuela formaba parte de ese dos por ciento, Julia, fui a consultar mi expediente en los archivos. Imaginaba que tenía que haber uno sobre mí, por la evasión de Knapp. Mi propia abuela los informaba, leí en ese expediente páginas y páginas tan detalladas sobre mi vida, mis actividades, mis amigos. Vaya una manera de recuperar mis recuerdos de infancia…
– ¡Si supieras lo que he vivido estos últimos días! Quizá lo hiciera para protegerte, para que no te molestara la policía.
– Nunca lo supe.
– ¿Por eso te cambiaste el apellido? -Sí, para romper con mi pasado, empezar una nueva vida.
– ¿Y yo formaba parte de ese pasado que has borrado? -Hemos llegado a tu hotel, Julia.
Ella levantó la cabeza, el rótulo del Brandenburger Hof iluminaba la fachada. Tomas la abrazó y sonrió con tristeza.
– Aquí no hay árboles, ¿cómo se dice uno adiós en estas circunstancias?
– ¿Crees que la cosa habría funcionado entre nosotros? -¿Quién sabe?
– No sé cómo se dice uno adiós, Tomas, ni siquiera si tengo ganas de hacerlo.
– Ha sido bonito volver a verte, un regalo inesperado de la vida -murmuró él.
Julia apoyó la cabeza en su hombro.
– Sí, ha sido bonito.
– No has contestado a la única pregunta que me preocupa, ¿eres feliz? -Ya no.
– ¿Y tú, crees que la cosa habría funcionado entre nosotros?
– Probablemente. -Entonces has cambiado. -¿Por qué?
– Porque en el pasado, con tu humor sarcástico, me habrías contestado que habríamos ido directos a un fiasco total, que no habrías soportado que yo envejeciera, que engordara, que siempre estuviera por ahí de viaje…
– Pero desde entonces he aprendido a mentir.
– Ahora por fin vuelves a ser tú, tal y como nunca he dejado de amarte…
– Conozco una manera infalible de saber si habríamos tenido una oportunidad… o no.
– ¿Cuál?
Julia posó sus labios sobre los de Tomas. El beso fue largo, semejante al de dos adolescentes que se aman hasta el punto de olvidarse del resto del mundo. Lo tomó de la mano y lo condujo hacia el vestíbulo del hotel. El recepcionista estaba medio dormido en su silla. Julia guió a Tomas hacia los ascensores. Pulsó el botón, y su beso continuó hasta la sexta planta.
La piel de ambos reunida, como los recuerdos más íntimos, se confundía entre las sábanas. Julia cerró los ojos. La mano que era caricia se deslizaba sobre su vientre, las suyas se aferraban a su nuca. La boca rozaba el hombro, el cuello, la curva de los senos, los labios se paseaban, indóciles; sus dedos agarraron el cabello de Tomas. La lengua bajaba, y el placer subía en oleadas, reminiscencia de voluptuosidades nunca igualadas. Las piernas se entrelazaban, los cuerpos se anudaban el uno al otro, ya nada podía separarlos. Los gestos seguían intactos, a veces algo torpes, pero siempre tiernos.