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– ¡Pues entonces va a sufrir, ahora no, pero tarde o temprano sufrirá!

– Me las apañaré para protegerlo.

– ¿Puedo preguntarte algo un poco personal?

– Sabes muy bien que nunca te escondo nada…

– ¿Cómo fue esa noche con Tomas?

– Tierna, dulce, mágica, y triste por la mañana.

– Me refiero al sexo, querida.

– Tierno, dulce, mágico…

– ¿Y quieres hacerme creer que estás perdida?

– Estoy en Nueva York, Adam también, y Tomas está ahora muy lejos.

– Lo importante, querida, no es saber en qué ciudad o en qué rincón del mundo está el otro, sino qué lugar ocupa en el amor que a él nos une. Los errores no cuentan, Julia, sólo lo que uno vive.

Adam se apeó de un taxi y se enfrentó al chaparrón. Las alcantarillas rebosaban agua. Saltó a la acera y llamó con insistencia al telefonillo. Anthony Walsh abandonó su butaca.

– ¡Ya va, ya va, un minuto! -gruñó, pulsando el botón que accionaba la apertura de la puerta en la planta baja.

Oyó los pasos en la escalera y recibió a su visitante con una gran sonrisa.

– ¿Señor Walsh? -exclamó éste, asustado, dando un paso atrás.

– Adam, ¿qué lo trae por aquí?

Adam, sin voz, no se movió del rellano.

– ¿Le ha comido la lengua el gato, amigo mío?

– Pero ¿no estaba usted muerto? -balbuceó.

– Vamos, no sea desagradable. Sé que no nos apreciamos mucho, ¡pero vamos, de ahí a mandarme al cementerio…!

– Pero si yo estuve en el cementerio precisamente el día de su entierro -farfulló.

– ¡Vamos, ya está bien, lo suyo ya raya en la grosería! Bueno, no nos vamos a quedar aquí plantados toda la tarde, entre, está usted muy pálido.

Adam avanzó hacia el salón. Anthony le indicó con un gesto que se quitara la gabardina, empapada de agua.

– Disculpe si insisto -dijo, colgando su impermeable en el perchero-, comprenda mi sorpresa, pero mi boda se anuló por su entierro…

– ¿También sería la boda de mi hija, no?

– No creo yo que se inventara toda esa historia sólo para…

– ¿Para dejarlo a usted? No se dé tanta importancia. En nuestra familia somos muy inventivos, pero no la conoce usted bien si piensa que pueda hacer algo tan descabellado. Tiene que haber otras explicaciones, y, si se callara al menos dos segundos, quizá pudiera proponerle una o dos.

– ¿Dónde está Julia?

– Por desgracia, va a hacer veinte años que mi hija perdió la costumbre de mantenerme informado de sus movimientos. Si he de serle sincero, la creía con usted. Hace ya tres horas por lo menos que llegamos a Nueva York.

– ¿Estaba usted de viaje con ella?

– Claro, ¿no se lo dijo Julia?

– Supongo que habría sido un poco difícil para ella, dado que yo me encontraba al pie del avión que traía de vuelta sus restos mortales desde Europa, y con ella en el coche fúnebre que nos llevó hasta el cementerio.

– ¡Es usted cada vez más encantador! ¿Y qué más se va a inventar? ¿No irá a decirme que pulsó usted mismo el botón de la incineradora?

– ¡No, pero lancé un puñado de tierra sobre su ataúd!

– Gracias por tan atento gesto.

– Me parece que no me encuentro muy bien -reconoció Adam, cuya tez lucía un color verdoso.

– Entonces siéntese, en lugar de quedarse de pie como un pasmarote.

Le indicó el sofá.

– Sí, ahí, ¿todavía es capaz de reconocer un lugar donde dejar caer el trasero, o ha perdido todas las neuronas al verme?

Adam obedeció. Se dejó caer sobre el cojín y, al hacerlo, tuvo la mala suerte de pulsar un botón del mando a distancia.

Anthony calló al instante, se le cerraron los ojos, y se desplomó cuan largo era sobre la alfombra ante la mirada petrificada de Adam.

– Imagino que no me habrás traído una foto suya, ¿verdad? -le preguntó Stanley-. Con lo que me hubiera gustado ver cómo es. No digo más que tonterías, pero no soporto cuando te quedas tan callada.

– ¿Por qué?

– Porque ya no consigo contar todos los pensamientos que pasan por tu cabeza.

Su conversación la interrumpió de pronto Gloria Gaynor, que canturreaba / Will Survive en el bolso de Julia.

Ésta sacó su móvil y le enseñó a Stanley la pantalla, en la que se leía el nombre de Adam. Su amigo se encogió de hombros, y Julia contestó la llamada. Oyó la voz aterrorizada de su prometido.

– Tenemos muchas cosas que contarnos tú y yo, bueno, sobre todo tú, pero eso tendrá que esperar, tu padre acaba de sufrir un desmayo.

– En otras circunstancias, podría haberme hecho gracia, pero ahora encuentro tu broma de mal gusto.

– Estoy en tu apartamento, Julia…

– ¿Qué haces en mi casa, si habíamos quedado dentro de una hora? -le dijo, presa del pánico.

– Tu asistente personal llamó para decirme que querías que nos viéramos antes.

– ¿Mi asistente? ¿Qué asistente?

– ¿Y eso qué importa ahora? Te estoy diciendo que tu padre está tumbado en el suelo, inerte en mitad de tu salón; ¡ven lo antes posible, mientras yo voy llamando a una ambulancia!

Stanley se sobresaltó cuando su amiga gritó:

– ¡Ni se te ocurra hacer eso! ¡Llego en seguida!

– ¿Has perdido el juicio? Julia, por mucho que lo he sacudido, no reacciona; ¡ahora mismo llamo a urgencias!

– He dicho que no llames a nadie, ¿me has oído? Estaré ahí dentro de cinco minutos -contestó Julia poniéndose de pie.

– ¿Dónde estás?

– Enfrente de casa, en Pastis; no tengo más que cruzar la calle y subir; ¡mientras tanto no hagas nada, no toques nada, sobre todo no lo toques a él!

Stanley, que no se estaba enterando de lo que ocurría, le dijo bajito a su amiga que se encargaba él de pagar la cuenta. Cuando Julia ya cruzaba el café corriendo, le gritó que lo llamara en cuanto hubiera apagado el fuego.

Julia subió los escalones de cuatro en cuatro y, nada más entrar en su casa, vio el cuerpo inmóvil de su padre tendido en mitad del salón.

– ¿Dónde está el mando? -dijo entrando en tromba en la habitación.

– ¿Qué? -preguntó Adam, totalmente desconcertado.

– Una caja con botones, bueno, en este caso un solo botón, un mando a distancia, ¿sabes lo que es? -contestó Julia barriendo la habitación con la mirada.

– Tu padre está inerte, ¿y tú quieres ver la televisión? Voy a llamar a urgencias para que envíen dos ambulancias.

– ¿Has tocado algo? ¿Cómo ha pasado? -lo interrogó Julia, abriendo todos los cajones uno detrás de otro.

– No he hecho nada especial, salvo hablar con tu padre, al que enterramos la semana pasada, lo cual, pensándolo bien, en sí ya es bastante especial.

– Después, Adam, después podrás hacerte el gracioso, ahora tenemos una emergencia.

– No era mi intención en absoluto hacerme el gracioso. ¿Piensas explicarme lo que está pasando aquí? O dime al menos que me voy a despertar y a reírme yo solo de la pesadilla que estoy teniendo ahora…

– ¡Al principio yo me dije lo mismo! ¿Dónde narices se habrá metido?

– Pero ¿de qué estás hablando?

– Del mando a distancia de mi padre.

– ¡Ahora ya sí que llamo a una ambulancia! -juró Adam, dirigiéndose al teléfono de la cocina.

Con los brazos cruzados sobre el pecho, Julia se interpuso en su camino.

– Tú no das un solo paso más y me explicas exactamente qué es lo que ha pasado.

– Ya te lo he dicho -le contestó Adam, furioso-, tu padre me ha abierto la puerta; tendrás que perdonar mi asombro al verlo, me ha hecho entrar prometiéndome que me iba a explicar el motivo de su presencia aquí. Después me ha ordenado que me sentara, y justo cuando me estaba acomodando en el sofá, se ha desplomado en mitad de la frase que estaba diciendo.

– ¡El sofá! Quita de ahí -gritó Julia, empujando a Adam.

Levantó frenéticamente los cojines uno detrás de otro y suspiró de alivio al encontrar por fin el codiciado objeto.