Puedo decir, pues, que mi concha se hacía por sí sola, sin que yo pusiese particular atención en que me saliera bien de una manera más que de otra, pero esto no quiere decir que entretanto yo estuviera distraído, con la cabeza vacía; me aplicaba, en cambio, a aquel acto de segregar, sin distraerme un segundo, sin pensar jamás en otra cosa, es decir: pensando siempre en otra cosa, puesto que la concha no sabía pensarla, como por lo demás no sabía pensar en ninguna otra cosa, sino acompañando el esfuerzo de hacer la concha con el esfuerzo de pensar en hacer algo, o sea cualquier cosa, o sea todas las cosas que después se podrían hacer. De modo que no era siquiera un trabajo monótono, porque el esfuerzo de pensamiento que lo acompañaba se ramificaba en innumerables tipos de pensamientos que se ramificaban cada uno en innumerables tipos de acciones que podían servir para hacer cada uno innumerables cosas, y el hacer cada una de estas cosas estaba implícito en el hacer crecer la concha, vuelta tras vuelta…
II
(Hasta que ahora, pasados quinientos millones de años, miro a mi alrededor y veo sobre el escollo el terraplén del ferrocarril y el tren que pasa por encima con una comitiva de muchachas holandesas asomadas a la ventanilla y en el último compartimiento un viajero solo que lee Heródoto en una edición bilingüe, y desaparece en la galería sobre la cual corre el camino para camiones con el gran cartel "Visite la Rau" que representa las pirámides, y un triciclo de heladero trata de pasar a un camión cargado de ejemplares del fascículo "Rh-Stijl" de una enciclopedia en fascículos pero después frena y vuelve a la cola porque la visibilidad está obstruida por una nube de abejas que cruza la carretera procedente de una fila de colmenas situada en un campo del que seguramente una abeja reina se va llevándose detrás todo un enjambre en sentido contrario al humo del tren que vuelve a aparecer en la extremidad del túnel, de modo que no se ve nada debido a ese estrato nebuloso de abejas y humo de carbón como no sea unos metros más arriba un campesino que rompe la tierra a golpes de zapa y sin darse cuenta saca a la luz y vuelve a enterrar un fragmento de zapa neolítica semejante a la suya, en un huerto que circunda un observatorio astronómico con los telescopios apuntando al cielo y en cuyo umbral la hija del guardián está sentada leyendo los horóscopos en un semanario que tiene en la cubierta la cara de la protagonista del film Cleopatra, veo todo esto y no me siento nada maravillado porque hacer la concha implicaba también hacer la miel en el panal de cera y el carbón y los telescopios y el reino de Cleopatra y los films sobre Cleopatra y las pirámides y el diseño del zodíaco de los astrólogos caldeos y las guerras y los imperios de que habla Heródoto y las palabras escritas por Heródoto y las obras escritas en todas las lenguas incluso las de Spinoza en holandés y el resumen en catorce líneas de la vida y las obras de Spinoza en el fascículo "Rh-Stijl" de la enciclopedia en el camión que el triciclo del heladero pasó, y así al hacer la concha me parece que he hecho también el resto.
Miro a mi alrededor ¿y a quién busco? Siempre a ella, la busco enamorado desde hace quinientos millones de años y veo en la playa a una bañista holandesa a la que un bañero con cadenita de oro muestra para asustarla el enjambre de abejas en el cielo, y la reconozco, es ella, la reconozco por el modo inconfundible de alzar el hombro basta tocarse casi una mejilla, estoy casi seguro, hasta diría absolutamente seguro si no fuera por cierta semejanza que encuentro también en la hija del guardián del observatorio astronómico, y en la fotografía de la actriz caracterizada de Cleopatra tal como era realmente, por aquello de la verdadera Cleopatra que según dicen continúa en cada representación de Cleopatra, o en la reina de las abejas que vuela a la cabeza del enjambre por el impulso inflexible con que avanza, o era la mujer de papel recortado y pegado en el parabrisas de plástico del triciclo de los helados, con un traje de baño igual al de la bañista en la playa que ahora escucha por una radio de transistores una voz de mujer que canta, la misma voz que escucha por su radio el camionero de la enciclopedia, y también la misma que ahora estoy seguro de haber escuchado durante quinientos millones de años, es segurarnente la que escucho cantar y de la que busco una imagen y no veo más que gaviotas planeando sobre la superficie del mar donde aflora el centelleo de un cardumen de anchoas y por un momento estoy convencido de reconocerla en una gaviota y un momento después dudo de que en cambio sea una anchoa, pero podría ser igualmente una reina cualquiera o una esclava nombrada por Heródoto o solamente aludida en las páginas del volumen que ha puesto para señalar su asiento el lector que ha salido al pasillo del tren para trabar conversación con las turistas holandesas, o cualquiera de las turistas holandesas, de cada una de ellas puedo decirme enamorado y al mismo tiempo estoy seguro de estar siempre enamorado solamente de ella.
Y cuanto más enloquezco de amor por cada una de ellas, menos me decido a decirles: "¡Soy yo!" temiendo equivocarme y más aún temiendo que sea ella la que se equivoque, me tome por algún otro, por alguno que a juzgar por lo que ella sabe de mí podría también ser intercambiado conmigo, por ejemplo, el bañero de la cadenita de oro, o el director del observatorio astronómico, o una gaviota macho, o una anchoa macho, o el lector de Heródoto, o Heródoto en persona, o el heladero ciclista que ahora ha bajado a la playa por un caminito polvoriento en medio de los higos chumbos y está rodeado por las turistas holandesas en traje de baño, o Spinoza, o el camionero que lleva en su carga la vida y las obras de Spinoza resumidas y repetidas dos mil veces, o uno de los zánganos que agonizan en el fondo de la colmena después de haber cumplido su acto de continuación de la especie.)
III
…Esto no quita que la concha fuera sobre todo concha, con su forma particular que no podía ser diferente porque era exactamente la forma que yo le había dado, es decir, la única que yo sabía y quería darle. Al tener la concha una forma, también la forma del mundo había cambiado, en el sentido de que ahora comprendía la forma del mundo tal como era sin la concha más la forma de la concha.
Y esto tenía grandes consecuencias: porque las vibraciones ondulatorias de la luz, al golpear los cuerpos, les extraen particulares efectos, el color sobre todo, es decir, aquella materia que usaba para hacer las rayas y que vibraba de otra manera que el resto, pero también el hecho de que un volumen traba una relación especial de volúmenes con los otros volúmenes, todos fenómenos de los cuales yo no podía darme cuenta y que sin embargo existían.
La concha también estaba en condiciones de producir imágenes visuales de conchas, que son cosas muy similares -a juzgar por lo que se sabe- a la concha misma, sólo que mientras la concha está aquí ellas se forman en otra parte, posiblemente en una retina. Una imagen presuponía, pues, una retina, la cual a su vez presupone un sistema complicado que remata en un encéfalo. Es decir, yo al producir la concha producía también la imagen -y no una, sino muchísimas, porque con una concha sola se pueden hacer todas las imágenes de concha que se quiera-, pero sólo imágenes potenciales porque para formar una imagen se precisa todo lo necesario, como decía antes: un encéfalo con sus respectivos ganglios ópticos, y un nervio óptico que lleve las vibraciones de afuera hasta adentro, cuyo nervio óptico en la otra punta termina en algo hecho a propósito para ver lo que hay afuera, que sería el ojo. Ahora es ridículo pensar que teniendo el encéfalo uno mande un nervio como si fuera un sedal lanzado a la oscuridad y mientras no le despuntan los ojos no pueda saber si afuera hay algo que ver o no. Yo de este material no tenía nada; por lo tanto, era el menos autorizado para hablar de él; pero me había hecho una idea personal, esto es, que lo importante era constituir imágenes visuales y después los ojos vendrían como consecuencia. Por lo tanto, me concentraba para hacer de manera que lo que de mí estaba afuera (y también lo que de mí en el interior condicionaba lo exterior) pudiera dar lugar a una imagen, es más, a la que posteriormente se hubiera considerado una bella imagen (comparándola con otras imágenes definidas menos bellas, feúchas, o feas de dar miedo).