Así supe que había los otros, el elemento que me circundaba estaba repleto de huellas de ellos, otros hostilmente distintos de mí o si no desagradablemente semejantes. No, ahora les estoy dando de mí la idea de un carácter arisco, y no es cierto; desde luego, cada uno continuaba ocupándose de sus cosas, pero la presencia de los otros me tranquilizaba, describía en torno a mí un espacio habitado, me liberaba de la sospecha de constituir una excepción alarmante, por el hecho de que sólo a mí me tocara existir, como un exilio.
Y estaban las otras. El agua transmitía una vibración especial, como un frin-frin-frin, recuerdo cuando me di cuenta por primera vez, es decir, no la primera, recuerdo cuando me di cuenta de que me daba cuenta de algo que siempre había sabido. Al descubrir su existencia, me asaltó una gran curiosidad, no tanto de verlas, ni de hacerme ver por ellas -puesto que, primero, no teníamos vista, y segundo, los sexos todavía no estaban diferenciados, cada individuo era idéntico a cualquier otro individuo y mirar a otro o a otra me hubiera dado tanto gusto como mirarme a mí mismo-, sino una curiosidad de saber si entre yo y ellas sucedería algo. Una comezón, me dio, no por hacer algo especial, que no hubiera sido el caso sabiendo que no había realmente nada especial que hacer, y de no especial tampoco, sino en cierto modo de responder a aquella vibración con una vibración correspondiente, o mejor dicho: una vibración mía personal, porque ahí sí que resultaba una cosa que no era exactamente igual a otra, es decir, hoy ustedes pueden hablar de las hormonas pero para mí era realmente muy hermoso.
En resumen, hete aquí que una de ellas, sflif, sflif, sflif, ponía sus huevos, y yo, sfluff, sfluff, sfluff, los fecundaba: todo allí dentro del mar, mezclado, en el agua tibia bajo el sol, no les he dicho que el sol yo lo sentía, entibiaba el mar y calentaba la roca.
Una de ellas, dije. Porque, entre todos aquellos mensajes femeninos que el mar me echaba encima al principio como una sopa indiferenciada en la cual para mí todo era bueno y yo chapuzaba en ella sin fijarme en cómo era ésta y aquélla, en cierto momento había comprendido qué era lo que correspondía mejor a mis gustos, gustos que claro está no conocía antes de aquel momento. En una palabra, me había enamorado. Vale decir: había empezado a reconocer, a aislar, de las otras, los signos de una de aquéllas, incluso esperaba esos signos que había empezado a reconocer, los buscaba, incluso respondía a estos signos que esperaba con otros signos que hacía yo, incluso era yo el que provocaba esos signos de ella a los cuales yo respondía con otros signos míos, vale decir, yo estaba enamorado de ella y ella de mí, ¿qué más se podía pedir a la vida?
Ahora las costumbres han cambiado, y a ustedes les parece inconcebible que uno pudiera enamorarse así de cualquiera, sin haberla frecuentado. Y sin embargo, a través de lo suyo inconfundible que quedaba disuelto en el agua marina y que las olas ponían a mi disposición, recibía una cantidad de informaciones sobre ella que no pueden imaginarse, no las informaciones superficiales y genéricas que se tienen ahora cuando se ve y se huele y se toca y se oye la voz, sino informaciones de lo esencial, sobre las cuales podía luego trabajar largamente la imaginación. Podía pensarla con una precisión minuciosa, y no tanto pensar cómo era, que hubiera sido un modo trivial y grosero de pensarla, sino pensar en ella como si del ser sin forma que era se hubiese transformado, de haber adoptado una de las infinitas formas posibles, pero siendo siempre ella. O sea, no es que me imaginara las formas que ella podría adoptar, sino que me imaginaba la particular cualidad que ella, al adoptarla, daría a aquella forma.
La conocía bien, en una palabra. Y no estaba seguro de ella. Me asaltaban cada tanto sospechas, ansiedades, inquietudes. No dejaba traslucir nada, ustedes conocen mi carácter, pero bajo aquella máscara de impasibilidad pasaban suposiciones que ni siquiera hoy me atrevo a confesar. Más de una vez sospeché que me traicionaba, que dirigía mensajes no sólo a mí sino también a otros, más de una vez creí haber interceptado uno, o haber descubierto en uno dirigido a mí acentos insinceros. Era celoso, ahora puedo decirlo, celoso no tanto por desconfianza de ella, sino por inseguridad de mí mismo: ¿quién me garantizaba que ella hubiera entendido bien quién era yo? Esta relación que se cumplía entre nosotros dos por intermedio del agua marina -una relación plena, completa, ¿qué más podía pretender?- era para mí absolutamente personal, entre dos individualidades únicas y distintas, ¿pero para ella? ¿Quién me garantizaba que lo que ella podía encontrar en mí no lo encontrara también en otro, o en otros dos o tres o diez o cien como yo? ¿Quién me aseguraba que el abandono con que ella participaba de la relación conmigo no fuese un abandono indiscriminado, a la bartola, una juerga -cada uno a su turno- colectiva?
Que estas sospechas no correspondían a la realidad, me lo confirmaba la vibración sumisa, privada, por momentos todavía temblorosa de pudor que tenían nuestras relaciones; ¿pero si justamente por timidez e inexperiencia ella no prestara suficiente atención a mis características y aprovecharan otros para entremeterse? ¿Y si ella, novata, creyese que siempre yo, no distinguiera a uno de otro, y así nuestros juegos más íntimos se extendieran a un círculo de desconocidos…?
Fue entonces cuando me puse a segregar material calcáreo. Quería hacer algo que señalara mi presencia de manera inequívoca, que defendiera esa presencia mía individual de la labilidad indiferenciada de todo el resto. Ahora es inútil que trate de explicar acumulando palabras la novedad de esta intención mía, la primera palabra que he dicho basta y sobra: hacer, quería hacer, y considerando que nunca había hecho nada ni pensado que se pudiera hacer nada, éste era ya un gran acontecimiento. Así empecé a hacer la primera cosa que se me ocurrió, y era una conchilla. Del margen de aquel manto carnoso que tenía sobre mi cuerpo, mediante ciertas glándulas empecé a sacar secreciones que adoptaban una curvatura todo alrededor, hasta cubrirme de un escudo duro y abigarrado, áspero por fuera y liso y brillante por dentro. Naturalmente, yo no tenía manera de controlar qué forma adquiría lo que iba haciendo: estaba allí siempre acurrucado sobre mí mismo, callado y lento, y segregaba. Continué aún después de que la concha me hubiera recubierto todo el cuerpo, y así empecé otra vuelta; en una palabra, me salía una concha de esas todas atornilladas en espiral, que ustedes cuando las ven creen que son tan difíciles de hacer y en cambio basta insistir y sacar poquito a poco el mismo material sin interrupción, y crecen así una vuelta tras otra.
Desde el momento en que la hubo, esta concha fue también un lugar necesario e indispensable para estar adentro, una defensa para mi supervivencia que ay de mí si no la hubiera hecho, pero mientras la hacía no se me ocurría hacerla porque me sirviera, sino al contrario, como a uno se le ocurre lanzar una exclamación que muy bien podría no lanzar y sin embargo la lanza, como quien dice "¡bah!" o "¡eh!", así hacía yo la concha, es decir, sólo para expresarme. Y en este expresarme ponía todos los pensamientos que me inspiraba aquélla, el desahogo de la rabia que me daba, el modo amoroso de pensarla, la voluntad de ser para ella, de ser yo el que era yo, y para ella que era ella, y el amor por mí mismo que ponía en el amor por ella, todas las cosas que se podían decir solamente en aquel caparazón de concha enroscada en espiral.