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– ¿Quieres sentarte un momento y escucharme?

– ¡No! -exclamó ella, zafándose de su mano.

– Julia, es de verdad necesario que escuches lo que tengo que decirte.

– ¿Y si no quiero? ¿Por qué tendrían que ser las cosas siempre como tú decides?

– Ya no. Basta con que pulses de nuevo la tecla de ese mando a distancia, y volveré a estar inmóvil. Pero entonces no tendrás jamás la explicación de lo que está ocurriendo.

Julia observó el objeto que sostenía aún en la mano, reflexionó un instante, apretó las mandíbulas y se sentó de mala gana, obedeciendo a ese extraño mecanismo que se parecía tanto a su padre.

– ¡Te escucho! -murmuró.

– Sé que todo esto es un poco desconcertante. Sé también que hace mucho que no hemos tenido noticias el uno del otro.

– ¡Un año y cinco meses!

– ¿Tanto?

– ¡Y veintidós días!

– ¿Tan precisa es tu memoria?

– Todavía recuerdo bien mi fecha de cumpleaños. ¡Le pediste a tu secretario que me llamara para decir que no te esperara para cenar, se suponía que te unirías más tarde, pero no apareciste!

– No lo recuerdo.

– ¡Pues yo sí!

– De todas formas, no es ésa la pregunta importante.

– No te he hecho ninguna pregunta -respondió Julia con la misma sequedad.

– No sé muy bien por dónde empezar.

– Todo tiene siempre un principio, es una de tus eternas réplicas, así que empieza por explicarme lo que está ocurriendo.

– Hace algunos años, me hice accionista de una compañía de alta tecnología, así es como las llaman. Conforme pasaban los meses, sus necesidades financieras aumentaron, por lo que mi parte del capital también, tanto que al final terminé ocupando un puesto en el consejo de administración.

– ¿Otra empresa más absorbida por tu grupo?

– No, esta vez la inversión era sólo a título personal; no pasé de ser un accionista más, pero vamos, se puede decir que era un inversor importante.

– ¿Y qué desarrolla esa compañía en la que invertiste tanto dinero?

– ¡Androides!

– ¿Qué? -exclamó Julia.

– Me has oído perfectamente. Humanoides, si lo prefieres. -¿Para qué?

– No somos los primeros en haber tenido la idea de crear máquinas o robots de apariencia humana para librarnos de todas las tareas que no queremos hacer.

– ¿Has vuelto a la Ti erra para pasar la aspiradora por mi casa?

– Hacer la compra, vigilar la casa, contestar al teléfono, proporcionar respuestas a todo tipo de preguntas…; en efecto, ésas son sólo algunas de las aplicaciones posibles. Pero digamos que la compañía de la que te hablo ha desarrollado un proyecto más elaborado, más ambicioso, por así decirlo.

– ¿Lo que significa?

– Lo que significa dar la posibilidad de ofrecer a los tuyos unos días más de presencia.

Julia lo miraba desconcertada, sin comprender del todo lo que su padre le explicaba. Entonces Anthony Walsh añadió:

– Unos días más, ¡después de haber muerto!

– ¿Es una broma? -preguntó Julia.

– Pues considerando la cara que has puesto al abrir la caja, tengo que decir que lo que tú llamas una broma desde luego es muy lograda -contestó Anthony Walsh, mirándose en el espejo colgado de la pared-. Hay que reconocer que rozo la perfección. Aunque no creo haber tenido nunca estas arrugas en la frente. Se les ha ido un poco la mano.

– Ya las tenías cuando yo era pequeña, de modo que, a no ser que te hayas hecho un lifting, no creo que hayan desaparecido solas.

– ¡Gracias! -respondió él, todo sonrisas.

Julia se levantó para observarlo desde más cerca. Si lo que tenía delante era una máquina, había que reconocer que el trabajo era sobresaliente.

– ¡Es imposible, es tecnológicamente imposible!

– ¿Qué lograste ayer en la pantalla de tu ordenador que hace tan sólo un año te habría parecido del todo imposible?

Julia fue a sentarse a la mesa de la cocina y se tapó la cabeza con las manos.

– Hemos invertido muchísimo dinero para llegar a este resultado, y te diré incluso que yo no soy más que un prototipo. Eres nuestra primera cliente, aunque para ti, por supuesto, el servicio sea gratuito. ¡Es un regalo! -añadió Anthony Walsh, afable.

– ¿Un regalo? ¿Y quién en su sano juicio querría un regalo así?

– ¿Sabes cuántas personas se dicen en los últimos instantes de su vida: «Si lo hubiera sabido, si hubiera podido comprenderlo o darme cuenta, si hubiera podido decirles, si supieran…» -Como Julia parecía haberse quedado sin voz, Anthony Walsh prosiguió-: ¡El mercado es inmenso!

– Esta cosa a la que le estoy hablando, ¿eres tú de verdad?

– ¡Casi! Digamos que esta máquina contiene mi memoria, gran parte de mi córtex cerebral, un dispositivo implacable compuesto por millones de procesadores, dotado de una tecnología que reproduce el color y la textura de la piel, y capaz de una movilidad que se acerca a la perfección de la mecánica humana.

– ¿Por qué? ¿Para qué? -preguntó Julia, estupefacta.

– Para que podamos disfrutar de estos últimos días que nunca tuvimos, unas horas más robadas a la eternidad, sólo para que tú y yo podamos al fin decirnos todas las cosas que no nos dijimos.

Julia se había levantado del sofá. Recorría el salón de un extremo a otro, admitiendo la situación a la que se enfrentaba para acto seguido rechazarla. Fue a la cocina a servirse un vaso de agua, se lo bebió de un tirón y regresó junto a Anthony Walsh.

– ¡Nadie me creerá! -dijo rompiendo el silencio.

– ¿No es eso lo que te dices cada vez que te imaginas una de tus historias? ¿No es ésa la cuestión que te absorbe por completo, mientras tu pluma se anima para dar vida a tus personajes? ¿Acaso no me dijiste, cuando me negaba a creer en tu trabajo, que era un ignorante que no entendía nada del poder de los sueños? ¿Acaso no me has dicho miles de veces que los niños arrastran a sus padres a los mundos imaginarios que tus amigos y tú inventáis en vuestras pantallas? ¿Acaso no me has recordado que no había querido creer en tu carrera, y eso que tu profesión te entregó un premio? Trajiste al mundo a una nutria de absurdos colores y creíste en ella. ¿Me vas a decir ahora, porque un personaje improbable se anima ante tus ojos, que te negarías a creer en él sólo porque dicho personaje, en lugar de tener el aspecto de un animal extraño, reviste el de tu padre? Si tu respuesta es sí, entonces ya te lo he dicho, ¡no tienes más que pulsar esa tecla! -concluyó Anthony Walsh, señalando el mando a distancia que Julia había abandonado sobre la mesa.

Ella aplaudió.

– ¡Haz el favor de no aprovechar que estoy muerto para mostrarte insolente conmigo!

– ¡Si de verdad me basta con pulsar este botón para cerrarte por fin la boca, me va a faltar tiempo!

Y justo cuando en el rostro de su padre se dibujaba esa expresión tan familiar que ponía cuando estaba enfadado, los interrumpieron dos golpecitos de claxon que provenían de la calle.

El corazón de Julia volvió a latir a toda velocidad. Habría reconocido entre miles el crujido de la caja de cambios cada vez que Adam daba marcha atrás. No había duda, estaba aparcando en la puerta de su casa.

– ¡Mierda! -murmuró precipitándose a la ventana.

– ¿Quién es? -quiso saber su padre.

– ¡Adam!

– ¿Quién?

– El hombre con el que debería haberme casado el sábado.

– ¿Cómo que deberías?

– ¡El sábado estaba en tu entierro!

– ¡Ah, sí!

– ¡Ah, sí…! ¡Ya hablaremos de eso más tarde! ¡Mientras tanto, vuelve ahora mismo a tu caja! -¿Cómo?

– En cuanto Adam termine de aparcar, lo que nos deja aún unos minutos, subirá. He anulado nuestra boda para asistir a tu funeral, ¡preferiría evitar que te encontrara en mi casa!

– No veo el motivo de mantener secretos innecesarios. Si él es la persona con quien querías compartir tu vida, ¡confía en él! Perfectamente puedo explicarle la situación como acabo de hacer contigo.