Cumplido que hubo la Luna su vuelta del planeta, nos encontramos de nuevo sobre los Escollos de Zinc. Con estupor los reconocí: ni siquiera en mis más negras previsiones me había esperado verlos tan empequeñecidos por la distancia. En aquel mar como un charco los compañeros habían vuelto a navegar sin la escalera ahora inútil, pero desde las barcas se alzó como una selva de largas lanzas; cada uno blandía la suya, provista en la punta de un arpón o garfio, quizá con la esperanza de raspar todavía un poco del último requesón lunar y quizá de tendernos a nosotros, pobres desgraciados de aquí arriba, alguna ayuda.
Pero en seguida se vio claramente que no había pértiga bastante larga para alcanzar la Luna, y cayeron, ridículamente cortas, humilladas, para flotar en el mar; y alguna barca en aquel desbarajuste perdió el equilibrio y se volcó. Pero justo entonces desde otra embarcación empezó a levantarse una más larga, arrastrada hasta allí al ras del agua; debía de ser de bambú, de muchas y muchas cañas de bambú encajadas una en otra, y para levantarla había que andar despacio a fin de que -fina como era- las oscilaciones no la despedazaran, y manejarla con gran fuerza y destreza para que el peso totalmente vertical no hiciera perder el equilibrio a la barquita.
Y sí: era evidente que la punta de aquella asta tocaría la Luna, y la vimos rozar y hacer presión en su suelo escamoso, apoyarse allí un momento, dar casi un pequeño empujón, incluso un fuerte empujón que la hacía alejarse de nuevo, y después volver a golpear en aquel punto como de rebote, y de nuevo alejarse. Y entonces lo reconocí, los de -yo y la señora- reconocimos a mi primo, no podía ser sino él, él que jugaba su último juego con la Luna, una artimaña de las suyas, con la Luna en la punta de la caña como si la sostuviera en equilibio. Y comprendimos que su destreza no apuntaba a nada, no pretendía alcanzar ningún resultado práctico, incluso se hubiera dicho que iba empujando a la Luna, que favorecía su alejamiento, que la quería acompañar en su órbita más distante. Y también esto era de él, de él que no sabía concebir deseos contrarios a la naturaleza de la Luna y a su curso y su destino, y si la Luna ahora tendía a alejarse, pues él gozaba de este alejamiento como había gozado hasta entonces de su cercanía.
¿Qué debía hacer, frente a esto, la señora Vhd Vhd? Sólo en aquel instante mostró hasta qué punto su enamoramiento del sordo no había sido un capricho frívolo sino un voto sin recompensa. Si lo que mi primo amaba ahora era la Luna lejana, ella permanecería lejana, en la Luna. Lo intuí viendo que no daba un paso hacia el bambú, sino que sólo dirigía el arpa hacia la Tierra alta en el cielo, pellizcando las cuerdas. Digo que la vi, pero en realidad sólo de reojo apresé su imagen, porque apenas el asta tocó la corteza lunar, yo salté para aferrarme a ella, y ya, rápido como una serpiente, trepaba por los nudos del bambú, subía a fuerza de rodillas, liviano en el espacio enrarecido, impulsado como por una fuerza de la naturaleza que me ordenaba volver a la Tierra, olvidando el motivo que me había llevado arriba, o quizá más consciente que nunca de él y de su final desafortunado, y en el escalamiento de la pértiga ondulante había llegado ya al punto en que no necesitaba hacer esfuerzo alguno sino sólo dejarme deslizar cabeza abajo atraído por la Tierra, hasta que en esa carrera la caña se rompió en mil pedazos y yo caí al mar entre las barcas.
Era el dulce retorno, la patria recobrada, pero mi pensamiento sólo era de dolor por haberla perdido, y mis ojos apuntaban a la Luna por siempre inalcanzable, buscándola. Y la vi. Estaba allí donde la había dejado, tendida en una playa justo sobre nuestras cabezas, y no decía nada. Era del color de la Luna; apoyaba el arpa en su costado, y movía una mano en arpegios lentos y espaciados. Se distinguía bien la forma del pecho, de los brazos, de las caderas, así como la recuerdo todavía, como aún ahora que la Luna se ha convertido en ese circulito chato y lejano, sigo buscándola siempre con la mirada, apenas asoma el primer gajo en el cielo, y cuanto más crece más me imagino que la veo, ella o algo de ella pero sólo ella, en cien, en mil posturas diversas, ella por la que es Luna la Luna y que en cada plenilunio hace aullar a los perros toda la noche y a mí con ellos.
Al nacer el día
Los planetas del sistema solar, explica G. P Kuiper, comenzaron a solidificarse en las tinieblas por la condensación de una nebulosa fluida y uniforme. Todo estaba frío y oscuro. Más tarde, el Sol empezó a concentrarse hasta reducirse casi a las dimensiones actuales, y en ese esfuerzo la temperatura subió a miles de grados y empezó a emitir radiaciones en el espacio.
Oscuridad cerrada -confirmó el viejo Qfwfq-, yo era chico todavía, apenas me acuerdo. Estábamos allí, como de costumbre, papá y mamá, la abuela Bb'b, unos tíos que habían venido de visita, el señor Hnw, aquel que después se convirtió en caballo, y nosotros los chicos. Encima de las nébulas, me parece que ya lo he contado otras veces, estábamos como quien dice acostados, en fin, achatados, quietos quietos, dejando que nos hiciera girar hacia donde girara. No es que yaciéramos en el exterior, ¿comprenden?, en la superficie de la nébula; no, allí hacía demasiado frío; estábamos debajo, como arrebujados en un estrato de materia fluida y granulosa. Modo de calcular el tiempo no había; cada vez que nos poníamos a contar las vueltas de la nébula empezaban las discusiones, porque en la oscuridad no había puntos de referencia; y terminábamos peleando. Por eso preferíamos dejar transcurrir los siglos como si fueran minutos; no quedaba más que esperar, permanecer a cubierto mientras se pudiera, dormitar, llamarse de vez en cuando para tener la seguridad de que estábamos todos, y -naturalmente- rascarse; porque, por mucho que se diga, todo aquel remolino de partículas el único efecto que producía era una picazón molesta.
Qué esperábamos, nadie hubiera podido decirlo; claro, la abuela Bb'b se acordaba todavía de cuando la materia estaba uniformemente dispersa en el espacio, y el calor, y la luz; con todas las exageraciones que habría en aquellas historias de los viejos, los tiempos habían sido en cierto modo mejores, o por lo menos distintos, y se trataba para nosotros de dejar pasar aquella enorme noche.
La que se encontraba mejor que nadie era mi hermana G'd (w)n por su carácter introvertido: era una chica esquiva y le gustaba la oscuridad. G'd (w)n elegía lugares un poco apartados, en el borde de la nébula, y contemplaba lo negro, y dejaba escurrir los granitos de polvillo en pequeñas cascadas, y hablaba para sí con risitas que eran como pequeñas cascadas de polvillo, y canturreaba, y se abandonaba -dormida o despierta- a sueños. No eran sueños como los nuestros -en medio de la oscuridad, nosotros soñábamos otra oscuridad porque no se nos ocurría otra cosa-; ella soñaba -por lo que podíamos entender de su desvarío- con una oscuridad cien veces más profunda y diversa y aterciopelada.