En un tiro demasiado fuerte la bola se puso al alcance de mis manos y la atrapé. Las amigas se dispersaron en su busca; cuando vi a Ayl sola, lancé la bola al aire y la cogí al vuelo. Ayl se acercó; yo, escondiéndome, lanzaba la bola de cuarzo atrayendo a Ayl a lugares cada vez más alejados. Después aparecí; me gritó; después se echó a reír; y así seguimos jugando por regiones desconocidas.
En aquel tiempo los estratos del planeta fatigosamente buscaban un equilibrio a fuerza de terremotos. Cada tanto una sacudida levantaba el suelo, entre Ayl y yo se abrían grietas a través de las cuales seguíamos lanzando la bola de cuarzo. En esos abismos los elementos comprimidos en el corazón de la Tierra encontraban la vía para liberarse y veíamos emerger espolones de roca, exhalando fluidas nubes, brotar chorros hirvientes.
Siempre jugando con Ayl, me di cuenta de que una capa gaseosa se había ido extendiendo por la corteza terrestre, como una niebla baja que subía poco a poco. Un instante antes llegaba a los tobillos y ya estábamos metidos hasta las rodillas, luego hasta las caderas… Al ver aquello creáa en los ojos de Ayl una sombra de inseguridad y de temor; y yo no quería alarmarla, y por eso, como si nada, seguía nuestro juego, pero también estaba inquieto.
Era algo nunca visto: una inmensa burbuja fluida se iba inflando en torno a la Tierra y la envolvía toda; pronto nos cubriría de la cabeza a los pies vaya a saber con qué consecuencias.
Lancé la bola a Ayl del otro lado de una grieta que se abría en el suelo, pero el tiro resultó inexplicablemente más corto de lo que yo había pretendido, la bola cayó en la rajadura, y zas: de pronto resultaba pesadísima; no: era que el abismo se había abierto enormemente y ahora Ayl estaba lejos, lejos, del otro lado de una extensión líquida y untosa que se había abierto entre nosotros y espumeaba contra la orilla de rocas, y yo me asomaba sobre esa orilla gritando: -¡Ayl! ¡Ayl! -y mi voz, el sonido, exactamente el sonido de mi voz se propagaba con una fuerza que jamás hubiera imaginado y las ondas hacían más ruido que mi voz. En una palabra: no se entendía nada de nada.
Me llevé las manos a las orejas ensordecidas y en aquel momento sentí también la necesidad de taparme la nariz y la boca para no aspirar la fuerte mezcla de oxígeno y ázoe que me rodeaba, pero más fuerte que todo fue el impulso de cubrirme los ojos que me parecía que iban a reventar.
La masa líquida que se extendía a mis pies se había vuelto repentinamente de un color nuevo que me cegaba, y estallé en un grito inarticulado que de allí en adelante asumiría un significado bien preciso: -¡Ayl! ¡El mar es azul!
El gran cambio tanto tiempo esperado había ocurrido. En la Tierra había ahora el aire y el agua. Y sobre aquel mar azul recién nacido, el Sol se ponía también coloreado, y de un color absolutamente distinto y todavía más violento. Tanto que sentí la necesidad de continuar mis gritos insensatos: -¡Qué rojo es el Sol, Ayl! ¡Ayl, qué rojo!
Cayó la noche. También la oscuridad era distinta. Yo corría buscando a Ayl, emitiendo sonidos sin pies ni cabeza para expresar lo que veía: -¡Las estrellas son amarillas! ¡Ayl! ¡Ayl!
No la encontré ni aquella noche ni los días y las noches que siguieron. Alrededor el mundo desplegaba colores siempre nuevos, nubes rosas se adensaban en cúmulos violetas que descargaban rayos dorados; después de las tormentas, largos arco iris anunciaban tintes que todavía no se habían visto, en todas las combinaciones posibles. Y ya la clorofila comenzaba su avanzada: musgos y helechos verdecían en los valles recorridos por torrentes. ¡Era éste finalmente el escenario digno de la belleza de Ayl, pero ella no estaba! Y sin ella toda esta pompa multicolor me parecía inútil, desperdiciada.
Volví a recorrer la Tierra, volví a ver las cosas que había conocido en gris, pasmado cada vez al descubrir que el fuego era rojo, el hielo blanco, el cielo celeste, la tierra marrón, y que los rubíes eran color rubí, y los topacios color topacio, y color esmeralda las esmeraldas. ¿Y Ayl? No conseguía con todo mi fantasear imaginarme cómo se presentaría a mi mirada.
Encontré el jardín de los menhires, ahora verdecido de árboles y hierba. En pilones borbolleantes nadaban peces rojos y amarillos y azules. Las amigas de Ayl seguían saltando en los prados, arrojándose la bola irisada, ¡pero cómo habían cambiado! Una era rubia de piel blanca, otra morena de piel olivácea, otra castaña de piel rosada, otra pelirroja toda manchada de innumerables, encantadoras pecas.
– ¿Y Ayl? -grité-. ¿Y Ayl? ¿Dónde está? ¿Cómo es? ¿Por qué no está con vosotras?
Los labios de las amigas eran rojos, y blancos los dientes y rosadas la lengua y las encías. Rosada era también la punta de los pechos. Los ojos eran celeste aguamarina, negro guinda, avellana y amaranto.
– Ayl… -contestaban-. No está… No sabemos… -y seguían jugando.
Yo trataba de imaginar la cabellera y la piel de Ayl de todos los colores posibles y no lo conseguía, y así, buscándola, exploraba la superficie del globo.
"Si aquí arriba no está -pensé-, ¡quiere decir que está abajo!", y en cuanto encontré un terremoto me arrojé a un precipicio, bien abajo, en las entrañas de la Tierra.
– ¡Ayl! ¡Ayl! -llamaba en la oscuridad-. ¡Ayl! ¡Ven a ver qué lindo es afuera!
Desgañitado, me callé. Y en aquel momento me respondió la voz de Ayl, sumisa, serena: -Shsh. Estoy aquí. ¿Por qué gritas tanto? ¿Qué quieres?
No se veía nada. -¡Ayl! ¡Sal conmigo! Si supieras: afuera…
– No me gusta, afuera.
– Pero tú, antes…
– Antes era antes. Ahora es distinto. Con todo ese lío.
Mentí: -Pero no, ha sido un cambio de luz momentáneo. ¡Como aquella vez del meteorito! Ahora se acabó. Todo ha vuelto a ser como antes. Ven, no tengas miedo. -Si sale, pensaba, pasado el primer momento de confusión se habituará a los colores, estará contenta y comprenderá que he mentido por su bien.
– ¿Dices la verdad?
– ¿Por qué voy a contarte mentiras? Ven, deja que te lleve afuera.
– No. Anda tú delante. Yo te sigo.
– Pero estoy impaciente por volver a verte.
– Sólo volverás a verme como a mí me gusta. Anda adelante y no te vuelvas.
Las sacudidas telúricas nos abrían camino. Los estratos de roca se desplegaban en abanico y nosotros avanzábamos por los intersticios. Sentía a mis espaldas el paso ligero de Ayl. Un terremoto más y estábamos afuera. Corría entre peldaños de basalto y de granito que se deshojaban como las páginas de un libro; ya se desgarraba en el fondo la brecha que nos conduciría al aire libre, ya aparecía del otro lado de la hendidura la Tierra asoleada y verde, ya la luz se abría paso para venir a nuestro encuentro. Sí: ahora vería también encenderse los colores en la cara de Ayl… Me volví para mirarla.
Oí el grito de ella que se retraía hacia la oscuridad, mis ojos todavía deslumbrados por la luz de antes no distinguían nada, después el trueno del terremoto lo dominó todo y una pared de roca se alzó de golpe, vertical, separándonos.
– ¡Ayl! ¿Dónde estás? Trata de pasar de este lado, pronto, antes de que la roca se asiente -y corría a lo largo de la pared buscando un paso, pero la superficie lisa y gris se extendía compacta, sin una fisura.
Una enorme cadena de montañas se había formado en aquel punto. Mientras yo era proyectado hacia afuera, al aire libre, Ayl había quedado detrás de la pared, encerrada en las entrañas de la Tierra.
– ¡Ayl! ¿Dónde estás, Ayl? ¿Por qué no estás aquí? -y hacía girar la mirada por el paisaje que se ensanchaba a mis pies. Entonces, aquellos prados verdeguisante en los cuales brotaban las primeras amapolas escarlatas, aquellos campos amarillo-canario que estriaban las leonadas colinas bajando hacia un mar lleno de relámpagos turquíes, todo me pareció de pronto tan insulso, tan trivial, tan falso, tan en contraste con la persona de Ayl, con la idea de belleza de Ayl que comprendí que su lugar nunca podría estar de este lado. Y me di cuenta con dolor y espanto de que yo me había quedado de este lado, que nunca podría escapar a esos centelleos dorados y plateados, a esas nubecillas que de celestes se volvían rosadas, a aquellas pequeñas hojas verdes que amarilleaban todos los otoños, y que el mundo perfecto de Ayl estaba perdido para siempre, tanto que no podía ya ni imaginarlo, y no quedaba nada que pudiese recordármelo, ni siquiera de lejos, nada sino aquella fría pared de piedra gris.