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También yo, naturalmente, no soñaba más que con encontrar a Ursula H'x, pero como en mi caída seguía una recta absolutamente paralela a la de ella, me parecía fuera de lugar manifestar un deseo irrealizable. Desde luego, si se quería ser optimista, quedaba siempre la posibilidad de que, siguiendo nuestras dos paralelas hasta el infinito, llegara el momento en que se tocasen. Esta eventualidad bastaba para darme algunas esperanzas, más aún, para mantenerme en una continua excitación. Les diré que un encuentro de nuestras paralelas yo lo había soñado tanto, en todos sus detalles, que formaba parte ya de mi experiencia como si lo hubiera vivido. Todo sucedería de un momento a otro, con sencillez y naturalidad: después de tanto andar separados sin poder acercarnos un palmo, después de haberla sentido extraña, prisionera de su trayecto paralelo, la consistencia del espacio, que siempre había sido impalpable, se volvería más tensa y al mismo tiempo más blanda, un espesarse del vacío que parecería venir no de afuera sino de dentro de nosotros, y nos apretaría a Ursula H'x y a mí (me bastaba cerrar los ojos para verla adelantarse, en una actitud que sabía suya aunque fuera distinta de todas las actitudes que le eran habituales: los brazos extendidos hacia abajo, pegados a las caderas, torciendo las muñecas como si se estirara y al mismo tiempo intentara un forcejeo que era también una manera casi serpentina de echarse hacia adelante), y entonces la línea invisible que recorría yo y la que ella recorría se convertirían en una sola línea, ocupada por una mezcolanza de ella y de mí donde todo lo que en ella era suave y secreto era penetrado, más aún, envolvía y casi diría sorbía todo lo que en mí con más tensión había llegado hasta allí, padeciendo por estar solo y separado y seco.

Sucede con los sueños más hermosos que se transforman de pronto en pesadillas, y así se me ocurría entonces que el punto de encuentro de nuestras dos paralelas podía ser aquel en el que se encuentran todas las paralelas existentes en el espacio, y entonces no hubiera marcado el encuentro mío y de Ursula H'x solamente, sino también -¡perspectiva execrable!- del Teniente Fenimore. En el mismo momento en que Ursula H'x dejara de serme extraña, un extraño con sus finos bigotitos negros compartiría nuestra intimidad de modo inextricable; este pensamiento bastaba para lanzarme en las más desgarradoras alucinaciones de los celos: oía el grito que nuestro encuentro -de ella y mío- nos arrancaba, fundirse en un unísono espasmódicamente gozoso, y entonces -¡me petrificaba el presentimiento!- de él se desprendía lancinante el grito de Ursula H'x violada -así lo imaginaba en mi rencorosa parcialidad- por la espalda, y al mismo tiempo el grito de vulgar triunfo del Teniente, pero quizá -y aquí mis celos llegaban al delirio- esos gritos -de ella y de él- podían también no ser tan distintos y disonantes, podían alcanzar también un unísono, sumarse en un único grito de verdadero placer, distinguiéndose del grito incontenible que irrumpiría de mis labios.

En este alternarse de esperanzas y aprensiones continuaba mi caída, pero sin dejar de escrutar en la profundidad del espacio algo que anunciase un cambio actual o futuro de nuestra condición. Un par de veces logré divisar un universo, pero estaba lejos y se veía pequeño pequeño, muy hacia la derecha o hacia la izquierda; apenas me daba tiempo de distinguir algunas galaxias como puntitos lucientes reagrupados en montones superpuestos que giraban con un débil zumbido, y todo se disipaba ya como había aparecido, hacia arriba o al costado, como para dudar de que hubiera sido un deslumbramiento de la vista.

– ¡Allá! ¡Mira! ¡Allá hay un universo! ¡Mira allá! ¡Allá hay algo! -gritaba yo a Ursula H'x señalándole en aquella dirección, pero ella, con la lengua apretada entre los dientes, estaba muy ocupada en acariciarse la piel lisa y tersa de las piernas en busca de rarísimos y casi invisibles pelos superfluos para arrancarlos con un tirón seco de las uñas como pinzas, y la única señal de que hubiera entendido mi llamada podía ser la forma en que extendía una pierna hacia arriba, como para aprovechar -se hubiera dicho- para su metódica inspección la poca luz que reverberase en aquel lejano firmamento.

Inútil decir cuánto desdén demostraba el Teniente Fenimore por lo que yo podía haber descubierto: se encogía de hombros -haciendo saltar las charreteras, la bandolera y las condecoraciones con las que inútilmente se enjaezaba- y se volvía en dirección opuesta con una risita burlona. Salvo que fuera él (cuando estaba seguro de que yo miraba en otra dirección) quien para despertar la curiosidad de Ursula (y entonces me tocaba el turno de reír al ver que ella, por toda respuesta, giraba sobre sí misma en una especie de cabriola dándole el trasero, movimiento indudablemente poco respetuoso pero bello de ver, tanto que después de haberme alegrado como si fuera una humillación para mi rival, me sorprendía envidiándolo como si fuera un privilegio) señalaba un débil punto que huía en el espacio voceando: -¡Allá! ¡Allá! ¡Un universo! ¡Así de grande! ¡Lo vi! ¡Es un universo!

No digo que mintiera: afirmaciones de esa índole, por lo que sé, podían ser tanto verdaderas como falsas. Que cada tanto pasáramos a la vera de un universo, estaba probado (o bien que un universo pasara a la vera de nosotros), pero no se sabía si había muchos universos diseminados en el espacio o si siempre seguíamos cruzándonos con el mismo universo girando en una misteriosa trayectoria, o si en cambio no había ningún universo y aquel que creíamos ver era el espejismo de un universo que quizá hubiera existido alguna vez y cuya imagen continuaba rebotando en las paredes del espacio como el retumbo de un eco. Pero podía ser también que los universos siempre hubieran estado allí, tupidos a nuestro alrededor, y que ni soñaran en moverse, y nosotros tampoco nos moviéramos, y todo estuviera quieto para siempre, sin tiempo, en una oscuridad punteada de rápidos centelleos cuando algo o alguien lograba por un momento despegarse de aquella tórpida ausencia de tiempo e insinuar la apariencia de un movimiento.

Todas hipótesis igualmente dignas de ser tenidas en cuenta y de las que me interesaba solamente lo que se relacionaba con nuestra caída y con lograr o no tocar a Ursula H'x. En una palabra, nadie sabía nada. Y entonces, ¿por qué el presuntuoso de Fenimore adoptaba a veces un aire de superioridad, como quien está seguro de sí mismo? Se había dado cuenta de que cuando quería hacerme rabiar el sistema más seguro era fingir que tenía con Ursula H'x una familiaridad de larga data. En ciertos momentos Ursula bajaba balanceándose, las rodillas juntas, desplazando el peso del cuerpo hacia aquí o hacia allá, como ondulando en un zig-zag cada vez más amplio: todo para engañar el aburrimiento de aquella interminable caída. Y entonces el Teniente también se ponía a ondular, tratando de conseguir el mismo ritmo que ella, como si siguiera la misma pista invisible, más, como si bailara al son de la misma música audible únicamente para ellos dos, que él fingía directamente silbotear, y poniendo, sólo él, una especie de segunda intención, como si yo no lo supiera, pero bastaba para meterme en la cabeza la idea de que un encuentro entre Ursula H'x y el Teniente Fenimore podía haber ocurrido ya, quién sabe cuánto tiempo antes, en el origen de sus trayectorias, y esta idea me producía una comezón dolorosa, como una injusticia cometida a mis expensas. Pero pensándolo bien, si Ursula y el Teniente habían ocupado en un tiempo el mismo punto del espacio, era señal de que las respectivas líneas de caída se habían ido alejando y probablemente seguían alejándose. Ahora bien, en este lento pero continuo alejamiento del Teniente, nada más fácil que Ursula se acercase a mí; por lo tanto, el Teniente no tenía mayormente por qué enorgullecerse de sus pasadas intimidades: el futuro me sonreía a mí.