Quizá era éste el secreto: identificarse tanto con el propio estado de caída como para llegar a comprender que la línea seguida al caer no era la que parecía sino otra, o sea llegar a cambiar aquella línea de la única manera en que se podía cambiarla, es decir, haciéndola llegar a ser la que realmente había sido siempre. Pero esta idea no se me ocurrió concentrándome en mí mismo sino observando con ojos enamorados lo bella que era Ursula H'x también vista de atrás, y comprobando, en el momento en que pasábamos a la vista de un lejanísimo sistema de constelaciones, un enarcarse de la espalda y una especie de sacudida del trasero, pero no tanto del trasero en sí como cierta manera que tenía lo exterior de restregarse contra el trasero y de provocar una reacción nada antipática de parte del trasero mismo. Bastó esta fugaz impresión para hacerme ver la situación de una manera nueva: si era cierto que el espacio con algo adentro es distinto del espacio vacío porque la materia provoca en él una curvatura o tensión que obliga a todas las líneas en él contenidas a tenderse o curvarse, entonces la línea que cada uno de nosotros seguía era una recta de la única manera en que una recta puede ser recta, esto es, deformándose tanto como la límpida armonía del vacío general es deformada por el estorbo de la materia, o sea enroscándose todo alrededor de ese ñoqui o puerro o excrecencia que es el universo en medio del espacio.
Mi punto de referencia era siempre Ursula y en realidad cierto andar suyo como rodando podía hacer más familiar la idea de que nuestra caída fuera un atornillarse y desatornillarse en una especie de espiral que por momentos se estrechaba y por momentos se ensanchaba. Pero estas desbandadas de Ursula se producían -si se miraba bien- a veces en un sentido a veces en otro, de modo que el diseño que trazábamos era más complicado. El universo era pues considerado no como una hinchazón grosera plantada allí como un nabo, sino como una figura espigada y puntiaguda en la que a cada entrada o saliencia o faceta correspondían cavidades y protuberancias y denticulados del espacio y de las líneas recorridas por nosotros. Pero ésta era también una imagen esquemática, como si tuviéramos que habérnoslas con un sólido de paredes lisas, una compenetración de poliedros, un agregado de cristales; en realidad el espacio en el que nos movíamos estaba todo almenado y perforado, con agujas y pináculos que irradiaban de todas partes, con cúpulas y balaustres y peristilos, con ajimeces y triforios y rosetones, y mientras creíamos desplomarnos en línea recta en realidad nos deslizábamos por el borde de molduras y frisos invisibles, como hormigas que para atravesar una ciudad siguen recorridos trazados no sobre el pavimento de las calles sino a lo largo de las paredes y los cielos rasos y las cornisas y las lámparas. Pero decir ciudad equivale a tener en la mente figuras de algún modo regulares, con ángulos rectos y proporciones simétricas, cuando por el contrario debemos tener siempre presente cómo se recorta el espacio en torno a cada cerezo y cada hoja de cada rama que se mueve al viento, y a cada dentelladura del borde de cada hoja, y también cómo se modela sobre cada nervadura de hoja, y sobre la red de vetas en el interior de la hoja cuyos entrecruzamientos traspasan a cada momento las flechas de la luz, todo estampado en negativo en la pasta del vacío, de modo que no hay nada que no deje su huella, toda huella posible de toda cosa posible, y al mismo tiempo toda transformación de las huellas instante por instante, de modo que el forúnculo que crece en la nariz de un califa o la pompa de jabón que se posa en el pecho de una lavandera cambian la forma general del espacio en todas sus dimensiones.
Me bastó comprender que el espacio estaba conformado de esta manera para darme cuenta de que en él se embolsaban unas cavidades suaves y acogedoras como hamacas en las que yo podía encontrarme unido a Ursula H'x y mecerme con ella mordisqueándonos mutuamente todo el cuerpo. Las propiedades del espacio eran en realidad tales que una paralela tomaba por un lado y otra por el otro, yo por ejemplo me precipitaba en una caverna tortuosa mientras Ursula H'x era sorbida por una galería que comunicaba con dicha caverna de modo que nos encontrábamos rodando juntos sobre una alfombra de algas en una especie de isla subespacial trenzándonos en todas las posturas y vuelcos, hasta que de pronto nuestras dos rectas recuperaban su distancia siempre igual y proseguían cada una por su cuenta como si nada hubiera sucedido.
La textura del espacio era porosa y quebrada, con grietas y dunas. Prestando mucha atención, podía saber cuándo el recorrido del Teniente Fenimore pasaba por el fondo de un cañón estrecho y tortuoso; entonces me apostaba en lo alto de un acantilado y en el momento justo me le echaba encima, tratando de golpearlo con todo mi peso en las vértebras cervicales. El fondo de estos precipicios del vacío era pedregoso como el fondo de un torrente seco, y entre dos punzones de roca que afloraban el Teniente Fenimore derribado quedaba con la cabeza encajada y yo le metía una rodilla en el estómago, pero él entre tanto me aplastaba las falanges contra las espinas de un cacto -¿o el dorso de un puerco espín?- (espinas de todos modos de las que corresponden a ciertas agudas contracciones del espacio) para que no consiguiera apoderarme de la pistola que le había hecho caer de un puntapié. No sé cómo me encontré un instante después con la cabeza metida en la granulosidad sofocante de los estratos en los que el espacio cede desmoronándose como arena; escupí, aturdido y ciego; Fenimore había conseguido recobrar su pistola; una bala me silbó al oído, desviada por una proliferación del vacío que se elevaba en forma de termitera. Y ya me le había ido encima echándole las manos a la garganta para destrozarlo, pero mis manos golpearon una contra otra en un "¡paf!": nuestros caminos habían vuelto a ser paralelos, y el Teniente Fenimore y yo bajábamos manteniendo nuestras consabidas distancias y dándonos ostensiblemente la espalda como dos que fingen no haberse visto ni conocido jamás.
Las que podían considerarse, pues, líneas rectas unidimensionales eran similares en sus efectos a renglones de escritura cursiva trazados en una página blanca por una pluma que desplaza palabras y fragmentos de frases de un renglón a otro con inserciones y remisiones en su prisa por terminar una exposición que avanza a través de aproximaciones sucesivas y siempre insatisfactorias, y así nos seguíamos, el Teniente Fenimore y yo, escondiéndonos detrás de las "l", sobre todo de las "l" de la palabra "paralelas", para disparar y protegernos de las balas y fingirnos muertos y esperar que pase Fenimore para hacerle una zancadilla y arrastrarlo por los pies haciéndole golpear con el mentón en el fondo de las "v" y de las "u" y de las "m" y de las "n" que escritas en cursiva, todas iguales, se convierten en una sucesión de tumbos por los hoyos del pavimento, por ejemplo en la expresión "universo unidimensional", dejándolo tendido en un punto todo hollado de tachaduras y de allí alzarme embadurnado de tinta agrumada y correr hacia Ursula H'x que querría hacerse la pícara deslizándose dentro de los nudos de la "f" que se afinan hasta volverse filiformes, pero yo la tomo por el pelo y la doblo contra una "d" o una "t", así como las escribo ahora aprisa, tan inclinadas que es posible tenderse encima, después cavamos abajo un nicho en la "j", en la "j" de abajo, una guarida subterránea que se puede adaptar a gusto a nuestras dimensiones o hacer más recogida y casi invisible, o bien disponer más en sentido horizontal para quedar bien acostados. Mientras naturalmente los mismos renglones y aun las sucesiones de letras y de palabras pueden muy bien desenrollarse en su hilo negro y tenderse en líneas rectas continuas paralelas que no significan nada más que ellas mismas en su deslizarse continuo sin encontrarse nunca, como no nos encontramos nunca en nuestra continua caída yo, Ursula H'x, el Teniente Fenimore, todos los demás.