Por ejemplo, en cierto momento estaba seguro de que iba a realizar algo que me daría dignidad y prestigio; me apresuraba a enarbolar el cartel con el índice apuntándome a mí, y justo en aquel momentó me metía en un berenjenal, cometía una gaffe imperdonable, una manifestación de miseria humana como para hundirse bajo tierra de vergüenza. Pero la partida estaba jugada: aquella imagen con su buen cartel indicador apuntando allí navegaba por el espacio, nadie podía detenerla ya, devoraba los años-luz, se propagaba por las galaxias, suscitaba en los millones de siglos venideros comentarios y risas y fruncimientos de nariz, que desde el fondo de los milenios volverían a mí y me obligarían a justificaciones todavía más torpes, a desmañadas tentativas de rectificación…
Otro día, en cambio, debía enfrentarme a una situación desagradable, uno de esos azares de la vida por los que estamos obligados a pasar sabiendo ya que, cualquier giro que tomen, no hay modo de salir bien parado. Me escudé en el cartel con el pulgar señalando hacia el lado opuesto, y seguí. Inesperadamente, en aquella situación tan delicada y espinosa di pruebas de una prontitud de espíritu, un equilibrio, un donaire, una resolución en las decisiones que nadie -y mucho menos yo mismo- habría sospechado jamás en mí: prodigué de improviso una reserva de dones que presuponen la larga maduración de un carácter; y entretanto el cartel distraía las miradas de los observadores haciéndolas converger en un vaso de peonías que había al lado.
Casos como éstos, que al principio consideraba sólo como excepciones y frutos de la inexperiencia, me sucedían cada vez con mayor frecuencia. Demasiado tarde comprendía que hubiera debido señalar lo que no quería hacer ver, y esconder lo que había señalado: no había manera de llegar antes que la imagen y advertir que no se debía tomar en cuenta el cartel.
Probé hacerme un tercer cartel con la inscripción: NO VALE para levantarlo cuando quería desmentir el cartel anterior, pero en cada galaxia esta imagen sería vista sólo después de la que hubiera debido corregir, y el mal ya estaba hecho y no podía sino añadir una figura ridícula más para neutralizar la cual un nuevo cartel EL NO VALE NO VALE sería igualmente inútil.
Seguía viviendo a la espera del momento remoto en que desde las galaxias llegarían comentarios a los nuevos episodios cargados para mí de incomodidad y desazón, y yo podría contraatacar lanzándoles mis mensajes de respuesta, que ya estudiaba, graduados según los casos. Entretanto las galaxias con las cuales estaba más comprometido giraban ya atravesando el umbral de los miles de millones de años-luz, a tal velocidad que, para alcanzarlas, mis mensajes tendrían que afanarse a través del espacio aferrándose a su aceleración de fuga: una por una desaparecerían entonces del último horizonte de los diez mil millones de años-luz más allá del cual ningún objeto visible puede ser visto, y se llevarían consigo un juicio en adelante irrevocable.
Y pensando en ese juicio que ya no podría cambiar tuve de pronto como un sentimiento de alivio, como si el sosiego sólo pudiera venirme cuando a aquel arbitrario registro de malentendidos no hubiera nada que añadir ni que quitar, y me parecía que las galaxias que iban reduciéndose a la última cola del rayo luminoso salido fuera de la esfera de la oscuridad llevaban consigo la única verdad posible sobre mí mismo, y no veía la hora en que siguieran todas una por una este camino.
La espiral
Para la mayoría de los moluscos, la forma orgánica no tiene mucha importancia en la vida de los miembros de una especie, dado que no pueden verse uno al otro o tienen sólo una vaga percepción de los demás individuos y del ambiente. Ello no excluye que estriados de colores vivos y formas que encuentra bellísimas nuestra mirada (como en muchas conchillas de gasterópodos) existan independientemente de toda relación con la visibilidad.
I
¿Como yo, cuando estaba pegado a aquel escollo, quieren decir preguntó Qfwfq-, con las olas que subían y bajaban, y yo quieto, chato chato, chupando lo que había para chupar y pensar en eso todo el tiempo? Si quieren saber de entonces, poco puedo decirles. Forma no tenía, es decir, no sabía que la tuviera, o sea no sabía que se pudiera tener. Crecía un poco por todas partes, como a mano viene; si a esto le llaman simetría radiada, quiere decir que tenía simetría radiada, pero en realidad nunca me fijé. ¿Por qué hubiera debido crecer más de un lado que de otro? No tenía ni ojos ni cabeza ni ninguna parte del cuerpo que fuera diferente de cualquier otra parte; ahora quieren convencerme de que de los dos agujeros que poseía uno era la boca y el otro el ano, y que por lo tanto ya entonces tenía simetría bilateral ni más ni menos que los trilobites y todos ustedes, pero en el recuerdo yo esos agujeros no los distingo para nada, hacía pasar las cosas por donde me daba la gana, adentro y afuera era lo mismo, las diferencias y los ascos vinieron mucho tiempo después. Cada tanto me daban antojos, eso sí; por ejemplo, de rascarme la axila, o de cruzar las piernas, una vez incluso de dejarme crecer los bigotes en cepillo. Uso estas palabras aquí con ustedes, para explicarme: en ese entonces tantos detalles no podía preverlos: tenía células, poco más o menos iguales entre sí, y que hacían siempre el mismo trabajo, tira y afloja. Pero como no tenía forma, sentía dentro de mí todas las formas posibles y todos los gestos y las posibilidades de hacer ruidos, incluso inconvenientes. En una palabra, no había límites para mis pensamientos, que además no eran pensamientos porque no tenía un cerebro en que pensarlos, y cada célula pensaba por su cuenta todo lo pensable de una vez, no a través de imágenes, que no teníamos a nuestra disposición de ninguna clase, sino sencillamente de esa manera indeterminada de sentirse allí que no excluía ninguna manera de sentirse allí de otra manera.
Era una condición rica y libre y satisfecha la mía de entonces, todo lo contrario de lo que ustedes pueden pensar. Era soltero (el sistema de reproducción de entonces no exigía acoplamientos, ni siquiera provisionales), sano, sin demasiadas pretensiones. Cuando uno es joven tiene por delante la evolución entera con todos los caminos abiertos, y al mismo tiempo puede disfrutar del hecho de estar ahí en el escollo, pulpa de molusco chata y húmeda y feliz. Si se compara con las limitaciones aparecidas después, si se piensa en las otras formas que obliga a excluir el tener una forma, en la rutina sin imprevistos en la cual en cierto momento uno termina por sentirse encajonado, bueno, puedo decir que la de entonces era una buena vida.
Indudablemente vivía un poco concentrado en mí mismo, eso es verdad, no se puede comparar con la vida de relación que se hace hoy; y admito también que he sido -un poco por la edad, un poco por influencia del ambiente- lo que se dice ligeramente narcisista; en una palabra, estaba allí observándome todo el tiempo, veía en mí todos los méritos y todos los defectos, y me complacía tanto en unos como en otros; términos de comparación no había, téngase en cuenta esto también.
Pero no era tan atrasado como para no saber que además de mí existían otras cosas: el escollo al que estaba adherido, desde luego, y también el agua que me llegaba con cada ola, pero también otras cosas más allá, es decir, el mundo. El agua era un medio de información atendible y preciso: me traía sustancias comestibles que yo absorbía a través de toda mi superficie, y otras incomibles pero por las cuales me hacía una idea de lo que había alrededor. El sistema era éste: llegaba una ola, y yo, que estaba pegado al escollo, me levantaba un poquitito, pero algo imperceptible, me bastaba aflojar un poco la presión y, slaff, el agua me pasaba por debajo llena de sustancias y sensaciones y estímulos. Estos estímulos nunca sabías qué giro tomaban, a veces unas cosquillas de reventar de risa, otras veces un estremecimiento, un ardor, una picazón, de manera que era una continua alternariva de diversión y de emociones. Pero no crean que estaba allí pasivo, aceptando con la boca abierta todo lo que venía: desde hacía un tiempo me había formado mi experiencia y era rápido para analizar qué clase de cosa me estaba sucediendo y decidir cómo debía comportarme, para aprovechar del mejor modo o para evitar las consecuencias más desagradables. Todo estaba en el juego de contracciones con cada una de las células que tenía, o en relajarme en el momento justo; y podía hacer mi selección, rechazar, atraer e incluso escupir.