– ¿Las galaxias?
– De improviso Pfwfp se iluminó de contento-. ¡De acuerdo! ¡Pero tú… tú no tienes una galaxia!
– ¡Sí que la tengo!
– ¡Yo también!
– ¡Dale! ¡A ver quién la remonta más alto!
Y todos los átomos nuevos que tenía escondidos los lancé al espacio. Primero parecía que se dispersaban, después se adensaron en una nube ligera, y la nube se agrandó, y en su interior se formaron condensaciones incandescentes, y giraban, giraban y en cierto momento se convirtieron en una espiral de constelaciones nunca vista que se cernía abriéndose en surtidor y huía, huía y yo la sujetaba por la cola sonriendo. Pero ahora ya no era yo el que remontaba la galaxia, la galaxia era la que me remontaba a mí, colgado de su cola, es decir, ya no había ni arriba ni abajo sino sólo espacio que se dilataba y la galaxia en el medio se dilataba también, y yo colgado haciendo muecas a Pfwfp distante ya millares de años-luz.
Pfwfp, apenas me moví, se apresuró a sacar todo su botín y a lanzarlo acompañándolo del movimiento balanceado de quien espera ver abrirse en el cielo las espiras de una inmensa galaxia. Pero nada. Hubo un chirrido de radiaciones, un centelleo desordenado, y de pronto todas las cosas se apagaron.
– ¿Eso es todo? -gritaba yo a Pfwfp, que me insultaba verde de rabia:
– ¡Ya te enseñaré, perro!
Pero entretanto yo y mi galaxia volábamos entre millones de galaxias, y la mía era la más nueva, toda ardiente de hidrógeno y de jovencísimo berilio y de carbono infante. Las galaxias viejas huían hinchadas de envidia, y nosotros piafantes y altaneros les escapábamos viéndolas tan vetustas y pesadas. En esta fuga recíproca acabábamos por atravesar espacios cada vez más enrarecidos y desnudos, y ahora en medio del vacío veía nuevamente despuntar aquí y allá inciertas salpicaduras de luz. Eran otras tantas galaxias formadas de materia recién nacida, galaxias ya más nuevas que la mía. En seguida el espacio se ponía denso y atestado como una viña antes de la vendimia, y volábamos huyendo tanto de las más jóvenes como de las viejas, jóvenes y viejas huyendo de nosotros. Y pasamos a cielos vacíos y también estos cielos empezaron a poblarse, y así sucesivamente.
En uno de esos repoblamientos oigo: -¡Qfwfq, ahora me las pagas, traidor! -y veo una galaxia nuevísima que vuela sobre nuestra huella, y tendido sobre la punta extrema de la espiral, desgañitándose en amenazas e insultos dirigidos a mí, mi antiguo compañero de juegos, Pfwfp.
Comenzó la persecución. Cuando el espacio era en subida la galaxia de Pfwfp, joven y ágil, ganaba terreno, pero cuando el espacio era en bajada, la mía, más pesada, recobraba ventaja.
En las carreras ya se sabe cuál es el secreto: todo está en cómo se toman las curvas. La galaxia de Pfwfp tendía a cerrarlas, la mía en cambio a abrirlas. Abre que te abrirás, terminamos fuera de la orilla de espacio, con Pfwfp detrás. Continuamos nuestra carrera aplicando el sistema que se usa en estos casos, esto es, creándonos el espacio delante de nosotros a medida que avanzábamos.
Así, adelante no había nada, y a mis espaldas venía aquella bestia de Pfwfp: en las dos direcciones un espectáculo antipático. Con todo, prefiero mirar adelante, ¿y qué veo? Pfwfp, que mi mirada acababa de dejar atrás, corría en su galaxia justo delante de mí. -¡Ah! -grité-. ¡Ahora me toca a mí seguirte!
– ¿Cómo? -dijo Pfwfp, no sé bien si detrás de mí o allí delante-, ¡si soy yo el que te sigue!
Me vuelvo: Pfwfp seguía pisándome siempre los talones. Me vuelvo otra vez hacia delante: allí iba escapándome, de espaldas a mí. Pero mirando mejor vi que delante de la galaxia suya que me precedía había otra, y que esa otra era la mía, como que yo iba encima, inconfundible aunque visto de espaldas. Y me volví hacia el Pfwfp que me seguía y aguzando la mirada vi que su galaxia era seguida por otra galaxia, la mía, y encima yo, que en aquel momento me volvía a mirar atrás.
Y así detrás de cada Qfwfq había un Pfwfp, y detrás de cada Pfwfp un Qfwfq y cada Pfwfp seguía a un Qfwfq y era seguido por él y viceversa. Nuestras distancias se acortaban un poco, se alargaban un poco, pero ahora era evidente que jamás el uno alcanzaría al otro ni el otro al uno. De jugar a corrernos se nos había pasado el gusto, y además, ya no éramos chicos, pero no podíamos hacer otra cosa.
El tío acuático
Los primeros vertebrados que en el Carbonífero abandonaron la vida acuática por la terrestre, derivaban de los peces óseos pulmonados cuyas aletas podían girar debajo del cuerpo y utilizarse como patas en la tierra.
Era evidente que en adelante los tiempos del agua habían terminado -recordó el viejo Qfwfq-, los que se decidían a dar el gran paso eran cada vez más numerosos, no había familia que no tuviera alguno de los suyos en lugar seco, todos contaban cosas extraordinarias de lo que se podía hacer en tierra firme y llamaban a los parientes. Entonces a los peces jóvenes no había quien los contuviera, agitaban las aletas en las orillas de barro para ver si funcionaban como patas, como había sucedido a los más dotados. Pero justamente en aquellos tiempos se acentuaban las diferencias entre nosotros: había la familia que vivía en tierra desde varias generaciones atrás, y en la que los jóvenes ostentaban maneras que ya no eran ni siquiera de anfibios sino casi de reptiles; y había quien se demoraba todavía en hacerse el pez, e incluso se volvía más pez de lo que había sido ser pez en otro tiempo.
Nuestra familia, debo decirlo, con los abuelos a la cabeza, pataleaba en la playa sin faltar uno, como si nunca hubiéramos conocido otra vocación. De no ser por la obstinación del tío abuelo N'ba N'ga, los contactos con el mundo acuático se hubieran perdido hacía rato. Sí, teníamos un tío abuelo pez, y precisamente por parte de mi abuela paterna, nacida de los Celacantos del Devoniano (de los de agua dulce, los que al final serían primos de los otros, pero no quiero detenerme en los grados de parentesco, total nadie consigue seguirlos). Este tío abuelo habitaba, pues, ciertas aguas bajas y legamosas, entre raíces de protoconíferas, en el brazo de laguna donde habían nacido todos nuestros viejos. No se movía jamás de allí: en cualquier estación bastaba asomarse sobre los estratos de vegetación más fofos hasta sentir que uno se hundía en suelo mojado, y allí abajo, a pocos palmos de la orilla, veíamos la columna de burbujitas que mandaba arriba bufando, como hacen los individuos de edad, o la nubecilla de fango que raspaba con su hocico agudo, siempre hurgoneando, más por costumbre que por buscar algo.
– ¡Tío N'ba N'ga! ¡Venimos a verlo! ¿Nos esperaba? -gritábamos, chapoteando en el agua con las patas y la cola para atraer su atención-. ¡Le hemos traído insectos nuevos que crecen donde vivimos! ¡Tío N'ba N'ga! ¿Vio alguna vez cucarachas tan grandes? Pruebe, a ver si le gustan…
– ¡Con esas cucarachas hediondas pueden limpiarse las verrugas asquerosas que tienen en el lomo! -La respuesta del tío abuelo era siempre una frase de este tipo, o quizá más grosera todavía; siempre nos recibía así, pero no le hacíamos caso porque sabíamos que al cabo de un rato terminaba por calmarse, agradecer los regalos y conversar con tono más cortés.
– ¿Qué verrugas, tío N'ba N'ga? ¿Cuándo nos ha visto una verruga?
Esto de las verrugas era un prejuicio de los viejos peces: que a nosotros, que vivíamos en lugar seco, nos habían salido en todo el cuerpo muchísimas verrugas que rezumaban un líquido, lo cual era cierto, sí, pero sólo para los sapos, que nada tenían que ver con nosotros; al contrario, nuestra piel era lisa y resbalosa como jamás la había tenido ningún pez; y el tío abuelo lo sabía perfectamente, pero no renunciaba a enjaretar en sus discursos todas las calumnias y las prevenciones en que se había criado. Ibamos a visitar al tío abuelo una vez por año, toda la familia al mismo tiempo. Era también una ocasión para encontrarnos todos, dispersos como estábamos en el continente, intercambiar noticias e insectos comestibles, y discutir viejos asuntos de intereses que habían quedado en suspenso. El tío abuelo terciaba incluso en cuestiones que estaban de él a kilómetros y kilómetros de tierra firme, como por ejemplo el reparto de las zonas de caza de la libélula, y daba la razón a unos o a otros según criterios suyos, que eran también siempre acuáticos. -¿Pero no saben que el que caza en el fondo siempre lleva ventaja al que caza en la superficie? ¿De qué se quejan, entonces?