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Por más que la lógica de los hechos me hacía mirar el futuro con razonable optimismo, la convergencia de todos aquellos TE HE VISTO en un único punto de mi vida, convergencia seguramente fortuita debida a particulares condiciones de visibilidad interestelar (única excepción, un cuerpo celeste en el cual, siempre correspondiendo a aquella misma fecha, apareció un cartel NO SE VE NI MEDIO), me ponía como sobre ascuas.

Era como si en el espacio que contenía todas las galaxias la imagen de lo que había hecho aquel día se proyectara en el interior de una esfera que se dilataba continuamente a la velocidad de la luz: los observadores de los cuerpos celestes que iban entrando en el radio de la esfera estaban en condiciones de ver lo que había sucedido. A su vez podía considerarse que cada uno de esos observadores estaba en el centro de una esfera que se dilataba también a la velocidad de la luz, proyectando todo alrededor la inscripción TE HE VISTO de sus carteles. Al mismo tiempo todos esos cuerpos celestes formaban parte de galaxias que se alejaban una de otra en el espacio a velocidad proporcional a la distancia, y cada observador que daba muestras de haber recibido un mensaje, antes de poder recibir el segundo se había alejado ya en el espacio a una velocidad cada vez mayor. En cierto momento las galaxias más lejanas que me habían visto (o que habían visto el cartel TE HE VISTO de una galaxia más cercana a nosotros, o el cartel HE VISTO EL TE HE VISTO de una un poco más allá) llegarían al umbral de los diez millares de millones de años-luz, pasado el cual se alejarían a trescientos kilómetros por segundo, es decir, más veloces que la luz, y ninguna imagen podría alcanzarlas más. Había, pues, el riesgo de que se quedaran con su provisional opinión equivocada sobre mí, que desde aquel momento se volvería definitiva, no rectificable, inapelable y por eso, en cierto sentido, justa, esto es, correspondiente a la verdad.

Era, pues, indispensable que cuanto antes se aclarara el equívoco. Y para aclararlo podía confiar en una sola cosa: que, después de aquella vez, hubiera sido visto otras veces en que daba de mí una imagen completamente distinta, es decir -no tenía dudas al respecto-, la verdadera imagen de mí que debía tenerse presente. Ocasiones, en el curso de los últimos doscientos millones de años, no me habían faltado, y me hubiera bastado una sola, muy clara, para no crear confusiones. Por ejemplo, recordaba un día durante el cual había sido realmente yo mismo, esto es, yo mismo de la manera en que quería que los otros me vieran. Ese día -calculé rápidamente- había sido hacía justo cien millones de años-luz. Por lo tanto desde la galaxia situada a cien millones de años-luz me estaban viendo justo ahora en esa situación tan halagadora para mi prestigio, y la opinión de aquéllos sobre mí seguramente iba cambiando, corrigiendo e incluso desmintiendo la primera fugaz impresión. Justo ahora o casi, porque en ese momento la distancia que nos separaba debía de ser no ya de cien millones de años-luz, sino de ciento uno por lo menos; en consecuencia, no tenía más que esperar un número igual de años para dar tiempo a que la luz de allí llegara aquí (la fecha exacta en que ocurriría fue calculada en seguida, teniendo en cuenta incluso la "constante de Hubble") y conocería su reacción.

El que hubiera logrado verme en el momento x con mayor razón me habría visto en el momento y, y como mi imagen en y era mucho más persuasiva que la de x -diré más: sugestiva, de esas que una vez vistas no se olvidan nunca-, en y sería recordado, mientras cuanto de mí había sido visto en x se olvidaría inmediatamente, se borraría, quizá después de haberlo traído fugazmente a la memoria, a modo de despedida, como para decir: piensen, a alguien que es como y puede ocurrir que se lo vea como x y creer que sea realmente como x cuando es evidente que es absolutamente como y.

Casi me alegraba de la cantidad de TE HE VISTO que aparecían alrededor, porque era señal de que yo había despertado la atención y por lo tanto no se les escaparía mi jornada más luminosa. Ésta tendría -es decir, ya estaba teniendo, sin yo saberlo- una resonancia mucho más amplia -limitada a un determinado ambiente, y además, debo admitirlo, más bien periférico- que la que ahora en mi modestia me esperaba.

Es necesario además considerar también los cuerpos celestes desde los cuales -por desatención o por mala ubicación- no me habían visto a mí sino tan solo un cartel TE HE VISTO en las cercanías, g donde habían expuesto también sus carteles con la inscripción: PARECE QUE TE HAN VISTO, o si no: ¡DESDE ALLI SI QUE TE HAN VISTO! (expresiones en las que sentía traslucir ya curiosidad, ya sarcasmo); también allí había ojos clavados en mí que justamente por haberse perdido una ocasión no dejarían escapar la segunda, y teniendo de x sólo una noticia indirecta y conjetural, estarían aun más dispuestos a aceptar a y como la única verdadera realidad que me concerniese.

Así el eco del momento y se propagaría a través del tiempo y del espacio, llegaría a las galaxias más lejanas y más veloces, y éstas se sustraerían a toda imagen ulterior corriendo los trescientos mil kilómetros por hora de la luz y llevando de mí aquella imagen en adelante definitiva, más allá del tiempo y del espacio, convertida en la verdad que contiene en su esfera de radio ilimitado todas las otras esferas parciales y contradictorias.

Un centenar de millones de siglos no son al fin una eternidad, pero a mí me parecía que no pasaban nunca. Finalmente llega la buena noche: el telescopio ya lo había apuntado hacía rato en dirección de aquella galaxia de la primera vez. Acerco el ojo derecho al ocular, con el párpado entrecerrado, levanto despacio despacio el párpado, ahí está la constelación encuadrada perfectamente, hay un cartel plantado en el medio, no se lee bien, enfoco correctamente… Dice: TRA-LA-LA-LA. Solamente eso: TRA-LA-LA-LA. En el momento en que yo expresaba la esencia de mi personalidad, con palmaria evidencia y sin riesgo de equívocos, en el momento en que daba la clave para interpretar todos los gestos de mi vida pasada y futura y para extraer un juicio general y ecuánime, el que tenía no sólo la posibilidad sino también la obligación moral de observar cuanto yo hacía y de tamar nota, ¿qué había visto? Ni gota, no se había dado cuenta de nada, no había notado nada de particular. Descubrir que una parte tan grande de mi reputación estaba a merced de un tipo tan poco de fiar, me dejó postrado. Aquella prueba de quién era yo, que por las muchas circunstancias favorables que la habían acompañado por considerar irrepetible, había pasado así, inobservada, desperdiciada, definitivamente perdida para toda una zona del universo, sólo porque aquel señor se había permitido sus cinco minutos de distracción, de vaguedad, digamos también de irresponsabilidad, papando moscas como un estúpido, quizá en la euforia del que ha bebido un vaso de más, y en su cartel no había encontrado nada mejor que escribir signos sin sentido, quizá el tema tonto que estaba silbando, olvidado de sus obligaciones, TRA-LA-LA-LA.

Un solo pensamiento me consolaba un poco: en las otras galaxias no habrían faltado observadores más diligentes. Nunca como en aquel momento me dio satisfacción el gran número de espectadores que el viejo episodio lamentable había tenido y que estarían dispuestos ahora a reparar en la novedad de la situación. Me acerqué de nuevo al telescopio, todas las noches. Una galaxia a la distancia justa se me apareció unas noches después en todo su esplendor. El cartel estaba ahí. Y con esta frase: TE HAS PUESTO LA CAMISETA DE LANA.