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– Pero tío, mire, no es cuestión de superficie o de fondo: yo estoy al pie de la colina y él en mitad de la cuesta… Las colinas, recuerde, tío…

Y éclass="underline" -Al pie de los escollos es donde hay siempre los mejores camarones. -No había manera de hacerle aceptar como posible una realidad diferente de la suya.

Y sin embargo su juicio seguía teniendo autoridad sobre todos nosotros: terminábamos por pedirle consejo sobre hechos que no entendía, aunque supiéramos que podía cometer un error garrafal. Quizá su autoridad le venía justamente de ser un vestigio del pasado, de usar viejos modismos, como: -¡Y baja un poco las aletas, compadre! -cuyo significado ni siquiera entendíamos bien.

Tentativas de llevarlo a tierra con nosotros habíamos hecho varias y seguíamos haciéndolas; aun más, en este punto nunca se había extinguido la rivalidad entre las varias ramas de la familia, porque el que consiguiera llevarse al tío abuelo a su casa se encontraría en una posición digamos preeminente con respecto a toda la parentela. Era una rivalidad inútil, porque el tío abuelo ni soñaba con dejar la laguna.

– Tío, a sus años, si supiera qué poco nos gusta dejarlo así siempre solo, con esta humedad… Sabe, se nos ha ocurrido una idea… -empezábamos.

– Me esperaba que lo entendieran -interrumpía el viejo pez-. El gusto de patalear en tierra seca ya se lo han dado, es hora de que vuelvan a vivir como seres normales. Aquí hay agua para todos, y en cuanto a comer, la estación de las lombrices nunca ha sido mejor. Métanse en el agua en seguida y no se hable más.

– Pero no, tío N'ba N'ga, ¿qué está pensando? Nosotros queríamos llevarlo a un pradito… Verá qué bien se encuentra. Le hacemos un pocito húmedo, fresco: puede dar todas las vueltas que quiera igual que aquí; pero también dar unos pasos alrededor, verá qué bien le sienta. Y además a su edad el clima de tierra es más indicado. Vamos, tío N'ba N'ga, no se haga rogar más: ¿viene?

– ¡No! -era la respuesta seca del tío abuelo, y metiéndose de nariz en el agua desaparecía de nuestra vista.

En un bufido a flor de agua, antes de hundirse con un coletazo todavía ágil, nos llegaba la última respuesta del tío abuelo: -¡Nada de panza en el barro quien tiene pulgas entre las escamas! -que debía de ser un modo de decir de sus tiempos (del tipo de nuestro proverbio nuevo, y mucho más conciso: "Al que le pique, que se rasque"), con aquella expresión "barro" que seguía usando en todas las ocasiones en que nosotros decíamos "tierra".

Por aquella época me enamoré. Pasaba los días con Lll, persiguiéndonos; ágil como ella nunca se había visto ninguna; a los helechos, que en aquel tiempo eran tan altos como árboles, Lll subía hasta la cima de un envión, y las cimas se inclinaban casi hasta el suelo, y ella bajaba de un salto y proseguía su carrera; yo, con movimientos un poco más lentos y torpes, la seguía. Nos internábamos tierra adentro donde ninguna huella había marcado jamás el suelo seco y costroso; a veces me detenía espantado de haberme alejado banto de la zona de las lagunas. Pero nada parecía tan lejos de la vida acuática como ella, Llclass="underline" los desiertos de arena y piedra, las praderas, la espesura de los montes, los relieves rocosos, las montañas de cuarzo, ése era su mundo: un mundo como hecho a propósito para ser escrutado por sus ojos oblongos y recorrido por su paso sinuoso. Mirando su piel lisa parecía que nunca hubiesen existido placas y escamas.

Los parientes de Lll me cohibían un poco: eran una de esas familias que por haberse establecido en tierra en una época más antigua, habían terminado por convencerse de que estaban allí desde siempre; una de esas familias en las que hasta los huevos se ponían en lugar seco, protegidos por una cáscara resistente; y mirando a Lll en sus brincos, en sus movimientos fulminantes, se veía que había nacido tal como era ahora, de uno de aquellos huecos calientes de arena y de sol, saltándose a pies juntillas la fase nadante y remolona del renacuajo, todavía obligatoria en nuestras familias menos evolucionadas.

Había legado el momento de que LII conociese a los míos, y como el más anciano y autorizado de la familia era el tío abuelo N'ba N'ga, no podía dejar de hacerle una visita para presentarle a mi novia. Pero cada vez que se presentaba una oportunidad, la postergaba lleno de confusión: conociendo los prejuicios en que la habían criado, aún no me había atrevido a decir a Lll que mi tío abuelo era un pez.

Un día nos habíamos internado en uno de aquellos aguanosos promontorios que rodean la laguna, donde el suelo más que de arena está formado por marañas de raíces y vegetación marchita. Y Lll me lanzó uno de sus habituales desafíos o pruebas de coraje:

– Qfwfq, ¿hasta dónde eres capaz de mantener el equilibrio? ¡A ver quién corre más por la orilla! -y se lanzó adelante con sus piruetas de tierra firme, pero un poco vacilante.

Esta vez me sentía capaz no sólo de emularla, sino de vencerla, porque en terreno húmedo mis patas encontraban mejor asidero. -¡Hasta la orilla cuanto quieras! -exclamé-, ¡y quizá todavía más allá!

– ¡No digas tonterías! -me contestó-. Más allá de la orilla, ¿cómo vas a correr? ¡Está el agua!

Tal vez era el momento favorable para sacar el tema de mi tío abuelo. -¿Y qué? -le dije-. Hay quien corre más allá de la orilla y quien más acá.

– ¡Estás diciendo cosas sin pies ni cabeza!

– ¡Digo que mi tío aquelo N'ba N'ga está en el agua como nosotros en tierra, y nunca ha salido de ella!

– ¡Ajá! ¡Quisiera conocer a ese N'ba N'ga!

No había terminado de decirlo y en la turbia superficie de la laguna gorgotearon burbubitas, se formaron algunos remolinos y afloró un hocico todo cubierto de escamas espinosas.

– Bueno, aquí estoy, ¿qué hay? -dijo el tío abuelo, mirando a Lll con ojos redondos e inexpresivos como piedras y haciendo latir las branquias a los lados del enorme gaznate. Jamás el tío abuelo me había parecido tan distinto de nosotros: un monstruo hecho y derecho.

– Tío, si me permite, esta… tengo el gusto de presentarle a… mi prometida, Lll -y señalé a mi novia, que quién sabe por qué se había incorporado sobre las patas de atrás, en una de sus actitudes más rebuscadas y por cierto menos gratas para aquel viejo zafio.

– ¿De modo, señorita, que ha venido a mojarse un poco la cola? -dijo el tío abuelo, una frase que en su tiempo quizá fuera una galantería, pero que a no sotros nos sonaba directamente indecente.

Miré a Lll, seguro de verla pegar media vuelta y largarse con un chillido escandalizado. Pero no había calculado cuán fuerte era en ella lo que le habían enseñado: ignorar toda vulgaridad del mundo circundante. -Escuche, esas plantitas -dice, desenvuelta, y señala ciertas juncias que crecían gigantescas en medio de la laguna-, dígame, las raíces, ¿dónde las hunden?

Una pregunta de las que se hacen para seguir la conversación, ¡qué podía importarle a ella de las juncias! Pero parecía que el tío abuelo no esperaba nada mejor para ponerse a explicar el porqué y el cómo de las raíces de los árboles flotantes y la forma en que se podía nadar entre ellas, más todavía: los mejores lugares para cazar estaban allí debajo.

No la terminaba nunca. Yo bufaba, trataba de interrumpirlo. Pero en cambio, ¿qué hace la impertinente? ¿No se pone a darle cuerda? -Ah, sí, ¿usted caza entre las raíces flotantes? ¡Qué interesante!