Y esto tenía grandes consecuencias: porque las vibraciones ondulatorias de la luz, al golpear los cuerpos, les extraen particulares efectos, el color sobre todo, es decir, aquella materia que usaba para hacer las rayas y que vibraba de otra manera que el resto, pero también el hecho de que un volumen traba una relación especial de volúmenes con los otros volúmenes, todos fenómenos de los cuales yo no podía darme cuenta y que sin embargo existían.
La concha también estaba en condiciones de producir imágenes visuales de conchas, que son cosas muy similares -a juzgar por lo que se sabe- a la concha misma, sólo que mientras la concha está aquí ellas se forman en otra parte, posiblemente en una retina. Una imagen presuponía, pues, una retina, la cual a su vez presupone un sistema complicado que remata en un encéfalo. Es decir, yo al producir la concha producía también la imagen -y no una, sino muchísimas, porque con una concha sola se pueden hacer todas las imágenes de concha que se quiera-, pero sólo imágenes potenciales porque para formar una imagen se precisa todo lo necesario, como decía antes: un encéfalo con sus respectivos ganglios ópticos, y un nervio óptico que lleve las vibraciones de afuera hasta adentro, cuyo nervio óptico en la otra punta termina en algo hecho a propósito para ver lo que hay afuera, que sería el ojo. Ahora es ridículo pensar que teniendo el encéfalo uno mande un nervio como si fuera un sedal lanzado a la oscuridad y mientras no le despuntan los ojos no pueda saber si afuera hay algo que ver o no. Yo de este material no tenía nada; por lo tanto, era el menos autorizado para hablar de él; pero me había hecho una idea personal, esto es, que lo importante era constituir imágenes visuales y después los ojos vendrían como consecuencia. Por lo tanto, me concentraba para hacer de manera que lo que de mí estaba afuera (y también lo que de mí en el interior condicionaba lo exterior) pudiera dar lugar a una imagen, es más, a la que posteriormente se hubiera considerado una bella imagen (comparándola con otras imágenes definidas menos bellas, feúchas, o feas de dar miedo).
Un cuerpo que consigue emitir o reflejar vibraciones luminosas en un orden distinto y reconocible -pensaba yo-, ¿qué hace con esas vibraciones? ¿Se las mete en el bolsillo? No, las descarga en el primero que pasa cerca. ¿Y cómo se comportará éste frente a vibraciones que no puede utilizar y que tomadas así quizás fastidian un poco? ¿Esconderá la cabeza en un agujero? No, las proyectará en aquella dirección hasta que el punto más expuesto a las vibraciones ópticas se sensibilice y desarrolle el dispositivo para disfrutar de ellas en forma de imágenes. En una palabra, el enlace ojo-encéfalo yo lo pensaba como un túnel excavado desde afuera, por la fuerza de lo que estaba listo para convertirse en imagen, más que desde adentro, o sea desde la intención de captar una imagen cualquiera.
Y no me equivocaba: todavía hoy estoy seguro de que el esquema -en sus grandes líneas- era justo. Pero mi error estaba en pensar que la vista nos vendría a nosotros, es decir, a ella y a mí. Elaboraba una imagen de mí armoniosa y coloreada para poder entrar en la receptividad visual de ella, ocupar su centro, establecerme allí, para que ella pudiera disfrutar de mí continuamente, con el sueño y con el recuerdo y con la idea, además de con la vista. Y yo sentía que al mismo tiempo ella irradiaba una imagen de sí misma tan perfecta que se impondría a mis sentidos brumosos y lentos, desarrollando en mí un campo visual interno donde definitivamente fulguraría.
Así nuestros esfuerzos nos llevaban a convertirnos en esos perfectos objetos de un sentido que no se sabía bien aún qué era y que después llegó a ser perfecto justamente en función de la perfección de su objeto que éramos justamente nosotros. Digo la vista, digo los ojos; una sola cosa no había previsto: los ojos que finalmente se abrieron para vernos eran, no nuestros, sino de otros.
Seres informes, incoloros, sacos de vísceras puestas como cayeran, poblaban el ambiente que nos rodeaba, sin tener la más mínima idea de lo que harían de sí mismos, de cómo expresarse y representarse en una forma estable y acabada y tal que enriqueciera las posibilidades visuales del que la viese. Van, vienen, se hunden un poco, emergen un poco en aquel espacio entre aire y agua y escollo, giran distraídos, dan vuelta; y, entretanto, nosotros yo y ella y todos los que nos empeñábamos en expresar una forma de nosotros mismos, estamos allí atareados en nuestra oscura faena. Por mérito nuestro, aquel espacio mal diferenciado se convierte en un campo visual, ¿y quién aprovecha? Los intrusos, los que nunca habían pensado en la posibilidad de la vista (porque, como eran feos, nada hubieran ganado viéndose entre ellos), los que habían sido más sordos a la vocación de la forma. Mientras nosotros agobiados cargábamos con el trabajo pesado, es decir, hacer que hubiera algo que ver, ellos bien calladitos se quedaban con la parte más cómoda: adaptar sus perezosos, embrionarios órganos receptivos a lo que había que recibir, es decir, nuestras imágenes. Y no me vengan con que fue una brega laboriosa también la de ellos: de aquella papilla mucilaginosa que les llenaba la cabeza podía salir todo, y no hace falta mucho para sacar un dispositivo fotosensible. Pero para perfeccionarlo, ¡te quiero ver! ¿Cómo hacer si no tienes objetos visibles que ver, y vistosos, y que se impongan a la vista? En una palabra se hicieron los ojos a costa nuestra.
Así, la vista, nuestra vista, que oscuramente esperábamos, fue la vista que los otros tuvieron de nosotros. De cualquier manera, la gran revolución se había producido: de pronto en torno a nosotros se abrieron ojos y córneas, iris y pupilas: ojos túmidos y descoloridos de pulpos y sepias, ojos atónitos y gelatinosos de dorados y salmonetes, ojos protuberantes y pedunculados de camarones y langostas, ojos salientes y facetados de moscas y de hormigas. Una foca avanza negra y brillante guiñando sus ojos pequeños como cabezas de alfiler. Un caracol proyecta las bolas de los ojos en la punta de largas antenas. Los ojos inexpresivos de una gaviota escrutan la superficie del agua. Del otro lado de una máscara de vidrio los ojos fruncidos de un pescador submarino exploran el fondo. Detrás de un largavista los ojos de un capitán de altura y detrás de gafas negras negras los ojos de una bañista convergen sus miradas en mi concha, después las cruzan entre sí, olvidándome. Enmarcados por lentes de présbita siento sobre mí los ojos présbitas de un zoólogo que trata de encuadrarme en el ojo de una Rolleiflex. En ese momento un cardumen de menudísimas anchoas recién nacidas pasa delante de mí, tan pequeñas que en cada pececito blanco parece que sólo hubiera lugar para el puntito negro del ojo, y es un polvillo de ojos que atraviesa el mar.
Todos esos ojos eran los míos. Los había hecho posibles yo; yo había tenido la parte activa; yo les proporcionaba la materia prima, la imagen. Con los ojos había venido todo lo demás; por lo tanto, todo lo que los otros, teniendo los ojos habían llegado a ser, en todas sus formas y funciones, y la cantidad de cosas que teniendo los ojos habían logrado hacer en todas sus formas y funciones, salía de lo que había hecho yo. No por nada estaban implícitas en mi estar allí, en mi tener relaciones con los otros y con las otras, etcétera, en mi ponerme a hacer la concha, etcétera. En una palabra, había previsto realmente todo.
Y en el fondo de cada uno de esos ojos habitaba yo, es decir, habitaba otro yo, una de las imágenes de mí mismo, y se encontraba con la imagen de ella, la más fiel imagen de ella, en el ultramundo que se abre atravesando la esfera semilíquida del iris, la oscuridad de las pupilas, el palacio de espejos de la retina, en nuestro verdadero elemento que se extiende sin orillas ni confines.