– ¿Las leíste?
– Nunca me habría permitido algo así. Pero las descubrí al ir a guardar su última carta. Cuando recibí tu invitación de boda, subí a tu habitación. En medio de ese universo que me llevaba a ti, a todo lo que no he olvidado ni olvidaré jamás, no dejé de preguntarme qué harías el día en que te enteraras de la existencia de esa carta de Tomas, si debía destruirla o dártela, si entregártela el día de tu boda era lo mejor que se podía hacer. Ya no me quedaba mucho tiempo para decidirlo. Pero ya ves, como tú misma bien dices, cuando se le presta atención, la vida nos ofrece señales asombrosas. En Montreal encontré parte de la respuesta a la pregunta que me hacía, sólo parte; el resto te pertenecía a ti. Podría haberme contentado con mandarte por correo la carta de Tomas, pero habías conseguido tan bien cortar todo lazo entre nosotros hasta que me invitaste a tu boda que ni siquiera tenía tu dirección y, ¿habrías abierto siquiera una carta que te hubiera mandado yo? Además, ¡no sabía que iba a morir!
– Siempre tendrás respuesta para todo, ¿verdad?
– No, Julia, estás sola frente a tus decisiones, y desde mucho antes de lo que piensas. Podías apagarme, ¿recuerdas? Bastaba con que pulsaras un botón. Tenías la libertad de no ir a Berlín. Te dejé sola cuando decidiste ir a esperar a Tomas al aeropuerto; tampoco estaba contigo cuando volviste al lugar de vuestro primer encuentro, y mucho menos cuando lo llevaste al hotel. Julia, uno puede echarle la culpa de todo a su infancia, culpar indefinidamente a sus padres de todos los males que padece, de las pruebas a las que lo somete la vida, de sus debilidades, de sus cobardías, pero a fin de cuentas es responsable de su propia existencia; uno se convierte en quien decide ser. Además, tienes que aprender a relativizar tus dramas, siempre hay una familia peor que la propia.
– ¿Como cuál, por ejemplo?
– ¡Pues por ejemplo como la abuela de Tomas, que lo traicionaba!
– ¿Cómo te has enterado tú de eso?
– Ya te lo he dicho, los padres no viven la vida de sus hijos, pero eso no nos impide preocuparnos y sufrir cada vez que sois desgraciados. A veces ello nos impulsa a actuar, a tratar de iluminaros el camino, quizá sea mejor equivocarse por torpeza, por exceso de amor, que quedarse sin hacer nada.
– Si tu intención era iluminarme el camino, has fracasado, estoy en la más completa oscuridad.
– ¡En la oscuridad, sí, pero ya no estás ciega!
– Era cierto lo que decía Adam, esta semana juntos nunca ha sido un diálogo…
– Sí, quizá tuviera razón, Julia, yo no soy ya del todo tu padre, sólo lo que queda de él. Pero ¿no ha sido capaz esta máquina de encontrar una solución a cada uno de tus problemas? ¿Acaso una sola vez durante estos pocos días no he sido capaz de responder a alguna de tus preguntas? Era sin duda porque te conocía mejor de lo que suponías, y quizá, quizá eso te revele algún día que te quería mucho más de lo que imaginabas. Ahora que lo sabes, me puedo morir de verdad.
Julia miró largo rato a su padre y volvió para sentarse a su lado. Ambos permanecieron un rato largo callados.
– ¿Pensabas de verdad lo que has dicho sobre mí? -le preguntó Anthony.
– ¿A Adam? ¿Qué pasa, que también escuchas detrás de las puertas?
– ¡Al otro lado del techo, para ser exactos! He subido a tu desván; con esta lluvia no pensabas que iba a esperar en la calle, podría haber pillado un cortocircuito -dijo sonriendo.
– ¿Por qué no te he conocido antes? -preguntó Julia.
– Los padres y los hijos tardan a veces años en conocerse.
– Me habría gustado que hubiésemos tenido unos días más.
– Creo que los hemos tenido, cariño.
– ¿Cómo ocurrirá todo mañana?
– No te preocupes, tienes suerte, la muerte de un padre siempre es un mal trago, pero tú al menos ya lo has pasado.
– No hagas bromas, no tengo ganas de reír.
– Mañana será otro día, ya veremos lo que pasa.
Cuando ya la noche avanzaba, la mano de Anthony se deslizó hacia la de Julia y por fin la tomó. Los dedos de ambos se entrelazaron y no se separaron. Y, más tarde, cuando ella se durmió, su cabeza fue a apoyarse sobre el hombro de su padre.
Aún no había amanecido. Anthony Walsh tuvo mucho cuidado de no despertar a su hija al levantarse. La tendió delicadamente sobre el sofá y le echó una manta sobre los hombros. Julia masculló algo mientras dormía y se dio media vuelta.
Tras asegurarse de que seguía profundamente dormida, fue a sentarse a la mesa de la cocina, cogió una hoja de papel, un bolígrafo, y se puso a escribir.
Una vez terminada la carta, la dejó bien visible sobre la mesa. Luego abrió su maleta, sacó un paquetito con otras cien cartas atadas con un lazo rojo y fue a la habitación de su hija. Las guardó, con cuidado de no doblar una esquinita de la fotografía amarillenta de Tomas que las acompañaba, y sonrió al cerrar el cajón de su cómoda.
De vuelta en el salón, avanzó hacia el sofá, cogió el mando a distancia blanco, se lo guardó en el bolsillo superior de la chaqueta y se inclinó sobre Julia para besarla en la frente.
– Duerme, mi vida, te quiero.
22
Al abrir los ojos, Julia se desperezó sin prisa. La habitación estaba vacía, y la puerta de la caja de madera, cerrada. -¿Papá?
Pero ninguna respuesta alteró el silencio que reinaba. El desayuno estaba servido en la mesa de la cocina. Contra el tarro de miel descansaba un sobre, entre la caja de cereales y el cartón de leche. Julia se sentó y reconoció la letra.
Hija mía:
Cuando leas esta carta, se me habrán acabado las fuerzas; espero que no me guardes rencor, he preferido evitarte una despedida inútil. Ya es bastante enterrar a un padre una vez. Cuando hayas leído estas últimas palabras, sal de casa unas horas. Vendrán a buscarme, y prefiero que no estés presente. No vuelvas a abrir esta caja, estoy durmiendo en ella, sereno, gracias a ti. Julia mía, gracias por estos días que me has dado. Hacía tanto tiempo que los esperaba, hacía tanto tiempo que soñaba con conocer a la mujer maravillosa en la que te has convertido. Es uno de los grandes misterios de la vida de un padre este que habré aprendido estos últimos días. Hay que saber amaestrar el tiempo en el que uno conocerá al adulto en que se ha convertido su hijo, aprender a cederle paso. Perdóname también por todo lo que no hice o hice mal en tu infancia, sólo yo soy responsable. No estuve presente lo suficiente, no tanto como tú deseabas; me habría gustado ser tu amigo, tu cómplice, tu confidente; sólo he sido tu padre, pero lo seré para siempre. Dondequiera que vaya ahora, llevo conmigo el recuerdo de un amor infinito, mi amor por ti. ¿Recuerdas esa leyenda china, esa historia tan bonita que narraba las virtudes de un reflejo de luna en el agua? Hacía mal en no creer en ella, también eso era sólo cuestión de paciencia; mi deseo se habrá cumplido al final, puesto que esa mujer que tanto esperaba ver reaparecer en mi vida eras tú.
Todavía te recuerdo de niña, cuando corrías a abrazarme… Es tonto decirlo, pero es la cosa más bonita que me ha pasado en la vida. Nada me habrá hecho más feliz que tu risa, que esos cariños de niña que me hacías cuando volvía a casa por la noche. Sé que algún día, cuando te hayas liberado de la pena, volverán a ti los recuerdos. Sé también que nunca olvidarás los sueños que me contabas cuando venía a sentarme al pie de tu cama. Incluso en mis ausencias no estaba tan lejos de ti como creías; aunque sea torpe, aunque no se me dé bien, te quiero. Sólo me queda una cosa que pedirte: prométeme que serás feliz.
Tu padre
Julia dobló la carta. Avanzó hasta la caja en mitad del salón. Acarició la madera con la mano y le murmuró a su padre que lo quería. Con el corazón lleno de pena, obedeció su última voluntad, sin olvidar confiarle la llave de su casa a su vecino. Avisó al señor Zimoure de que esa mañana iría un camión a recoger un paquete en su casa y le pidió que fuera tan amable de abrirles la puerta. No le dejó oportunidad de protestar y se alejó calle arriba, rumbo a una tienda de antigüedades.