Un solo pensamiento me consolaba un poco: en las otras galaxias no habrían faltado observadores más diligentes. Nunca como en aquel momento me dio satisfacción el gran número de espectadores que el viejo episodio lamentable había tenido y que estarían dispuestos ahora a reparar en la novedad de la situación. Me acerqué de nuevo al telescopio, todas las noches. Una galaxia a la distancia justa se me apareció unas noches después en todo su esplendor. El cartel estaba ahí. Y con esta frase: TE HAS PUESTO LA CAMISETA DE LANA.
Con lágrimas en los ojos me devané los sesos para encontrar una explicación. Quizá en aquel lugar, con el paso de los años, habían perfeccionado tanto los telescopios que se divertían en observar los detalles más insignificantes, la camiseta que uno tenía puesta, si era de lana o de algodón, y todo lo demás no les importaba nada, no se fijaban siquiera. Y de mi honrosa acción, de mi acción -digámoslo- magnánima y generosa, no habían retenido otro elemento que mi camiseta de lana, excelente camiseta, no se puede negar, quizá en otro momento no me hubiera desagradado que se fijaran en ella, pero no entonces, no entonces.
Con todo, había tantos otros testimonios que me aguardaban: era natural que en el montón alguno faltara: yo no era de los que pierden la calma por tan poca cosa. En efecto, desde una galaxia un poco más allá tuve finalmente la prueba de que alguien había visto perfectamente cómo me había comportado y daba la valoración justa, es decir, entusiasta. En realidad el cartel decía: ESE FULANO SI QUE ES DE LEY. Había tomado nota con plena satisfacción -una satisfacción, si te fijas, que no hacía sino confirmar mi espera, incluso mi certeza de ser reconocido en mis justos méritos-, cuando la expresión ESE FULANO volvió a llamarme la atención. ¿Por qué me llamaban ESE FULANO si me habían visto ya, aunque no fuera más que en aquella circunstancia desfavorable, pero si al fin no podía dejar de serles bien conocido? Con un poco de habilidad enfoqué mejor mi telescopio y descubrí al pie del mismo cartel un renglón en caracteres un poco más pequeños: ¿QUIÉN SERA? VAYA UNO A SABERLO. ¿Se puede imaginar una desventura más grande? Los que tenían en sus manos los elementos para entender verdaderamente quién era yo no me habían reconocido. No habían relacionado este episodio laudable con el otro censurable ocurrido doscientos millones de años antes, por lo tanto el episodio censurable seguía siéndome atribuido, y éste no, éste seguía siendo una anécdota impersonal, anónima, que no entraba a formar parte de la historia de nadie.
Mi primer impulso fue desplegar un carteclass="underline" ¡PERO SI SOY YO! Renuncié: ¿de qué hubiera servido? Lo habrían visto más de cien millones de años después y con otros trescientos y pico que habían pasado desde el momento x, andaban por el medio millar de millones de años; para estar seguro de ser comprendido hubiera tenido que especificar, sacar una vez más a relucir la vieja historia, es decir, justo lo que más quería evitar.
Ahora ya no estaba tan seguro de mí mismo. Temía que tampoco las otras galaxias me dieran mayores satisfacciones. Los que me habían visto, me habían visto de manera parcial, fragmentaria, distraída, o habían entendido sólo hasta cierto punto lo que sucedía, sin captar lo esencial, sin analizar los elementos de mi personalidad que tomados por separado adquirían relieve. Un solo cartel decía lo que me esperaba: ¡REALMENTE ERES DE LEY! Me apresuré a hojear mi cuaderno para ver qué reacciones habían sido las de aquella galaxia en el momento x. Por casualidad, justo allí había aparecido el cartel NO SE VE NI MEDIO. En aquella zona del universo yo gozaba sin duda de la mejor consideración, no hay nada que decir; finalmente hubiera debido alegrarme, en cambio no sentía ninguna satisfacción. Me di cuenta de que, como estos admiradores míos no estaban entre los que antes podían haberse formado de mí una idea equivocada, de ellos no me importaba realmente nada. La prueba de que el momento y desmintiera y borrara el momento x, ellos no podían dármela, y mi desasosiego continuaba, agravado por la larga duración y por no saber si sus causas no habían desaparecido o desaparecerían. Naturalmente, para los observadores dispersos en el universo, el momento x y el momento y eran solamente dos de los innumerables momentos observables, y en realidad todas las noches en las constelaciones situadas a las más diversas distancias aparecían carteles que se referían a otros episodios, carteles que decían SIGUE ASI QUE VAS BIEN, ESTAS SIEMPREI AHI, MIRA LO QUE HACES, TE LO HABIA DICHO. Para cada uno de ellos podía hacer el cálculo, los años-luz de aquí allá, los años-luz de allá aquí, y establecer a qué episodio se referían: todos los gestos de mi vida, todas las veces que me había metido el dedo en la nariz, todas las veces que había conseguido bajar del tranvía en movimiento todavía estaban allí viajando de una galaxia a otra, y eran tomados en cuenta, comentados, juzgados. Comentarios y juicios no siempre pertinentes: la inscripción TZZ, TZZ correspondía a la vez que había invertido un tercio de mi sueldo en una suscripción de beneficencia; la inscripción ESTA VEZ ME HAS GUSTADO a cuando había olvidado en el tren el manuscrito del tratado que me costó tantos años de estudio; mi famosa lección inaugural en la Universidad de Gpotinga había sido comentada con la inscripción: CUIDADO CON LAS CORRIENTES DE AIRE.
En cierto sentido podía estar tranquilo: nada de lo que hacía, para bien o para mal, se perdía del todo. Un eco siempre se salvaba, más aún, muchos ecos que variaban de una punta a la otra del universo, en aquella esfera que se dilataba y generaba otras esferas, pero eran noticias inarmónicas, inesenciales, de las cuales no resultaba el nexo entre mis acciones, y una nueva acción no lograba explicar o corregir la otra, de manera que se sumaban una a la otra, con signo positivo o negativo, como en un larguísimo polinomio que no se deja reducir a una expresión más sencilla.
¿Qué podía hacer, llegado a ese punto? Seguir ocupándome del pasado era inútil; hasta ese momento las cosas habían marchado como habían marchado; tenía que arreglármelas para que marcharan mejor en el futuro. Lo imponante era que, de todo lo que hiciese, resultaba claro lo esencial, dónde se ponía el acento, qué era lo que se debía observar y qué no. Conseguí un enorme cartel con un signo indicador de dirección, de los que tienen una mano con el índice extendido. Cuando cumplía una acción sobre la cual quería llamar la atención, no tenía más que levantar el cartel, tratando de que el índice apuntara al detalle más importante de la escena. Para los momentos en que, en cambio, prefería pasar inadvertido, me hice otro cartel con una mano que tendía el pulgar en la dirección opuesta a aquella a la que yo me dirigía, para desviar la atención.
Bastaba que llevara conmigo aquellos carteles donde quiera que fuese y levantara uno u otro según las ocasiones. Era una operación a largo plazo, naturalmente: los observadores situados a cientos de miles de milenios-luz tardarían cientos de miles de milenios en percibir lo que yo hacía ahora, y yo tardaría otros cientos de miles de milenios en leer sus reacciones. Pero éste era un retardo inevitable; había además otro inconveniente que no había previsto: ¿qué debía hacer cuando notaba que había levantado el cartel equivocado?