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– En cuanto llegue a casa de Adam -prosiguió Julia mirando a su padre, como retándolo-, lo placo contra la pared, le quito la ropa…

– ¡Ya basta! -gritó Anthony-. Tampoco necesito saber todos los detalles -añadió, recuperando la calma.

– ¿Y ahora me dejas que me duche?

Anthony hizo un gesto de exasperación y se apartó. Pegó el oído a la puerta y oyó a Julia llamar por teléfono.

No, en absoluto quería importunar a Adam si estaba en una reunión, sólo avisarle de que acababa de regresar a Nueva York. Si esa noche estaba libre, podía pasar a buscarla a las ocho, ella lo esperaría en la puerta de su casa. Si surgía algún imprevisto, podía localizarla por teléfono.

Anthony volvió al salón de puntillas y se acomodó en el sofá. Cogió el mando para encender el televisor pero se paró en seco, pues no era el adecuado. Observó el famoso mando blanco y sonrió, dejándolo justo a su lado sobre el sofá.

Un cuarto de hora después, volvió a aparecer Julia, con un impermeable sobre los hombros.

– ¿Vas a algún sitio?

– A trabajar.

– ¿Un sábado? ¿Y con la que está cayendo? -Siempre hay gente en la oficina los fines de semana, y tengo correo atrasado.

Ya se disponía a salir cuando Anthony la retuvo. -¿Julia?

– ¿Y ahora qué pasa?

– Antes de que hagas una tontería muy gorda, quiero que sepas que Tomas todavía te quiere. -¿Y eso tú cómo lo sabes?

– Nos hemos cruzado esta mañana, ¡de hecho me ha saludado muy amable al salir del hotel! Imagino que me había visto en la calle desde la ventana de tu habitación.

Julia fustigó a su padre con la mirada.

– ¡Vete, cuando vuelva quiero que te hayas ido de aquí!

– Para ir ¿adonde? ¿Arriba, a ese desván horroroso?

– ¡No, a tu casa! -contestó ella, cerrando con un sonoro portazo.

Anthony cogió el paraguas colgado del perchero junto a la entrada y salió al balcón que se erguía sobre la calle. Asomado a la barandilla, miró a Julia alejarse hacia el cruce. En cuanto hubo desaparecido, fue a la habitación de su hija. El teléfono estaba sobre la mesilla de noche. Descolgó el auricular y pulsó la tecla de rellamada automática.

Se presentó a su interlocutora como el asistente personal de la señorita Julia Walsh. Por supuesto que sabía que ésta acababa de llamar y que Adam no estaba disponible; era, sin embargo, extremadamente importante que le dijera que Julia lo esperaría antes de lo convenido, a las seis de la tarde en su casa, y no en la calle, puesto que estaba lloviendo. En efecto, era dentro de cuarenta y cinco minutos, por lo que sería mejor interrumpirlo en su reunión, después de todo. Era inútil que Adam la llamara, su móvil se había quedado sin batería y ella había salido a hacer un recado. Anthony le hizo prometer dos veces que entregaría el mensaje a su destinatario y colgó sonriendo, con un aire particularmente satisfecho.

Entonces salió de la habitación, se instaló cómodamente en un sillón y ya no apartó la mirada del mando que descansaba a su lado en el sofá.

Julia hizo girar su sillón y encendió el ordenador. Una lista interminable de correos electrónicos desfiló en la pantalla; echó una rápida ojeada a su mesa de trabajo: la bandeja del correo desbordaba de sobres, y el piloto del contestador automático parpadeaba frenéticamente en la carcasa del teléfono.

Cogió su móvil del bolsillo de su impermeable y llamó a su mejor amigo para pedirle auxilio.

– ¿Tienes gente en la tienda? -le preguntó.

– Con el tiempo que hace, ni una rana, la tarde está perdida.

– Y que lo digas, yo estoy empapada. -¡Entonces ya has vuelto! -exclamó Stanley. -Hace apenas una hora. -¡Podrías haberme llamado antes!

– ¿Cerrarías la tienda para reencontrarte con una vieja amiga en Pastis?

– Pídeme un té, no, mejor un capuchino, bueno, lo que te apetezca; llego en seguida.

Y, diez minutos más tarde, Stanley se reunió con Julia, que lo esperaba sentada a una mesa al fondo de la antigua cervecería.

– Pareces un perro de aguas que se hubiera caído a un lago -le dijo dándole un beso.

– Y tú, un cocker que lo hubiera seguido. ¿Qué has pedido? -preguntó Stanley sentándose.

– ¡Unos huesos para roer!

– Tengo un par de cotilleos jugosos sobre quién se ha acostado con quién esta semana, pero cuenta tú primero; quiero saberlo todo. Deja que adivine, has encontrado a Tomas, puesto que no he sabido nada de ti estos dos últimos días, y a juzgar por tu cara, las cosas no salieron como imaginabas.

– No imaginaba nada…

– ¡Mentirosa!

– i Si querías pasar un rato en compañía de una verdadera idiota, aprovecha, es tu momento!

Julia le contó casi todo de su viaje: su visita al sindicato de los periodistas, la primera mentira de Knapp, las razones de la doble identidad de Tomas, la inauguración de la exposición, la carroza que, en el último momento, el recepcionista del hotel había mandado llamar para conducirla hasta allí; cuando le habló del calzado que había llevado con el vestido de noche, Stanley, escandalizado, apartó su taza de té para pedir un vino blanco seco. Fuera seguía lloviendo, con más fuerza aún. Julia le relató su visita al antiguo Berlín Este, una calle en la que las casas habían desaparecido, el aspecto decadente de un bar que había sobrevivido, su conversación con el mejor amigo de Tomas, su loca carrera hacia el aeropuerto, Marina y, por fin, antes de que Stanley desfalleciera, su reencuentro con Tomas en el parque Tiergarten. Julia prosiguió, describiendo esta vez la terraza de un restaurante en el que se servía el mejor pescado del mundo, aunque apenas lo hubiera probado, un paseo nocturno alrededor de un lago, una habitación de hotel en la que habían hecho el amor la noche anterior y, por último, la historia de un desayuno que nunca había tenido lugar. Cuando el camarero volvió por tercera vez para preguntarles si todo iba bien, Stanley lo amenazó con el tenedor si se atrevía a molestarlos de nuevo.

– Debería haberte acompañado -dijo Stanley-. De haberme imaginado que sería tal aventura, nunca te habría dejado marcharte sola.

Julia removía sin tregua su té. Stanley la miró atentamente, y ella paró.

– Julia, pero si tú no tomas azúcar con el té… Te sientes un poco perdida, ¿verdad? -El «un poco» sobra.

– En cualquier caso, déjame que te tranquilice, no me pega nada que vuelva con esa Marina, confía en mi experiencia.

– ¿Qué experiencia? -replicó Julia sonriendo-. De todas maneras, a estas horas Tomas está a bordo de un avión, rumbo a Mogadiscio.

– ¡Y nosotros, en Nueva York, bajo la lluvia! -respondió Stanley, mirando el chaparrón que se abatía sobre los cristales.

Unos viandantes se habían refugiado bajo el toldo, en la terraza de la cervecería. Un anciano estrechaba a su mujer contra sí, como si quisiera protegerla mejor.

– Voy a poner en orden el caos que es ahora mi vida, lo mejor que sepa -prosiguió Julia-. Supongo que es lo único que puedo hacer.

– Tenías razón, estoy compartiendo un rato con una verdadera idiota. Tienes la suerte increíble de que, por una vez, tu vida esté patas arriba, ¿y tú quieres ponerla en orden? Eres tonta de remate, querida. Y, te lo ruego, sécate ya esas lágrimas, no necesitamos más agua con la que está cayendo; desde luego no es momento de llorar ahora, todavía tengo muchas preguntas que hacerte.

Julia se pasó el dorso de la mano por los párpados y sonrió de nuevo a su amigo.

– ¿Qué piensas decirle a Adam? -quiso saber Stanley-. Llegué a temer que tuviera que acogerlo en mi casa a pensión completa si no volvías. Me ha invitado mañana a casa de sus padres en el campo. Te lo advierto, no metas la pata: le he puesto la excusa de que tenía gastroenteritis.

– Voy a revelarle la parte de verdad que menos daño le haga.

– Lo que más daño hace en el amor es la cobardía. ¿Quieres darte una segunda oportunidad con él o no?

– A lo mejor es horrible decir esto, pero no me siento con el valor suficiente para estar otra vez sola.