– Lo que yo decía, te has vuelto completamente loca -masculló Adam.
– Por favor, que funcione, por favor -suplicó Julia, cogiendo el mando blanco.
– ¡Julia! -vociferó Adam-. ¡Me vas a explicar de una maldita vez a qué estás jugando!
– Cállate -dijo ella, a punto de echarse a llorar-, nos voy a ahorrar a los dos muchas palabras inútiles, dentro de dos minutos lo comprenderás todo. Espero que lo comprendas, porque sobre todo espero que funcione…
Imploró a los cielos con una mirada por la ventana, cerró los ojos y pulsó el botón del mando blanco.
– Ya lo ve usted mismo, mi querido Adam, las cosas no siempre son como parecen… -dijo Anthony volviendo a abrir los ojos, y se interrumpió al ver a Julia en mitad del salón.
Carraspeó y se puso en pie, mientras Adam se dejaba caer sin fuerzas en la butaca.
– Caramba -prosiguió Anthony-, ¿qué hora es? ¿Las ocho ya? Se me ha pasado el tiempo volando -añadió, sacudiéndose el polvo de las mangas.
Julia le lanzó una mirada incendiaria.
– Creo que será mejor que os deje solos -prosiguió Anthony, muy incómodo-. Seguro que tenéis muchas cosas que contaros. Escuche bien lo que Julia tiene que decirle, mi querido Adam, esté muy atento y no la interrumpa. Al principio le resultará algo difícil de admitir, pero, con un poco de concentración, ya verá como todo se aclara. Así que nada, ya me marcho, en cuanto encuentre mi gabardina me marcho…
Anthony cogió la gabardina de Adam que colgaba del perchero, cruzó la habitación de puntillas para apoderarse del paraguas olvidado junto a la ventana y salió.
Julia señaló primero la caja en mitad del salón y trató después de explicar lo increíble. A su vez, se dejó caer sobre el sofá mientras Adam recorría nervioso la habitación de un extremo a otro.
– ¿Qué habrías hecho tú en mi lugar?
– No tengo ni idea, ni siquiera sé ya cuál es mi lugar en todo esto. Me has mentido durante una semana entera, y ahora quieres que me crea este cuento chino.
– Adam, si tu padre llamara a la puerta de tu casa al día siguiente de su muerte, si la vida te diera el regalo de pasar unos momentos más con él, seis días para poder deciros todas las cosas nunca confesadas, para revivir todos los secretos de tu infancia, ¿no aprovecharías esa oportunidad, no aceptarías ese viaje aunque fuera absurdo? -Creía que odiabas a tu padre.
– Yo también lo creía y, sin embargo, ya ves, ahora me gustaría disfrutar de unos momentos más con él. No he hecho más que hablarle de mí, cuando hay tantas cosas que me gustaría comprender de él, de su vida. Por primera vez, he podido mirarlo con ojos de adulto, liberada de casi todos mis egoísmos. He admitido que mi padre tenía defectos, yo también los tengo, pero eso no quiere decir que no lo quiera. Al regresar me decía que si podía estar segura de que mis hijos mostraran algún día la misma tolerancia hacia mí, entonces quizá me diera menos miedo ser madre a mi vez, quizá fuera más digna de serlo.
– Eres deliciosamente ingenua. Tu padre ha dirigido tu vida desde el día que naciste; ¿no era eso lo que me decías las raras veces que me hablabas de él? Aun admitiendo que esta historia absurda sea verdad, habrá logrado la increíble hazaña de proseguir su obra incluso después de muerto. ¡No has compartido nada con él, Julia, es una máquina! Todo lo que haya podido decirte estaba grabado previamente. ¿Cómo has podido creerte esta trampa? No era una conversación entre ambos, sino un monólogo. Tú que ideas personajes de ficción, ¿permites que los niños hablen con ellos? Por supuesto que no, simplemente anticipas sus deseos, inventas las frases que los divertirán, que los tranquilizarán. A su manera, tu padre ha empleado la misma estratagema. Te ha manipulado, una vez más. Vuestra semanita los dos juntos no ha sido más que una parodia de reencuentro; su presencia, un espejismo.
Lo que siempre ha sido se ha prolongado unos días más. Y tú, como siempre te ha faltado ese amor que nunca te dio, has caído en la trampa. Hasta permitir que estropeara nuestros planes de boda, y no era la primera vez que intentaba algo así y lo lograba.
– No seas ridículo, Adam, mi padre no decidió morir justo para separarnos.
– ¿Dónde habéis estado los dos esta semana, Julia?
– ¿Y eso qué más da?
– Si no puedes confesármelo, no te preocupes, Stanley lo ha hecho por ti. No se lo reproches, estaba borracho como una cuba; tú misma me dijiste que no resistía la tentación de un buen vino, y escogí uno de los mejores. Lo habría encargado desde Francia con tal de encontrarte, con tal de comprender por qué te alejabas de mí, con tal de saber si tenía que seguir amándote. Habría esperado cien años, Julia, para poder casarme contigo. Hoy ya no siento más que un inmenso vacío.
– Te lo puedo explicar, Adam.
– ¿Ahora sí podrías hacerlo? ¿Y cuando fuiste a mi oficina a anunciarme que te marchabas de viaje, y al día siguiente cuando nos cruzamos en Montreal, y al otro, y todos los demás cuando te llamaba sin que nunca contestaras a mis llamadas ni a mis mensajes? Elegiste ir a Berlín para volver a ver a ese hombre al que no podías olvidar y no me dijiste nada. ¿Qué he sido para ti?, ¿un puente entre dos etapas de tu vida? ¿Alguien tranquilizador al que te aferrabas mientras esperabas algún día el regreso de aquel al que no has dejado nunca de amar?
– No puedes pensar eso -suplicó Julia.
– Y si llamara a tu puerta, en este mismo instante, ¿qué harías?
Julia se quedó callada.
– Entonces, ¿cómo lo sabría yo, puesto que no lo sabes tú misma?
Adam se dirigió al rellano.
– Dile a tu padre, o a su robot, que le regalo mi gabardina. Adam se fue. Julia contó sus pasos en la escalera y oyó cerrarse tras él la puerta de entrada.
Anthony llamó delicadamente con los nudillos antes de entrar en el salón. Julia estaba apoyada en la ventana, con la mirada perdida hacia la calle.
– ¿Por qué lo has hecho? -murmuró.
– Yo no he hecho nada, ha sido un accidente -respondió Anthony.
– Accidentalmente, Adam llega a mi casa una hora antes; accidentalmente, le abres la puerta; accidentalmente, se sienta sobre el mando a distancia y, accidentalmente también, acabas tendido en el suelo en mitad del salón.
– Reconozco que todo eso es una sucesión de señales bastante consecuente… Quizá ambos deberíamos tratar de comprender su relevancia…
– Deja de mostrarte irónico, no tengo ninguna gana de reír, vuelvo a hacerte la misma pregunta por última vez: ¿por qué lo has hecho?
– Para ayudarte a confesarle la verdad, para que tú te enfrentaras a la tuya. Atrévete a decirme que no te sientes ahora más ligera. Aparentemente, quizá más sola que nunca, pero, al menos, en paz contigo misma.
– No hablo sólo de tu numerito de esta tarde…
Anthony respiró profundamente.
– Su enfermedad hizo que tu madre ya no supiera quién era yo antes de morir, pero estoy seguro de que en el fondo de su corazón no había olvidado cómo nos habíamos amado. Yo no lo olvidaré. No fuimos una pareja perfecta ni tampoco padres modelos, estuvimos muy lejos de serlo, desde luego. Conocimos nuestros momentos de incertidumbre, de discusiones, pero nunca, ¿me oyes?, nunca dudamos de la elección que hicimos de estar juntos, del amor que tenemos por ti. Conquistar a tu madre, amarla, tener una hija suya, habrán sido las elecciones más importantes de mi vida, las más hermosas, aunque haya necesitado muchísimo tiempo para encontrar las palabras adecuadas para decírtelo.
– ¿Y en nombre de ese maravilloso amor has arruinado tantas cosas en mi vida?
– ¿Recuerdas ese famoso trocito de papel del que te hablaba en nuestro viaje? Ya sabes, ese que uno conserva siempre cerca, en la cartera, en el bolsillo, en la cabeza; para mí se trataba de esa nota garabateada que tu madre me había dejado la noche en que no pude pagar la cuenta en una cervecería de los Campos Elíseos (ahora comprenderás mejor por qué mi sueño era terminar mis días en París), pero para ti ¿era ese viejo marco alemán que nunca se movió de tu bolso o las cartas de Tomas que tenías guardadas en tu habitación?