La manada de rinocerontes galopó con ruido de trueno, se detuvo a lamer unas matas, reanudó la carrera hacia el horizonte sin percatarse siquiera de los destacamentos de pescadores.
Volví corriendo a la aldea. -¡No se han dado cuenta de nada! ¡No eran Dinosaurios! -anuncié-. ¡Rinocerontes, eso es lo que eran! ¡Ya se fueron! ¡No hay más peligro! -Y añadí, para justificar mi deserción nocturna-: ¡Yo había salido a explorar! ¡A espiar y contaros!
– Quizá no nos hayamos dado cuenta de que no eran Dinosaurios -dijo con calma Zahn-, pero nos hemos dado cuenta de que no eres un héroe -y me volvió la espalda.
Sí, se habían desilusionado: de los Dinosaurios, de mí. Entonces sus historias de Dinosaurios se convirtieron en chistes en los cuales los terribles monstruos aparecían como personajes ridículos. A mí no me afectaba ese espíritu mezquino. Ahora reconocía la grandeza de alma que nos había hecho elegir la desaparición antes que vivir en un mundo que ya no era para nosotros. Si yo sobrevivía era solamente para que un Dinosaurio siguiera sintiéndose como tal en medio de esa gentuza que disfrazaba con bromas triviales el miedo que todavía la dominaba. ¿Y qué otra opción podía presentarse a los Nuevos sino entre irrisión y miedo?
Flor de Helecho reveló una actitud distinta contándome un sueño: -Había un Dinosaurio, cómico, verde verde, y todos le tomaban el pelo, le tiraban de la cola. Y me di cuenta de que, con ser ridículo, era la más triste de las criaturas, y de sus ojos amarillos y rojos corría un río de lágrimas.
¿Qué sentí al oír aquellas palabras? ¿La negativa a identificarme con las imágenes del sueño, el rechazo de un sentimiento que parecía haberse convertido en piedad, la imposibilidad de tolerar la idea disminuida que todos ellos se hacían de la dignidad dinosauria? Tuve un arrebato de soberbia, me puse rígido y le eché a la cara unas pocas frases despreciativas: -¿Por qué me aburres con esos sueños tuyos cada vez más infantiles? ¡No sabes soñar más que estupideces!
Flor de Helecho estalló en lágrimas. Yo me alejé encogiéndome de hombros.
Esto había sucedido en el muelle; no estábamos solos; los pescadores no habían oído nuestro diálogo pero se habían dado cuenta de mi estallido y de las lágrimas de la muchacha.
Zahn se sintió obligado a intervenir. -¿Pero quién te crees que eres -dijo con voz agria- para faltarle el respeto a mi hermana?
Me detuve y no contesté. Si quería pelear, estaba dispuesto. Pero el estilo de la aldea había cambiado los últimos tiempos: todo lo tomaban a broma. Del grupo de pescadores salió un grito en falsete: -¡Termínala, Dinosaurio!- Ésta era, lo sabía bien, una expresión burlona que había empezado a usarse últimamente para decir: "Baja el copete, no exageres", y así. Pero a mí me revolvió algo en la sangre.
– ¡Sí, lo soy, si queréis saberlo -grité-, un Dinosaurio, eso mismo! ¡Si nunca habéis visto un Dinosaurio, aquí me tenéis, mirad!
Estalló una carcajada general de burla.
– Yo vi uno ayer -dijo un viejo-, salió de la nieve. -A su alrededor reinó de pronto el silencio.
El viejo volvía de un viaje a las montañas. El deshielo había fundido un antiguo glaciar y había asomado un esqueleto de Dinosaurio.
La noticia se propaló por la aldea. -¡Vamos a ver al Dinosaurio!- Todos subieron corriendo la montaña y yo con ellos.
Dejando atrás una morrena de guijarros, troncos arrancados, barro y osamentas de pájaros, se abría un pequeño valle en forma de concha. Un primer velo de líquenes verdecía las rocas liberadas del hielo. En el medio, tendido como si durmiera, con el cuello estirado por los intervalos de las vértebras, la cola desplegada en una larga línea serpentina, yacía un esqueleto de Dinosaurio gigantesco. La caja torácica se arqueaba como una vela y cuando el viento golpeaba contra los listones chatos de las costillas parecía que aún le latiera dentro un corazón invisible. El cráneo había girado hasta quedar torcido, la boca abierta como en un último grito.
Los Nuevos corrieron hasta allí dando voces jubilosas: frente al cráneo se sintieron mirados fijamente por las órbitas vacías; permanecieron a unos pasos de distancia, silenciosos; después se volvieron y reanudaron su necio jolgorio. Hubiera bastado que uno de ellos pasase su mirada del esqueleto a mí, que estaba contemplándolo, para darse cuenta de que éramos idénticos. Pero nadie lo hizo. Aquellos huesos, aquellos colmillos, aquellos miembros exterminadores, hablaban una lengua ahora ilegible, ya no decían nada a nadie, salvo aquel vago nombre que había perdido relación con las experiencias del presente.
Yo seguía mirando el esqueleto, el Padre, el Hermano, el igual a mí, Yo Mismo; reconocía mis miembros descarnados, mis rasgos grabados en la roca, todo lo que habíamos sido y ya no éramos, nuestra majestad, nuestras culpas, nuestra ruina.
Ahora aquellos despojos servirían a los Nuevos, distraídos ocupantes del planeta, para señalar un punto del paisaje, seguirían el destino del nombre "Dinosaurio" convertido en un sonido opaco sin sentido. No debía permitirlo. Todo lo que incumbía a la verdadera naturaleza de los Dinosaurios tenía que permanecer oculto. En la noche, mientras los Nuevos dormían en torno al esqueleto embanderado, trasladé y sepulté vértebra por vénebra a mi Muerto.
Por la mañana los Nuevos no encontraron huellas del esqueleto. No se preocuparon mucho. Era un nuevo misterio que se añadía a los tantos relacionados con los Dinosaurios. Pronto se les borró de la memoria.
Pero la aparición del esqueleto dejó una huella, en el sentido de que en todos ellos la idea de los Dinosaurios quedó unida a la de un triste fin, y en las historias que contaban ahora predominaba un acento de conmiseración, de pena por nuestros padecimientos. Esta compasión de nada me servía. ¿Compasión de qué? Si una especie había tenido jamás una evolución plena y rica, un reino largo y feliz, había sido la nuestra. La extinción era un epílogo grandioso, digno de nuestro pasado. ¿Qué podían entender esos tontos? Cada vez que los oía ponerse sentimentales con los pobres Dinosaurios, me daban ganas de tomarles el pelo, de contar historias inventadas e inverosímiles. En adelante la verdad sobre los Dinosaurios no la comprendería nadie, era un secreto que yo custodiaría sólo para mí.
Una banda de vagabundos se detuvo en la aldea. Entre ellos había una joven. Me sobresalté al verla. Si mis ojos no me engañaban, aquélla no tenía en las venas sólo sangre de los Nuevos: era una mulata, una mulata dinosauria. ¿Lo sabía? Seguramente que no, a juzgar por su desenvoltura. Quizá no uno de los padres, pero uno de los abuelos o bisabuelos o trisabuelos había sido Dinosaurio, y los caracteres, la gracia de movimientos de nuestra progenie, volvían a aparecer en un gesto casi desvergonzado, irreconocible ahora para todos, incluso para ella. Era una criatura graciosa y alegre; en seguida le anduvo detrás un grupo de cortejantes, y entre ellos el más asiduo y enamorado era Zahn.
Empezaba el verano. La juventud daba una fiesta en el río. -¡Ven con nosotros! -me invitó Zahn, que después de tantas peleas trataba de hacerse amigo; después se puso a nadar junto a la Mulata.
Me acerqué a Flor de Helecho. Quizá había llegado el momento de buscar un entendimiento. -¿Qué soñaste anoche? -pregunté, por iniciar una conversación.
Permaneció con la cabeza baja. -Vi a un Dinosaurio que se retorcía agonizando. Reclinaba la cabeza noble y delicada, y sufría, sufría… Yo lo miraba, no podía despegar los ojos de él y me di cuenta de que sentía un placer sutil viéndolo sufrir…
Los labios de Flor de Helecho se estiraban en un pliegue maligno que nunca le había notado. Hubiera querido sólo demostrarle que en aquel juego suyo de sentimientos ambiguos y oscuros yo no tenía nada que ver: yo era de los que gozan de la vida, el heredero de una estirpe feliz. Me puse a bailar a su alrededor, la salpiqué con el agua del río agitando la cola.