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– No veo ninguna.

– A lo mejor es arte moderno, una caja que no se abre, firmada por un gran artista, ¿qué me dices? -añadió Stanley riéndose.

El silencio de Julia le indicó que la cosa no estaba en absoluto para bromas.

– ¿Has probado a darle un empujoncito, un golpe seco, como para abrir las puertas de algunos armarios? Empujas un poquito, y ¡zas!, se abre…

Y mientras su amigo seguía explicándole cómo hacerlo, Julia apoyó la mano en la madera. Apretó como acababa de sugerirle Stanley, y una de las caras de la caja se abrió lentamente.

– ¿Hola? ¿Hola? -se desgañifaba Stanley al teléfono-. Julia, ¿estás ahí?

Se le había caído el teléfono de la mano. Pasmada, Julia contemplaba el contenido de la caja y apenas acertaba a dar crédito a lo que veía.

La voz de Stanley seguía zumbando en el aparato, tirado a sus pies. Julia se inclinó despacio para recoger el teléfono, sin apartar la mirada de la caja.

– ¿Stanley?

– Menudo susto me has dado, ¿estás bien? -Por así decirlo.

– ¿Quieres que me vista y vaya corriendo?

– No -dijo ella con voz átona-, no es necesario.

– ¿Has conseguido abrir la caja?

– Sí -contestó con aire ausente-. Mañana te llamo.

– ¡Me estás preocupando!

– Vuelve a acostarte, Stanley. Un beso.

Y Julia colgó.

– ¿Quién habrá podido mandarme algo así? -se preguntó en voz alta, sola en mitad de su apartamento.

En el interior de la caja, de pie frente a ella, había una especie de estatua de cera de tamaño natural, una réplica perfecta de Anthony Walsh. El parecido era pasmoso; habría bastado que abriera los ojos para cobrar vida. A Julia le costó recuperar el aliento. Por su nuca resbalaban gotitas de sudor frío. Se acercó despacio. La reproducción en tamaño natural de su padre era prodigiosa, el color y el aspecto de la piel mostraban una autenticidad asombrosa. Zapatos, traje gris oscuro, camisa blanca de algodón, todas esas prendas eran idénticas a las que solía llevar Anthony Walsh. Le hubiera gustado tocarle la mejilla, arrancarle un pelo para asegurarse de que no era él, pero hacía tiempo que Julia y su padre le habían perdido el gusto al menor contacto físico. Ni el más mínimo abrazo, ni un beso, ni siquiera una leve caricia en la mano, nada que hubiera podido parecerse a un gesto de ternura. La grieta que los años habían cavado ya no podía colmarse, y mucho menos con un duplicado.

Ya no quedaba más remedio que aceptar lo impensable. A alguien se le había ocurrido la idea terrible de encargar una réplica de Anthony Walsh, una figura como las que se encontraban en los museos de cera, en Quebec, en París o en Londres, un personaje de un realismo aún más asombroso que todo lo que Julia había podido ver hasta entonces. Y, justamente, si no hubiera estado tan asombrada, Julia habría gritado.

Observando con atención la escultura, descubrió en la cara interior de la manga una notita prendida con un alfiler, con una flecha trazada con tinta azul que señalaba hacia el bolsillo superior de la chaqueta. Julia cogió la nota y leyó la palabra que alguien había garabateado en el reverso: «Enciéndeme.» Reconoció al instante la singular caligrafía de su padre.

Del bolsillo que la flecha indicaba, y en el que Anthony Walsh solía guardar un pañuelo de seda, asomaba el borde de lo que a todas luces parecía un mando a distancia. Julia se apoderó de él. Presentaba un único botón, una tecla rectangular de color blanco.

Julia pensó que iba a desmayarse. Era una pesadilla, se despertaría unos momentos después, empapada en sudor, burlándose de sí misma por haber dado crédito a algo tan increíble. Ella que, sin embargo, se había jurado, al ver el féretro de su padre descender bajo tierra, que hacía tiempo que había concluido el duelo por su padre, que no podría sufrir por su ausencia cuando ésta estaba consumada desde hacía casi veinte años. Ella, que casi se había enorgullecido de haber madurado, caer de esa manera en la trampa de su inconsciente, rayaba en lo absurdo y lo ridículo. Su padre había abandonado las noches de su infancia, pero de ninguna manera pensaba permitir Julia que su recuerdo viniera a poblar las de su vida adulta.

El ruido del contenedor de basura trastabillando sobre la acera no tenía nada de irreal. Julia estaba despierta y, delante de ella, una extraña estatua de ojos cerrados parecía aguardar a que se decidiera, de una vez, a pulsar el botón de un simple mando a distancia.

El camión de la basura se alejó por la calle. Julia hubiera preferido que no se fuera; se habría precipitado hasta la ventana, habría suplicado a los basureros que se llevaran de su casa esa pesadilla imposible. Pero la calle estaba otra vez sumida en el silencio.

Rozó la tecla con el dedo, muy despacio, sin encontrar aún la fuerza de aplicar sobre ella la más mínima presión.

Ya estaba bien. Lo más sensato sería cerrar la caja, buscar en la etiqueta los datos de la empresa de transporte, llamarlos al día siguiente a primera hora, darles la orden de que acudieran a llevarse ese siniestro muñeco y, por último, hallar la identidad del autor de esa broma de mal gusto. ¿Quién había podido imaginar una mascarada como ésa, quién de su entorno era capaz de una crueldad así?

Julia abrió la ventana de par en par y respiró profundamente el aire templado de la noche.

Fuera, el mundo seguía tal y como lo había dejado al franquear la puerta de su casa. Las mesas del restaurante griego estaban apiladas unas sobre otras, las luces del rótulo, apagadas, una mujer cruzaba la calle, paseando a su perro. Su labrador color chocolate avanzaba en zigzag, tirando de su correa, para olisquear primero el pie de una farola y luego la pared bajo una ventana.

Julia contuvo el aliento, sujetando bien fuerte el mando a distancia con la mano. Por mucho que repasara mentalmente la lista de sus conocidos, un solo nombre volvía a su cabeza una y otra vez, una sola persona susceptible de haber imaginado una historia así, una puesta en escena como ésa. Movida por la rabia, dio media vuelta y cruzó la habitación, decidida ahora a comprobar que el presentimiento que la embargaba era acertado.

Pulsó la tecla, se oyó un clic, y los párpados de lo que ya no era una mera estatua se abrieron; el rostro esbozó una sonrisa y la voz de su padre preguntó:

– ¿Ya me echas un poquito de menos?

5

– ¡Me voy a despertar! ¡Nada de lo que me está pasando esta noche pertenece al universo de lo posible! Dímelo antes de que me convenza de que me he vuelto loca.

– Vamos, vamos, cálmate, Julia -contestó la voz de su padre.

Dio un paso al frente para salir de la caja y, haciendo una mueca, se desperezó. La exactitud de los movimientos, incluso los de los rasgos de su rostro, apenas un poco inexpresivo, resultaba pasmosa.

– No, hombre, no, no te has vuelto loca -prosiguió-; sólo estás sorprendida, y, te lo concedo, en estas circunstancias, es lo más normal del mundo.

– Nada es normal, no puedes estar aquí -murmuró Julia negando con la cabeza-, ¡es estrictamente imposible!

– Es cierto, pero el que está delante de ti no soy yo del todo.

Julia se llevó la mano a la boca y, bruscamente, se echó a reír.

– ¡El cerebro es de verdad una máquina increíble! He estado a punto de creerlo. Estoy dormida, he bebido algo al volver a casa que no me ha sentado bien. ¿Vino blanco? ¡Eso es, no soporto el vino blanco! Seré tonta, he caído en la trampa de mi propia imaginación -prosiguió, recorriendo la habitación de un extremo a otro-. ¡Concédeme al menos que, de todos mis sueños, éste es con diferencia el más loco!

– Basta, Julia -le pidió delicadamente su padre-. Estás perfectamente despierta y del todo lúcida.

– ¡No, eso lo dudo mucho, porque te veo, porque te hablo y porque estás muerto!

Anthony Walsh la observó unos segundos, en silencio, y contestó amablemente:

– ¡Claro que sí, Julia, estoy muerto!

Y, al ver que ella se quedaba allí parada, mirándolo petrificada, le puso la mano en el hombro y señaló el sofá.