El señor Hnw, tosiendo, soplando y estornudando (hacía un frío nunca visto), desembocó en la superficie justo en el punto donde estaba sentada la abuela Bb'b. La abuela voló por el aire y de pronto gritó:
– ¡Mis nietitos! ¡Han vuelto mis nietitos!
– ¡Pero no, mamá, es el señor Hnw!
No se entendía nada.
– ¿Y mis nietitos?
– ¡Aquí están! -grité-, ¡y aquí está también el almohadón!
Los mellizos debían de haberse fabricado tiempo atrás un escondite secreto en el espesor de la nébula, y ellos eran los que habían ocultado allí el almohadón para jugar. Mientras la materia era fluida ellos suspendidos en el medio podían dar saltos mortales a través del almohadón en forma de rosca, pero ahora estaban aprisionados en una especie de requesón espumoso: el agujero del almohadón estaba cerrado y se sentían comprimidos por todas partes.
– ¡Agarráos al almohadón -traté de hacerles comprender-, que os saco afuera, pavos! -Tiré, tiré, en un momento, antes de que se dieran cuenta, ya estaban haciendo cabriolas en la superficie, ahora cubierta de una costra fina como clara de huevo. El almohadón, en cambio apenas afuera se había disuelto. Vaya uno a saber qué clase de fenómenos ocurrían en aquellos tiempos, y quién se los explicaba a la abuela Bb'b.
Justo entonces, como si no pudieran elegir un momento mejor, los tíos se levantaron lentamente y dijeron: -Bueno, se ha hecho tarde, quién sabe qué andarán haciendo los chicos, estamos un poco inquietos, ha sido un gusto vernos, pero es mejor que nos vayamos.
No se puede decir que se equivocaran; incluso hubiera sido lógico que se alarmaran y se fuesen antes, pero estos tíos, quizá por el lugar a trasmano en que vivían habitualmente, eran gentes un poco cohibidas. Tal vez habían estado en vilo hasta entonces y no se habían atrevido a decirlo.
Mi padre dice: -Si queréis iros yo no os retengo, pero pensad bien si no os conviene esperar a que se aclare un poco la situación, porque por el momento no se sabe con qué peligro puede uno toparse-. En una palabra, frases llenas de buen sentido.
Pero ellos: -No, no, gracias por preocuparte, la charla ha sido agradable pero no os molestamos más -y otras tonterías por el estilo. En fin, no es que nosotros entendiéramos mucho, pero ellos realmente no se daban cuenta de nada.
Estos úos eran tres, para ser exactos: una tía y dos tíos, los tres largos largos y prácticamente idénticos; nunca se entendió bien quién de ellos era marido o hermano de quién, ni tampoco cuál era exactamente su relación de parentesco con nosotros: en aquellos tiempos muchas eran las cosas que se mantenían en la vaguedad.
Comenzaron a irse uno por uno, los tíos, cada cual en una dirección diferente, hacia el cielo negro, de vez en cuando, como para mantener el contacto, decían: -¡O! ¡O! -Y todo lo hacían así: no sabían proceder con un mínimo de método.
Apenas se han ido los tres y sus ¡O! ¡O! ya se oyen desde puntos lejanísimos, cuando deberían estar todavía allí, a pocos pasos. Y se oyen también algunas exclamaciones que no sabíamos qué querían decir: -¡Pero aquí hay el vacío! -¡Pero por aquí no se pasa! -¿Y por qué no vienes aquí? -¿Dónde estás? -¡Salta, hombre! -¡Y qué es lo que salto, vamos! -¡Desde aquí se vuelve atrás! -En fin, no se entendía nada, salvo el hecho de que entre nosotros y aquellos tíos se iban ensanchando enormes distancias.
La tía, que había sido la última en irse, se desgañitaba en un discurso más razonado: -Y yo ahora me quedo sola encima de esta cosa que se ha separado…
Y las voces de los dos tíos, debilitadas ahora por la distancia, que repetían: -Tonta… Tonta… Tonta…
Estábamos escrutando esa oscuridad atravesada de voces, cuando sucedió el cambio: el único gran cambio verdadero al que me ha sido dado asistir, en comparación con el cual el resto no es nada. En resumen: eso que empezó en el horizonte, esa vibración que no se parecía a lo que entonces llamábamos sonidos, ni a las nombradas ahora con el "se toca", ni a otras; una especie de ebullición seguramente lejana y que al mismo tiempo acercaba lo que estaba lejos; en fin, de pronto toda la oscuridad fue oscuridad en contraste con otra cosa que no era oscuridad, es decir, la luz. Apenas se pudo hacer un examen más detenido del estado de cosas, resultó que había: primero, el cielo oscuro como siempre pero que empezaba a no serlo; segundo, la superficie en que nos encontrábamos, toda gibosa y encostrada, de un hielo sucio que daba asco y que iba derritiéndose rápido porque la temperatura subía a toda máquina; y tercero, aquello que después llamaríamos una fuente de luz, es decir, una masa que se iba poniendo incandescente, separada de nosotros por un enorme espacio vacío, y que parecía probar uno por uno todos los colores en vibraciones tornasoladas. Y además, allí en medio del cielo, entre nosotros y la masa incandescente, un par de islotes iluminados y vagos que giraban en el vacío llevando encima a nuestros tíos u otra gente, reducidos a sombras lejanas y que emitían una especie de gañido.
Lo más, entonces, estaba hecho: el corazón de la nébula, al contraerse, había desarrollado calor y luz, y ahora había el Sol. Todo el resto seguía rodando alrededor dividido y agrumado en varios pedazos: Mercurio, Venus, la Tierra, otros más allá, y lo que estaba, estaba. Y además, hacía un calor de reventar.
Nosotros, allí, con la boca abierta, de pie, menos el señor Hnw que aún seguía en cuatro patas, por prudencia. Y mi abuela, riéndose. Ya lo dije: la abuela Bb'b era de la época de la luminosidad difusa, y durante todo aquel tiempo oscuro había seguido hablando como si de un momento a otro las cosas tuvieran que volver a ser iguales que antes. Ahora le parecía que había llegado su momento; por un instante había querido hacerse la indiferente, la persona para la cual todo lo que sucede es perfectamente natural; después, como no le hacíamos caso, había empezado a reírse y a apostrofarnos: -Ignorantes… Más que ignorantes…
Pero no era de buena fe, a menos que la memoria ya no le funcionase tan bien. Mi padre, basándose en lo poco que entendía, le dijo, siempre con cautela:
– Mamá, ya sé en qué está pensando, pero éste parece realmente un fenómeno distinto… -Y señalando el suelo-: ¡Mirad abajo! -exclamó.
Bajamos los ojos. La Tierra que nos sostenía aún era un amasijo gelatinoso, diáfano, que se iba poniendo cada vez más sólido y opaco, empezando por el centro, donde iba espesándose una especie de yema de huevo; pero nuestras miradas conseguían todavía atravesarla de lado a lado, iluminada por aquel Sol primero. Y en medio de esa especie de burbuja transparente veíamos una sombra que se movía como nadando y volando. Y nuestra madre dijo:
– ¡Hija mía!
Todos reconocimos a G'd (w)n: espantada quizá por el incendio del Sol, en un arrebato de su alma esquiva se había precipitado dentro de la materia de la Tierra en condensación, y ahora trataba de abrirse paso en la profundidad del planeta, y parecía una mariposa de oro y de plata cada vez que pasaba por una zona todavía ilununada y diáfana, o bien desaparecía en la esfera de sombra que se dilataba y dilataba. -¡G d (w)n! JG'd (w)n! -gritábamos, y nos echábamos al suelo tratando de abrirnos camino también nosotros, para alcanzarla. Pero la superficie terrestre se iba cuajando en una corteza porosa, y mi hermano Rwzfs, que había conseguido hundir la cabeza en una grieta, por poco queda destrozado.
Después no se la vio más: la zona sólida ocupaba ahora toda la parte central del planeta. Mi hermana había quedado del otro lado y no supe nada más de ella, si había permanecido sepulta en la profundidad o se había puesto a salvo del otro lado, hasta que la encontré mucho después, en Canberra, en 1912, casada con un tal Sullivan, jubilado de ferrocarriles, tan cambiada que casi no la reconocí.