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¿Me desesperé? No, el olvido era fastidioso pero no irremediable. Dondequiera que fuese, sabía que el signo estaba esperándome, quieto y callado. Llegaría, lo encontraría y podría reanudar el hilo de mis razonamientos. A ojo de buen cubero, habríamos llegado ya a la mitad del recorrido de nuestra revolución galáctica; era cosa de paciencia, la segunda mitad da siempre la impresión de pasar más rápido. Ahora no debía pensar sino en que el signo estaba y en que yo volvería a pasar por allí.

Pasaron los días, ahora debía de estar cerca. Temblaba de impaciencia porque podía toparme con el signo en cualquier momento. Estaba aquí, no, un poco más allá, ahora cuento hasta cien… ¿Y si no estuviera más? ¿Si lo hubiera pasado? Nada. Mi signo quién sabe dónde había quedado, atrás, completamente a trasmano de la órbita de revolución de nuestro sistema. No había contado con las oscilaciones a las que, sobre todo en aquellos tiempos, estaban sujetas las fuerzas de gravedad de los cuerpos celestes y que les hacían dibujar órbitas irregulares y quebradas como flores de dalia. Durante un centenar de milenios me quemé las pestañas rehaciendo mis cálculos; resultó que nuestro recorrido tocaba aquel punto no cada año galáctico sino solamente cada tres, es decir, cada seiscientos millones de años solares. El que ha esperado doscientos millones de años puede esperar seiscientos; y yo esperé; el camino era largo, pero no tenía que hacerlo a pie; en ancas de la Galaxia recorría los años-luz caracoleando en las órbitas planetarias y estelares como en la grupa de un caballo cuyos cascos salpicaban centellas; mi estado de exaltación era cada vez mayor; me parecía que avanzaba a la conquista de aquello que era lo único que contaba para mí, signo y reino y nombre…

Di la segunda vuelta, la tercera. Había llegado. Lancé un grito. En un punto que debía ser justo aquel punto, en el lugar de mi signo había un borrón informe, una raspadura del espacio mellada y machucada. Había perdido todo: el signo, el punto, eso que hacía que yo -siendo el de aquel signo en aquel punto- fuera yo. El espacio, sin signo, se había convertido en un abismo de vacío sin principio ni fin, nauseante, en el cual todo -incluso yo- se perdía. (Y no vengan a decirme que para señalar un punto, mi signo o la tachadura de mi signo daban exactamente lo mismo: la tachadura era la negación del signo, y por lo tanto no señalaba, es decir, no servía para destinguir un punto de los puntos precedentes y siguientes.)

Me ganó el desaliento y me dejé arrastrar durante muchos años-luz como insensible. Cuando finalmente alcé los ojos (entre tanto la vista había empezado en nuestro mundo, y por consiguiente también la vida), cuando alcé los ojos vi aquello que nunca hubiera esperado ver. Vi el signo, pero no aquél, un signo semejante, un signo indudablemente copiado del mío, pero que se veía en seguida que no podía ser mío por lo grosero y descuidado y torpemente pretencioso, una ruin falsificación de lo que yo había pretendido señalar con aquel signo y cuya indecible pureza sólo ahora lograba por contraste evocar. ¿Quién me había jugado esa mala pasada? No conseguía explicármelo. Finalmente, una plurimilenaria cadena de inducciones me llevó a la solución: en otro sistema planetario que cumplía su revolución galáctica delante de nosotros precediéndonos, había un tal Kgwgk (el nombre fue deducido posteriormente, en la época más tardía de los nombres), un tipo despechado y carcomido por la envidia que en un impulso vandálico había borrado mi signo y después se había puesto con descarado artificio a tratar de marcar otro.

Era claro que aquel signo no tenía nada que señalar como no fuera la intención de Kgwgk de imitar mi signo, por lo cual no se trataba siquiera de compararlos. Pero en aquel momento el deseo de no ceder al rival fue en mí más fuerte que cualquier otra consideración: quise en seguida trazar un nuevo signo en el espacio que fuera un verdadero signo e hiciese morir de envidia a Kgwgk. Hacía casi setecientos millones de años que no intentaba hacer un signo, después del primero; me apliqué con empeño. Pero ahora las cosas eran distintas, porque el mundo, como les he explicado, estaba empezando a dar una imagen de sí mismo, y en cada cosa a la función comenzaba a corresponder una forma, y se creía que las formas de entonces tendrían un largo porvenir por delante (en cambio no era cierto: vean -para citar un caso relativamente reciente- los dinosaurios), y por lo tanto en este nuevo signo mío era perceptible la influencia de la manera en que por entonces se veían las cosas, llamémosle el estilo, ese modo especial que tenía cada cosa de estar ahí de cierto modo. Debo decir que quedé realmente satisfecho, y ya no se me ocurría lamentar aquel primer signo borrado, porque éste me parecía infinitamente más hermoso.

Pero durante aquel año galáctico empezamos a comprender que hasta aquel momento las formas del mundo habían sido provisionales y que irían cambiando una por una. Y esta conciencia iba acompañada de un hartazgo tal de las viejas imágenes que no se podía soportar siquiera su recuerdo. Y empezó a atormentarme un pensamiento: había dejado aquel signo en el espacio, aquel signo que me había parecido tan hermoso y original y adecuado a su función, que ahora se presentaba a mi memoria en toda su jactancia fuera de lugar, como signo ante todo de un modo anticuado de concebir los signos, y de mi necia complicidad con una disposición de las cosas de la que hubiera debido saber separarme a tiempo. En una palabra, me avergonzaba de aquel signo que los mundos en vuelo seguían costeando durante siglos, dando un ridículo espectáculo de sí mismo y de mí y de aquel modo nuestro provisional de ver. Me subían ondas de rubor cuando lo recordaba (y lo recordaba continuamente), que duraban eras geológicas enteras; para esconder mi vergüenza me hundía en los cráteres de los volcanes, clavaba los dientes de remordimiento en las calotas de los glaciares que cubrían los continentes. Me carcomía pensando que Kgwgk, precediéndome siempre en el periplo de la Vía Láaea, vería el signo antes de que yo pudiese borrarlo, y como era un patán se burlaría de mí y me remedaría, repitiendo por desprecio el signo en torpes caricaturas en cada rincón de la esfera circungaláctica.

En cambio esta vez la complicada relojería astral me fue propicia. La constelación de Kgwgk no encontró el signo, mientras nuestro sistema solar volvió a caerle encima puntualmente al término del primer giro, tan cerca que pude borrar todo con el mayor cuidado.

Ahora signos míos en el espacio no había ni uno. Podía ponerme a trazar otro, pero en adelante sabía que los signos sirven también para juzgar a quien los traza y que en un año galáctico los gustos y las ideas tienen tiempo de cambiar, y el modo de considerar los de antes depende del que viene después, en fin, tenía miedo de que lo que podía parecerme ahora signo perfecto, dentro de doscientos o seiscientos millones de años me hiciera hacer mal papel. En cambio, en mi añoranza, el primer signo vandálicamente borrado por Kgwgk seguía siendo inatacable por la mudanza de los tiempos, pues había nacido antes de todo comienzo de las formas y contenía algo que sobreviviría a todas las forrnas, es decir, el hecho de ser un signo y nada más.

Hacer signos que no fueran aquel signo no tenía interés para mí; y aquel signo lo había olvidado hacía millares de millones de años. Por eso, como no podía hacer verdaderos signos, pero quería de algún modo fastidiar a Kgwgk, me puse a trazar signos fingidos, muescas en el espacio, agujeros, manchas, engañifas que sólo un incompetente como Kgwgk podía tomar por signos. Y, sin embargo, él se empecinaba en hacerlos desaparecer borrándolos (como comprobaba yo en los giros subsiguientes) con un empeño que debía de darle buen trabajo. (Entonces yo sembraba esos signos fingidos en el espacio para ver hasta dónde llegaba su necedad.)

Pero observando esos borrones un giro tras otro (las revoluciones de la Galaxia se habían convertido para mí en un navegar indolente y aburrido, sin finalidad ni expectativa), me di cuenta de una cosa: con el paso de los años galácticos tendían a desteñirse en el espacio, y debajo reaparecía el que había marcado yo en aquel punto, como decía, mi falso signo. El abrimiento, lejos de desagradarme, reavivó mis esperanzas. ¡Si los borrones de Kgwgk se borraban, el primero que había hecho en aquel punto debía de haber desaparecido ya y mi signo habría recobrado su primitiva evidencia!